Cercanías de
Castel de Vergio, 31 de agosto de 2017
Miro a Casiopea
como un barquito de papel navegando por encima del collado que he descendido
esta tarde; la luna por detrás de mí iluminando débil y misteriosamente este
reino de piedra; las estrellas; el mango de la sartén de la Osa Mayor sobresaliendo
entre las cumbres; oigo el gorgojeo del riachuelo en el silencio de este
desierto; tumbado cómodamente dentro de mi saco; la cabeza recostada sobre la
improvisada almohada de mi macuto; miro, veo, siento y me pregunto si existe
algo más deseable que todo esto que estoy viviendo en este instante. Y creo que
no. Quizás si en alguna reencarnación tuviera el valor de navegar en solitario
en un pequeño barco, quizás entonces. Como mi admirado Julio Villar, fallecido
no hace mucho, y que dejó uno de los testimonios más conmovedores de lo que
puede ser la vida de un hombre dedicada a lo que realmente se ama. Alpinista,
marino, padre de familia en una pequeña casita hecha con sus manos, monte
arriba, en las cercanías del mar, el Mediterráneo. Ah, esas noches de Julio
contemplando desde su barco, casi barco de papel en la inmensidad del mar, las
estrellas. Sí, tengo que volver a leer ¡Eh,
Petrel!, su memorable libro.
Como tantas otras
veces estaba pensando en cuál y dónde había sido mi comienzo del día cuando me
dije, coño, pero si fue esta noche cuando empezó a llover a las tres de la
mañana… Sí, andaba enrolladísimo con las estrellas, pero justo antes de
dormirme aparecieron unos cuantos borreguitos sospechosos junto a la luna. Pues
bueno, primero tenía todo desperdigado y después montar la tienda ni soñarlo,
en estas montañas encontrar un lugar para ponerla es como encontrar una aguja
en un pajar. Salté disparado, metí todo como caía en el macuto y extendí el
techo de la tienda por encima de mí saco y de la impedimenta. No era un diluvio
pero llovía. El problema que surgió a continuación, que estaba previsto, era
que me ahogaba allí debajo. Ya lloviendo en condiciones logré ensamblar una de
las varillas de la tienda y colocarla por encima a la altura de la cabeza. Fue
un alivio. No pensé que la cosa fuera tan fácil. De hecho no me mojé en
absoluto y pude seguir durmiendo hasta que sonó el despertador.
Era totalmente de
noche cuando sonó. Solo caían cuatro gotas. Retiré el doble techo un poco y
asomé la nariz para ver cómo estaba la cosa. Y joder, esta gente está loca,
pensé. En las cercanías del collado, sí, más arriba del desierto de piedra que
describí ayer, se movían varias linternas. Y luego, a mi izquierda, a unos
centenares de metros, más linternas camino arriba. Alucino con esta gente, con
estos madrugones y con sus huevos. ¿A qué hora habían empezado los de arriba a
caminar? ¿A las dos, a las tres de la mañana? Y lloviendo… Tengo que decir que
este mundo de piedra y soledad lo recorre gente con muchos arrestos.
Existen unos
pinos colosales en estas montañas, de los que ya he comentado en posts
anteriores algo, que hoy, de una manera muy especial, han jalonado con su
continua presencia mi recorrido hasta el punto de suscitar con su vida y su
muerte una larga reflexión. En la vida corriente a lo muertos lo enterramos o
los incineramos, pero nunca sucede como en el bosque donde estos cíclópeos
seres vivientes, siempre tan hermosos plantados ahí como longevos dioses, acaso
como ese fenomenal ejército arbóreo que Kurosawa pone en movimiento en Trono de sangre, aparecen los muertos en
perfecta hermandad con los vivos. No llamarían tanto la atención si se tratara
de árboles pequeños, pero siendo árboles centenarios tan enormes, verlos
derrumbados, como agonizantes elefantes que se pudrieran a la vera del camino,
de algún modo invitan a la reflexión. De hecho basta pasear la vista por el
bosque para percibir cuan imbricadamente la muerte y la vida se manifiestan.
Que en Occidente queramos alejar los muertos cuanto antes de nuestra presencia,
o peor, que intentemos negarla maquillando al muerto hasta el esperpento,
intentando disfrazar la verdad de un hecho incontrovertible que suavice nuestro
brusco encuentro con una realidad no deseada, contraviene un principio de
realidad que debería familiarizarnos con la muerte sin aspavientos ni huidas.
