Cercanías del
refugio Tighjettu, 30 de agosto de 2017
¿Qué haría el más
corriente de los mortales que ha pasado el día cruzando un desierto si hacia el
final de su jornada se encuentra inesperadamente a la vera de su camino un riachuelo y un cascada cantarina que templa
su música en la soledad de ese desierto de piedra? Esa suerte tuve después de
tomar equivocadamente un camino. A veces equivocarse es lo mejor que le puede
pasar a uno.
Pero mejor empezar
por el principio. Sonó el despertador cuando en el día que llegaba empezó a
soplar la brisa que se escondía tras el horizonte. Poco a poco ésta fue
iluminando la montaña que había albergado mi vivac de una manera muy especial.
No, no amanecía todavía, sin embargo el color de las rocas que me rodeaban
durante un rato fue adquiriendo la tonalidad de un rostro que recibiera de
frente el resplandor de una fogata próxima, un resplandor que fue alcanzando
más y más intensidad según transcurrían los minutos hasta llegar a ese momento
en que un punto luminoso, el sol, asomó por fin sobre las montañas de enfrente.
En el refugio Das
un Stagnu desayuné, al fin, como Dios manda; una mesita circular pequeña en una
terraza a donde llegaba el primer sol de la mañana. No me demoré mucho, dentro
de un rato el sol ya no sería una caricia. En el refugio había una indicación,
el sendero partía frente a un hotel próximo. Llegué al hotel, vi enfrente una
indicación que decía Monte Cintu – GR20 y por allí tiré, un camino tranquilo
durante un rato que atravesaba un pinar de pinos característicos con ramas
horizontales que pueden llegar a alcanzar dimensiones colosales. Estando ya
bastante arriba supuse que en algún momento me encontraría con la desviación
del monte Cintu. Pero de repente recordé que el GR-20 tenía un variante mucho
más larga que subía hasta el collado de esta cima. Date, sin comerlo ni beberlo
había cogido precisamente la variante que no quería. Consulto el gps y justo,
la voz del teléfono me dice insistentemente “fuera de ruta, fuera de ruta”. Y
como ya se sabe que a mí volverme para atrás no me gusta, pues eso, que toca
apechugar. Y pese a que llevo un macuto enorme para los estándares que veo por
aquí, sigo adelante. Y camino y camino y de pronto me doy cuenta de que estoy
muy bien, de que la cosa marcha estupendamente esta mañana. Y se me ocurre
pensar que ¿no es acaso un milagro que te acuestes hecho unos zorros, muerto de
cansancio y que a la mañana siguiente te despiertes fresco como una lechuga
dispuesto de nuevo a comerte el mundo? Y es que siento mi cuerpo subiendo por
el cuestón habitual estos días y me admiro. Hoy no sólo cuestón, que en muchos
momentos aquello parece una vía ferrata. Una ascensión bonita y atlética, no
conveniente para un supermacuto como el mío, pero de la que disfruto como en lo
mejores tiempos. No, no se pasan aquí con las cadenas, más bien lo contrario,
hay muchos instantes, pequeñas trepadas, algunos pasos de escalada que me
recuerdan las crestería de Gredos.
Así que con ese
paso piano, de piano se va lontano y se va sano, con el que se puede llegar al
fin del mundo, sin apenas quererlo voy tomando altura, siempre en movimiento,
sin parada alguna y descubro que estoy metido en una pequeña burbuja en la que
yo mismo me reciclo a mí mismo y en donde se abre una alegría muy especial, esa
que descubre en sí mismo, en el regular funcionamiento del cuerpo un
sofisticado placer. Con paso regular, sin prisas, sacando el mayor provecho del
menor esfuerzo.
Parece mentira
que se pueda subir tanto con semejante paso. Pones la primera cuando empieza la
cuesta y runrunrun todo pa arriba; y el agua del radiador ni siquiera se
calienta.
Había pensado no
parar hasta llegar a la cima del monte Cintu (aquí todo el mundo quiere
subirlo. Creo que es el más alto de Córcega), pero en el collado todo el mundo
se despachaba comiendo esto y lo otro, y ya se sabe, allá donde fueres haz lo
que vieres. Total que entre un pequeño piscolabis, la bebida y el sol que daba
de lo lindo, cuando quise arrancar, aunque ahora iba sin macuto, había perdido
fuelle. De todos modos hice el esfuerzo. Después de un buen rato, cuando salía
de una chimenea en que me había metido, dije, joder, ya estoy en la cumbre.
Pero salí de la chimenea y de cumbre nada, era una cima secundaria, el Pointe
des Eboulis. Ahora veía la cumbre y me pareció tan lejos, que lo primero que
pensé es que echarle otras dos horas al día iba a prolongar mi jornada
demasiado exhaustivamente. Total, que me lo creí. Hice una foto de la cumbre y
me di media vuelta. Ahora, escribiendo a la orilla del riachuelo, a pocos
metros del siguiente refugio, el de Tighjettu, me alegro de la decisión que
tomé. Me habría quedado sin este agradable rato junto al agua que pone la gota
final a una larguísima jornada.
Después de dejar
el collado y el lac du Cintu a la izquierda y de superar un estrecha brecha se
abría por delante, me encontré en un valle que parecía sacado de algún rincón
del Sáhara, desolado, seco, sin vegetación con una sucesión de cortados rocosos
en los que pacientemente había que rastrear los hitos o las señales, un
ejercicio que a veces implicaba andar por aquí o por allá buscándolo. Ya muy
abajo y en ese desierto precisamente, fue donde apareció inesperadamente un
regato de agua y que media hora más tarde había engrosado tanto como para
convertirse en arroyo con cascada incluida.
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