Entre el refugio
du Kern y el col des Kauzes, 14 de agosto de 2017
Hay días en que
parece que mi ánimo estuviera esperando este rato, el final de la jornada, la
tienda puesta, todo colocado, la almohada ajustada cómodamente bajo mi cabeza,
el saco por encima, los pies libres de las botas, todo dispuesto para tras
cinco o diez minutos de no hacer nada, tumbado con el teléfono entre las manos,
este rato de espalda relajada y el espíritu tranquilo para saber qué aparecerá
poco a poco en esta hora y media, a veces más, sobre la pantalla del teléfono,
mi pluma, mi papel, todo dispuesto para saber de qué irá hoy el cuento que cada
tarde renglón a renglón se va formando con las yemas de mis dedo casi sin que
me dé cuenta. Gracia ésta que el caminante escribidor espera recibir cada tarde
como si un ángel de la guardia, algún espíritu me tuviera preparado el
contenido de lo que he de escribir y yo obedientemente lo único que hiciera fuese
escribir al dictado de alguno de esos hados. Curioso, pero muy cierto eso de
que yo mismo, el que escribe, espere a veces impaciente el contenido de lo que
será mi crónica diaria. Un misterio, que como trataba de explicar el otro día
Zweig, no hay nadie que lo entienda. Días hay que durante el camino pongo la
grabadora en marcha para dejar algún apunte o idea que me sirva de la tarde
para mi trabajo de cronista; pues bien, ni con esas, raramente el duendecillo,
que es muy autosuficiente, echa mano de las notas. Empieza a dictar una cosa
tras otra hasta que el punto de las mil palabras está completo, momento en que
su inquieto dictar se refrena y poco más poco menos termina como una ola ya sin
fuerza adormeciéndose sobre el arena del final del día.
Estaba durmiendo
en una prominencia lejos de cualquier sitio de partida, pero muy temprano me
despertaron las voces de una pareja madrugadora que se dirigía al col de
L'eychauda. Aproveché para despertarme del todo y recoger. El día, una vez más, era
de un cielo azul en donde las nubes tenían también su espacio. El sol tardaría
en llegar no obstante a la ladera en donde estaba, recostada precisamente sobre
la parte oriental de la montaña. Tenía hora y media hasta mi desayuno, un
establecimiento en mitad del valle, pero en realidad no hubo desayuno porque
éste se encontraba cerrado a cal y canto. No pude desayunar hasta cerca del
mediodía. Lo hice sentado en una mesa a las puertas de un supermercado, una
especie de chiringuito que ya conocía de Suiza, que en realidad es como una
minibiblioteca, una máquina como las que expenden bebidas pero con libros
accesibles a todo el que quiera usarlos y alrededor de la cual suele haber unas
cuantas mesas, sillas y alguna sombrilla. Yo usé de comedor la biblioteca al
aire libre. Una señora que leía muy absorbida un libro de cocina me regaló un
muy agradable “bon apetite”. Incluso
un señor que pasaba por la calle m dijo el “que aproveche” a modo de buenos
días con una sonrisa en lo labios. Ah, la cortesía francesa… cuánto me gusta.
Cuando terminé mi desayuno, recogí, crucé la carretera e hice auto-stop. Me
paró el tercer coche que pasó, una mujer joven que llevaba la parte trasera de
un utilitario llena de cascos de escalada. Me dejó ocho o nueve kilómetros más
abajo justo en el comienzo de mi camino. Mi poca afición a chuparme kilómetros
de asfalto se lleva bien con la amabilidad de algunos conductores. Poco antes
un matrimonio me había llevado seis kilómetros y me había dejado frente al
supermercado. En el macuto no me quedaba ni un mendrugo de pan y tenía nueve
horas hasta el siguiente restaurante o tienda. Un cuadrúpedo de cascos pesados
ronda mi tienda y me obliga a salir a espantarle a pedradas, no vaya a ser que
tropiece con los tiros de la tienda y me la eche abajo. Nueve horas eran muchas
horas y tuve que abastecerme con generosidad.