Cuando uno se cruza con un cortejo fúnebre en la ciudad de Benarés, en India, o
se asiste a una de las cremaciones que tienen lugar junto a las aguas del río
Ganges, uno aprende muchas cosas que en Occidente ignoramos, o más bien nos
esforzamos en ignorar premeditadamente. La muerte en la India es similar a la muerte
en el bosque. Es la cosa más natural del mundo. Ver el cadáver quemándose sobre
gruesos troncos de leña, la viuda y los allegados junto al fuego, más allá los
niños jugando con la pelota, los mendigos extendiendo su platillo de latón al
paso de los viandantes. Son cosas que no necesitan pasar por el filtro de la
razón. Quien tiene ojos para ver y mira el bosque o contempla una cremación,
aprende cosas esenciales de la vida.
Yo aprendía hoy
viendo esos bellos ejemplares, a veces solitarios extendiendo sus grandes
brazos como queriendo proteger a sus congéneres y a los habitantes del bosque
en general de un catástrofe, y viendo a sus hermanos, abuelos, a sus pies
derrumbados, yertos, patéticamente pálidos, sus huesos rotos, quebrados sus
brazos y sus miembros en una formidable caída que debió de alertar en su
momento a todos los habitantes del bosque.
La muerte será
siempre uno de esos temas recurrentes que uno nunca podrá quitarse de encima y
menos cuando uno ya ha sobrepasado largamente el medio siglo se vida. Con toda
seguridad aprender a morir me parece que debería ser una de las grandes
asignaturas de la edad madura. En algún viejo libro de filosofía oriental
alguna vez me encontré unas palabras que alientan esta idea y que a mí me gusta
recordar. Son estas: Bebe tu sake, vaga
como un león y, muere, también como un león cuando llegue tu hora, sin dejar
rastro.
Casualmente, hoy
que comencé una nueva novela, El mar, el
mar, de Iris Murdoch, ya en las primeras páginas me encontré con una
afirmación que corroboraba lo anterior. Decía el protagonista: “El final de la
vida es un periodo de meditación”. Probablemente tenga razón. Si alguien me
hubiera ofrecido hoy la posibilidad de hacer una exposición monográfica de
fotografías, seguro que habría elegido como tema el que encabeza el post.
Durante todo un día con la reflex en la mano podría haber hecho un excelente
trabajo.
Por cierto, que
parece que a la hora de elegir un nuevo libro el que aparezca la palabra mar o
montaña debe de ejercer cierta sugestión sobre mí. Son ya varios los títulos
últimamente en donde mar o montaña me llaman, parece, con cierto apremio.
Comí en el
refugio Ciottulu. Desde allí tuve la impresión de que la agresividad de las
montañas se amortiguaba, al menos de momento. La jornada hasta el siguiente
refugio era de nueve o diez horas, pero contaba con una larguísima bajada que
al principio apareció descarnada y sin vegetación, pero que más abajo se
convirtió en una imprevista maravilla en donde los cortados rocosos se
alternaban con grandes ejemplares de esos pinos de que he hablado más arriba.
Descendiendo todavía un poco se hizo otoño y los bosques de abedules y los
helechos ponían un broche dorado en el paisaje. Un paseo encantador que poco
tenía que ver con los caminos de cabras, las cadenas o las pasarelas de días
anteriores. Después de tantos días me parecía extraño encontrarme con un
sendero en donde no tuviera que usar las manos para avanzar o descender.
La comida había
sido tan abundante en el refugio que me sobró la mitad. Por cierto, que tuve
dos invitados en mi comida. Los podéis ver en las fotos de abajo. A uno de
ellos le tuve que dar de comer con mi cuchara. Esa mitad me iba a servir de
cena. Estaba chispeando a última hora, pero no había cogido agua, no sabía qué
hacer. Eso hasta que pasé por una zona húmeda en donde corría una chispa de
agua un poco sospechosa. Había además un lugar en que mal que bien podría poner
la tienda. Me costó quince minutos conseguir un litro de agua. En esta ocasión
no tendría más remedio que usas las pastillas potabilizadoras. Esta noche
comparto mi vivac con los vivos y los muertos del bosque.
2 comentarios:
100%x100% de acuerdo en las dos cosas las estrellas y la muerte, todos los días mientras hago mis ejercicios le dedico un rato a pensar en la muerte de una forma benévola y liberadora..., las estrellas es otro tema al que le dedico dos o tres horas todos los días. Tengo un observatorio astronómico y unas veces solo y muchas acompañado enseño el cielo a todas las personas que se quieren apuntar a observar el cielo.
Tengo que confesar que me produces sana envidia y admiración, no sólo por tus caminatas, que con eso sería suficiente, si no ya por tus reflexiones... Y se acabo el desayuno.
¡Que la vida que vamos dejando atrás nos acompañe cuando sea el instante.
Yo cargué un largas vacaciones de montañas y viajes con la familia con un telescopio. Cuando llegan la noche lo montabamos en el trípode y con un guia del cielo aprendiamos sobre sus astros.
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