Camino del
refugio Furfande, 15 de agosto de 2017
Anoche me acosté
pensando en la joven con la que había estado charlando un rato antes de que
anocheciera. Vivía sola en una borda un poco más abajo y bajaba del monte con
su perro después de haber dejado encerrado un rebaño de ovejas en su corral
eléctrico. Vestía como visten los pastores, ropas viejas y sucias propias de
quien cuida rebaños, ordeña, ayuda en el parto a las ovejas parturientas y se
desenvuelve lejos del confort de un medio urbano. Era una mujer abierta y sin
ningún tipo de ¿cómo decirlo, reparo, recelo? Me llamó la atención la
naturalidad con que se expresaba y cómo se ofreció a proporcionarme lo que
pudiera necesitar. Ya la última vez que pasé un verano en los Alpes me encontré
con otro caso similar. Tenemos un concepto de mujer tan vinculado al cuidado de
su presencia física, a la dependencia del hombre o al menos a considerarla en
compañía de pareja o marido que, tropezarte con una mujer tan diferente, tan
fuera del canon y con un comportamiento tan sencillo y natural produce cierro
grado de admiración a la vez que cuestionaba esa imagen que días atrás, en
Venecia, cuando me tocó compartir habitación en un hotel con tres mujeres
jóvenes de diversas partes del mundo, me hicieron exclamar aquello de qué
horror ser mujer, cuando comprobé la cantidad de tiempo que empleaban cada día
frente al espejo. No es que añore o prefiera un aspecto más rudo o descuidado
en la mujer, simplemente hago resaltar el contraste y desde luego admito que la
ausencia de afeites es algo que valoro. No me gustan los rostros cubiertos de
cremas.
El primer sol de
la mañana volvió de nuevo a despertarme. Lejos estaban ya esos días de frío helador.
Te despiertas, recoges, sales a la puerta de tu casa, te desperezas estirándote,
acaricias al perro de la pastora que ha venido a saludarte, das un corto paseo
para desentumecer el cuerpo, miras por un momento entre los árboles las
atrevidas cumbres de Les Ecrins... Hoy estaba tan en mi casa, tan sin prisas
que me habría puesto a hacer un rato de gimnasia o yoga. Yo soy de donde estoy
a gusto, que decía aquel personaje de Luis Sepúlveda; mi camino es mi patria...
esas cosas. Sentirte en el mundo, en un prado, un collado, en mitad del camino
hoy porque no encontré espacio para la tienda, en una playa, en una cumbre, en
mitad del bosque, como quien está en su propia casa. Esa era la sensación esta
mañana antes de ponerme en camino.
Hay un tipo de
música que me acompaña desde hace tanto tiempo que precisamente por su
permanente presencia no soy consciente de ella. El día anterior había grabado
unas notas en el teléfono para hacer uso de ellas si llegaba el caso en mi
crónica de la tarde. Sucedió que accidentalmente la grabadora se quedó
encendida y no me di cuenta de ello hasta cuatro horas después. Al examinar la
aplicación, sin embargo, descubrí que todo el segmento estaba lleno de onditas
como si alguien hubiera estado grabando un discurso ininterrumpido, un hada o alguien
así, me dije, precisamente un día en que no me había cruzado ni conversado con
nadie. Puse en funcionamiento la grabación para ver qué era aquello y resultó
ser una curiosa música, la que emitían mis pasos, según los momentos, sobre la
grava, la mullida pinácea del bosque, el descenso accidentado por una pedrera...
y junto a esta música de mis pasos, como una viola o unos suaves timbales algo
terrosos que acompañaran el tema principal con su ritmo, el sonido
ininterrumpido de los bastones en una especie de compás de dos por cuatro. Me
gustó, pensé que acaso podría guardar la grabación para utilizarla de música de
fondo en invierno frente a la chimenea. De hecho en una ocasión que estuve
caminando por Lanzarote hubo un par de tardes que, colgando una grabadora de
una cuerda sobre los acantilados, me hice con un par de horas de la música del
mar que todavía debe de andar por casa esperando uno de esos momentos en que la
añoranza del mar o los recuerdos de mi caminar junto al Mediterráneo llamen a
mi puerta para resucitar viejas sensaciones. Estoy seguro de que dos músicas de
estas características, que tan vinculadas están a la sensibilidad del caminante
y a su experiencia de trotamundos ayudarán en algunos momentos del futuro a
recrear mi ánimo cuando esté lejos de las montañas o del mar.
