Tignes Le Lac, 9
de agosto de 2017
Anoche el café
debía de estar muy cargado porque no había manera de dormirse. Terminé echando
mano al teléfono de nuevo. Quizás una misa de Ockenghen, Missa Mi-mi, no
parezca muy en consonancia con este ambiente, nocturno ya, de un refugio donde
todo el mundo duerme, pero a mí me sonaban pero que muy bien estas voces
salidas de las entrañas de un monasterio cisterciense, constantemente como un
lamento que exaltara aquel muero porque no muero de Teresa de Jesús. Uno es siempre
una pura contradicción, alguien que cada vez que se le presenta la ocasión de
sacarle punta al comportamiento de la Iglesia Católica
casi siempre lo hace con saña, y que sin embargo ama los monasterios y las
voces que lo custodian, que es capaz de darse un calcetinada de mil demonios
por escuchar una tarde a los monjes del Monasterio de Silos, como sucedió el
pasado invierno. Un alguien que aunque ateo, caso de haber Dios, debería ser
mandado directamente al cielo aunque sólo fuera por el hecho de haber
peregrinado miles de kilómetros por los caminos de Santiago y al que si se le
suma el fervor, en su momento, claro, por estas voces tan jodidamente monótonas
a la vez que hermosas, debería otorgársele ya mismo indulgencia plenaria por
todos los pecados cometidos y por cometer.
Amar diminutos
fragmentos de muros de la ciudad de Venecia y el reflejo de las aguas de sus
canales parece que fueran parte de la misma cosa por la que el peregrino
vagabundo gusta las voces de los conventos o las notas que salían hacía un rato
del violín de Menuhin interpretando el concierto para violín de Mendelssohn. Y
ya puestos el encanto por los días de niebla en la montaña, por los rincones en
donde juegan el agua y el lamento del viento. Sí, naturalmente: la belleza,
acaso una de las pocas cosas que nos redimirá de ese valle de lágrimas en que
los aburridos católicos quisieron tan afanosamente convertir la vida.
La mañana nació
vestida del terciopelo algodonoso de la niebla que acariciaba suavemente las
laderas. El eficiente sistema de secado del refugio había dejado mis botas esta
mañana listas para una nuevo jornada, pero el agua de la lluvia de la noche
había puesto todo tan empapado que mis botas no tardaron en quedar bañadas por
dentro y por fuera por el agua que iban recogiendo de las altas hierbas y los
arbustos. El bosque tornaba a estar encantador en esa mezcla de agua y niebla
que lo envolvía. Los musgos verde intenso que cubrían las rocas y los troncos
de los abetos, los riachuelos rejuvenecidos, ruidosos, en los primeros momento
el tintineo monótono y lejano de los cencerros de la vacas. El sol amagó con
abrirse paso, pero sólo quedó en intento, luego el bosque volvió a cubrirse, se
hizo íntimo y acogedor.
Y después, cuando
el lecho de hojas de los abetos alfombraron el sendero y éste se hizo blando y
agradable de pisar, me vino el recuerdo de un otoño haciendo auto stop por las
montañas de Asturias, acaso mi primer contacto con los hayedos del norte. Hacía
auto stop y me bajaba allí donde veía un lugar que me sirviera para pasear o
acampar. Los mullidos senderos de los hayedos de entonces conectaron con estos
de hoy y de ahí viajé por Peña Ubiña, por Somiedo, por los altos de
Leitariegos, un tiempo en que todavía no sabía que muy cerca de allí, en
Gedrez, en el valle del Narcea, ejercería de maestro en una escuela unitaria
años después.
El camino se
movería durante todo el día entre la cota de los mil setecientos y dos mil
metros. No me había cruzado en toda la mañana con nadie pero en las cercanías
del refugio de Le Monal, al confluir en un espacioso y cuidado sendero, aquello
se convirtió en un romería. El lugar era realmente bonito, justificaba el
gentío que rodeaba las praderas, el lago y los riachuelos del entorno.
Naturalmente pasé de largo. Los desayunos de los refugios de los Alpes suelen
ser tan abundantes que uno puede tirar perfectamente hasta las dos de la tarde
sin probar bocado. A veces la niebla se abría en las alturas y aparecían
algunos altos picos adornados con sus correspondientes glaciares. Las montañas
más altas aparecían con una fina capa de nieve caída la noche previa.
Apenas abandoné
el refugio de Le Monal, extraje de mi biblioteca un libro que ya me esperaba
antes de llegar a Venecia, El silencio
del mar, de Vercors. Su lectura apenas me duró dos o tres horas, pero
fueron las dos o tres horas de lectura más deliciosas de mi gira alpina. Más
que libro, librito, y bien que lo lamenté. Hay libros que son como los caminos,
imprevisibles, deliciosos, una pura insinuación de los que disfrutas palabra a
palabra, gesto a gesto, que te gustaría que no se acabaran durante días. Hoy el
camino y mi libro tenían mucho de parecido. Ambos eran sólidos y a la vez
sutiles. Muchas veces he tenido la sensación de que un bello bosque no se puede
reproducir ni hacer una buena fotografía de él. Hoy sí, hoy era posible y no sé
exactamente por qué, incluso invitaba a sacar algunas panorámicas. Pues lo
mismo con la novela, uno tiene la sensación de que hay cosas, situaciones tan
especiales, tan difíciles de aprehender que es imposible ponerlas sobre el
papel. Y dije que el libro y el bosque tenían mucho parecido, precisamente mi
librito era todo eso, esa esencia que no se sabe decir pero que un autor hasta
ahora desconocido para mí dice con una brillantez inusitada. Un mundo que habla
con una intensidad y una sencillez inédita precisamente a través de lo que no
se dice pero que el lector no sólo entiende sino que degusta con placer. Un vez
más el encuentro con el placer de la lectura.
Y bueno, no hacía
ni quince minutos que había terminado con mi libro cuando de repente me
encontré con el protagonista de Adiós
muchachos, una película de Louis Malle que había vuelto a ver recientemente
poco antes de salir de casa. Una historia de dos niños en un colegio de
religiosos ambientada durante la Segunda Guerra Mundial. Uno de ellos, judío, es
el que apareció tras la curva de mi camino. Se paró frente a mí y tímidamente
me preguntó por unas casas que había sobrepasado hacía un momento. Me quedé tan
en blanco, viéndole allí como en la película, aquí tocado con ese típico
gorrito sobre la coronilla como para dar más énfasis a su procedencia judía y a
su relación con la historia de Malle,que no supe qué responderle, me aturullé
con el francés. Uno no se encuentra además todos lo días con el personaje de
una película de lo años ochenta que ha visto recientemente. Se daba por otra
parte que el tiempo y las circunstancias de aquella película coincidían con los
de la novela que acababa de terminar.
Comí junto a un
arroyo y pensé en la posibilidad de quedarme a dormir por allí. Era pronto pero
había caminado lo suficiente ya para mi gusto. Mas caí en que tenía los pies
fríos y empapados y decidí continuar camino con la esperanza de encontrar en
Tignes Le Lac un tienda donde comprarme unas botas nuevas. Lo que finalmente
fue posible.
Tengo la puerta
de la tienda abierta y las manos se me están quedando heladas. La niebla sigue
estacionaria un poco por encima de mí vivac. