Venecia, 5 de
agosto de 2017
Todavía no lo
sabía, pero hoy sería mi última tormenta nocturna sobre las Dolomitas. Tuve que
cerrar precipitadamente la cremallera de la puerta y buscar los tapones de cera.
La música más fantástica y espectacular termina por convertirse en rutina
cuando una noche sí y otra también el cielo se derrumba sobre mi tienda como
una hecatombe. Quien no sepa de la violencia de las tormentas en la montaña
dirá que exagero. Hay que vivir una de estas tormentas en la alta montaña para
saber de qué hablamos. Sin duda es el espectáculo más notable que puede ofrecer
la Naturaleza.
Todavía me admiro yo de que me despierte esta enorme
fanfarria de rayos y truenos y que mi primer pensamiento sea el de buscar los
tapones de cera para poder seguir durmiendo en paz. Y es que el caminante es un
dormilón, sorry, si el caminante no duerme lo suficiente cada noche, a la
mañana se le doblan las piernas subiendo las primeras cuestas, razón por la que
ha de personársele esta aparente desatención por el espectáculo nocturno. Si
días atrás a mi hija, que anda por Lyon con su chico, le quise engolosinar para
que viniera a visitarme en mi Vía Alpina, con la disculpa de asistir a un
espectáculo de ópera en La Arena
de Verona, Aída y Nabucco ponían para los días propuestos, algo bastante goloso para un amante de
la música, es porque, seguramente, si la invitaba a vivir una de estas
tormentas iba a pensar que la estaba tomando el pelo. A veces he invitado a
alguna amiga para hacer una ascensión nocturna en Guadarrama en días de luna
llena, a una hora que nos permitiera ver amanecer en La Maliciosa , en La Peñota o acaso en Peñalara,
una afición ésta que recreo cada primavera, verano u otoño con mucho gusto, y
siempre la invitada ha salido encantada de la experiencia. Algo parecido me
gustaría hacer con las tormentas; el único inconveniente es que las tormentas
son algo caprichosas y no puedes presentárselas a tus amigas cuando te place.
Aún así, hacer regalos de este tipo a personas ajenas al mundo de la montaña,
marchas nocturnas en noches de luna llena, la vivencia de una tormenta bajo el
techo de una tienda de campaña, se me antoja el regalo más bonito y preciado
que pueden hacerle a uno.
Al mediodía de
hoy se me habían acabado las Dolomitas, todo se hacía más blando. Sobre valles,
anchos y poblados, se alzaban montañas de menor altura a cuyos pies lo prados
cubrían las laderas hasta muy alto. Desaparecían los refugios, aumentaba el
calor alarmantemente; vamos, que después de dejar atrás la empinada pedrera que
bajaban de la forcella de Mus empecé a pensar que aquello no me gustaba del
todo. En el mapa desaparecían los refugios, las agresivas paredes de las
Dolomitas que me habían acompañado durante tantos días. De golpe, sin avisar,
ayer había estado en el paisaje más salvaje que cabe imaginar y hoy me
encontraba con montañas más propias de vacas. No tenía mucha información pero
las montañas a partir de aquí languidecían precipitándose hacia los planos de
Udine. Toda estas cosas tenía en la cabeza y fui pensando que en cuando llegara
a Forni di Sopra me metería en un bar y con una cerveza en las manos
reconsideraría la situación. Pero pareció que la suerte dentro de mí estaba
echada, porque resultó que cuando llegué a la carretera me encontré una parada
de bus y, apenas acababa de ver los horarios, cuando apareció uno tras la curva
con disección sur, destino Tormezo, un ciudad que me sonaba de mi itinerario
anterior. Vamos, que no tuve tiempo de pensármelo dos veces. Me eché la manta a
la cabeza y ya no tuve otra cosa en mente que pasar un par de días en Venecia.
Sí, de repente el cuerpo me pidió estar en otras latitudes, y como mi cuerpo
suele ser un tío listo me puse a ciegas en sus manos.