Pese a que no
dominaba en absoluto mi sentido del equilibrio logré salir entre las jambas de
las puertas del restaurante con éxito: bravo. Cuando estaba a un par de metros
de la puerta me concentré para guardar la apariencia de que las cervezas y el
brandy no me habían hecho efecto, y embestí por el centro sin pensarlo antes de
que en la duda me diera un trastazo contra la pared; y creo que tuve éxito en
la empresa. Para un casi abstemio como un servidor estos excesos de cerveza tras
las caminatas o el buen comer pueden resultar fatales a la hora de mantener el
equilibrio. Recuerdo de mis primeras lecturas de libros de montaña - ¿Frison
Roche, El primero de la cuerda?- no
sé exactamente, que, junto a esas ascensiones en los Alpes que mi ánimo leía
con avidez guardaba un respeto casi reverencial por aquellos hombres, los
guías, que por entonces eran el hilo de Ariadna que me ponía en contacto a
través de los libros con aquel mundo que empezaba a descubrir al final de la
adolescencia. Y de sus formas de obrar, probablemente se trataba de hombres
rudos hechos a las lluvias y tempestades de las montañas, una de las cosas que
guardó mi memoria eran lo bien servidos de vino con que se refocilaban y cuyo
contenido etílico sus cuerpos camino de alguna ascensión evaporaban en la
primera hora de camino. Una imagen que conservo de alguna lectura, que vaya a
usted a saber si es real, y de la que me acuerdo siempre cuando lo abundante de
las cervezas que me tomo rinde culto al calor, al cansancio o a las excelencias
de la comida del momento.
Fue un día bonito
hoy. Mi hija Lucía y Quique, su chico, habían dedicado este año parte de sus
vacaciones a Francia y semanas antes habíamos comentado la posibilidad de
vernos en los Alpes y hacer algún tramo de camino juntos. Aunque habíamos
quedado el diecisiete para caminar por el Parque Regional de Queirás, cuando
descendía del collado de Lauzes camino de Freissinieres pensé que como no
estaban lejos de allí quizás podíamos vernos y comer juntos. Les esperé a la
sombra de un árbol con la colada puesta al sol. Una parada excepcional y muy
grata para mí eso de antes del mediodía encontrarme panza arriba leyendo
ricamente a Kawabata. Al rato ahí estaban animosos y llenos de sol la pareja.
Fue un bonito encuentro. Se nos había hecho muy tarde y pensamos que acaso no
encontráramos un restaurante abierto. Lo hallamos cerca de Mont-Dauphin. La
animada conversación y el hambre que tenía debieron de tener la culpa de que la
cerveza me entrara casi sin darme cuenta. Tras una larga tertulia me
acompañaron un rato en mi camino hacia el refugio Furfande. Pasado mañana nos
volveríamos a ver en Ceillac para caminar un par de jornadas juntos. Mientras
tanto mañana intentarían subir hasta el glaciar que baja de los pies de la Barre des Ecrins.
Despedirme de
Quique y Lucía y entrar en el mundo de esas montañas salvajes donde los
desplomes, los estrechos senderos y el paisaje abrupto de las cumbres te rodea
por todos los lados, fue todo uno. Enseguida desapareció la posibilidad de
encontrar un pedazo de terreno para mi tienda; el terreno se espinó y ya estaba
de nuevo en ese ambiente agreste que tanto me gusta. Subí algo más de una hora,
hasta que me encontré con un arroyo. Con la cantimplora llena sólo tuve que
esperar a que el camino llaneara un poco.
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