Da gusto llevar
comida en abundancia y tener agua la que quieras. Después de las tres de la
tarde y, tras superar el primer collado, me di el gusto de una comida en
condiciones y, mientras mi tienda se secaba y las baterías se cargaban al sol
me solacé una hora a la sombra de un serbal del cazador.
Hay un libro que
en su momento estuvo en lo primeros puestos de los superventas, El poder del ahora, de Eckhart Tolle,
que hace años leí con bastante interés. El lema, diseminado por todos los lados
de que el presente es la panacea sobre la que hay que construir la vida, ese carpe diem que se recomienda desde la
antigüedad clásica; hoy, tirando un poco de la experiencia personal que tanto
se nutre necesariamente del recuerdo, con tantas horas de camino en solitario
es previsible que la memoria tarde o temprano termine alentando el surgimiento
de sucesos del pasado, su valoración o su puesta en concomitancia con esto y lo
otro. Tanto se ha hecho hincapié en eso de vivir el presente a toda costa que a
uno le asalta la sospecha de si no se habrá convertido la cosa en uno de esos
tópicos que sin comerlo ni beberlo asumimos hasta convertirlo en axioma.
Incluso me asalta la sospecha de si esta idea, como otras muchas que alimentan
los libros de autoayuda, no tendrá tras de sí algún espurio interés. Recuerdo
que en una ocasión quise indagar en la persona de Eckhart Tolle con la sana
idea de conseguir más material que alimentara esa, por entonces, devoción del llamado
presente y, ah, desencanto, lo que allí me encontré fue una página web más,
destinada a sacar pasta, sólo que lo que allí se vendían eran textos del autor,
conferencias, ejercicios, todo lo necesario para que uno pudiera alcanzar la
felicidad a la medida de su bolsillo. Le sucedía algo parecido a ese gurú con
cuyos predicamentos uno podía alcanzar el nirvana, ¿cómo se llamaba?, sí, Osho,
y que tan aficionado era a poseer algunos modelos de rolls royce para su uso
personal. Incluso me suena que a Khrisnamurti le sucedía algo de lo mismo.
Bueno, es el caso
que cada vez estoy menos convencido de esa idea de que haya que dejar en paz al
pasado y al futuro para vivir plenamente el presente. En paz al futuro,
posiblemente. En cuanto al pasado me temo que no. Un ejemplo de ayer mismo
cuando escribiendo mi post de pronto me acordé de aquella ascensión a la Barre des Ecrins con
Victoria. Bueno, pues tirar de la cuerda de la memoria de ese asunto, que en
caso habría dormido hasta el final de los tiempos oculto en un rincón de la
memoria, me supuso tal placer y levantó a su vez tantos otros recuerdos
relacionados con caminantes, ascensiones o viajes al otro extremo del mundo,
que por sí solo sirvió para alimentar el resto de mi tiempo hasta que me quedé
dormido con alguna imagen de una travesía por las Dolomitas con Victoria
embarazada de cinco meses. Pero es algo que me sucede con frecuencia, en casa
cuando al final de la tarde dejo descansar mis ojos después de un largo rato de
lectura y los fijo en el horizonte de la lejana sierra de Gredos, es fácil que
los recuerdos, la infancia, la crianza de mis hijos, mi trabajo de maestro, la
montaña, los viajes o una novia que en la cincuentena alimentó mi capacidad
para crear versos, vengan a mi cabeza para llenar la hora del crepúsculo
llenando mi tarde de exquisitos manjares provenientes del pasado.
Alimentar el
presente con las sustancias del pasado, y que el caminar suscita con tanta frecuencia
y tanto acierto, es uno de esos detonantes capaces de alimentar constantemente
las fuentes de la emoción.
El duende que me
dicta la crónica me viene diciendo desde hace un rato que, venga, que vaya
pisando el freno, que ya he superado con creces las palabras de rigor. Seamos
obedientes. Punto final.
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