Pero volvamos por
un momento a la forcella. Cuando llegué a la forcella del Mus no tuve necesidad
de sacar la cámara. No, no había nada que fotografiar, así que mala señal.
Todavía me quedaba un descenso de esos que se habían hecho típicos los últimos
días, una estrecha y empinada canal por medio de una gran pedrera que terminaba
cerca del refugio Flaiban Pacherini. Qué trabajosas de
bajar y subir son estas pendientes. Me crucé con un matrimonio con dos chicos
de entre los once y trece años. Les avisé de que al otro lado de la forcella
casi había pisado una culebra que lo mismo era una víbora. Me lo agradecieron y
el padre asumió entonces la cabecera de la pequeña expedición. Era verdad, casi
la había pisado, yacía enroscada en mitad del camino tomando el primer sol de
la mañana y debía de andar medio dormida, porque cuando mis pies estaban a algo
más de medio metro de ella dio un respingo de mil demonios. Me dije, ya está,
como aquella vez, una ocasión en que me encontré una enorme culebra en mitad
del sendero haciendo uno de lo caminos de Santiago. En aquella ocasión la tía
se enroscó sobre sí misma y, alzando su tercio superior con la cabeza en ristre
como quien se prepara a atacar con un ariete empezó a bufar. El camino era ancho
suficiente como para que me pudiera sonreír de sus bufonadas. En este momento
escribo sobre un paisaje muy distinto al de las montañas de esta mañana. ¿Dónde
estoy? Sí, cosas curiosas que pueden suceder. En este momento mi tren atraviesa
sobre el mar, desde la ventanilla avisto, bingo, la ciudad de Venecia. Si ahora
tuviera una varita mágica la sacaría, haría desaparecer a todos los turistas de
la ciudad, que serán, como me imagino, millones, y en su lugar colocaría a los
personajes de la película de Visconti y sus sofisticadas maneras. Muerte en Venecia, con ser una de esas
recreaciones de la clase culta y adinerada de la que ya hice mofa al referirme
a Henry James, no por ello deja de ser un referente en donde la música, Mahler
como fondo en la figura del músico alemán Von Ashenbach, y las pasiones,
centradas sobre el joven Tadzio, moviéndose por el escenario de la ciudad más
bella del mundo, logran poner en pie una de las películas más relevantes de la
historia del cine.
Paso la tarde
callejeando por las estrechas calles de Venecia, buscando el último sol del día
en las fachadas de los palacios. Ceno a la fresca en la terraza de un pequeño
restaurante cercano al puente de Rialto. Extraño y bonito final del día para un
caminante empeñado en vagar allá por donde el cuerpo se lo pida. Está por ver
qué le pedirá mañana y pasado mañana. Mañana, seguro que madrugar, buscar una
lavandería y sobre todo volver a visitar una exquisita galería de pintura que
ya visitó un par de veces anteriormente, la colección Peguin Guggenheim. El
resto será callejear y dar un paseo por la plaza de San Marcos donde en una
ocasión nos reencontramos con nuestro hijo Mario y su amiga Micaela que andaban
de interrail por Europa, al grito de piu, piu, un distintivo copiado de las de
las chovas que nosotros adoptamos para reconocernos entre una multitud. En
plaza San Marcos dio resultado, después de gritado dos o tres veces a la hora
prevista, Mario y su amiga aparecieron junto al campanario. En el aeropuerto de
New Delhi fueron Lucía y Quique, su chico, quienes surgieron de entre una
multitud a abrazamos tras el piu, piu, una vez que quedamos para viajar por
India y hacer un trekking por Nepal.
En Venecia hace
un calor del carajo. Dentro de un par de días espero estar de nuevo en camino,
ahora al otro lado de este país, en las cercanías de Courmayeur. En la zona del
Mont Blanc el vagabundo se va a sentir más en su ambiente que en estas montañas
que ya empezaban a ser de vacas, que decíamos en nuestros primeros años de
montaña.
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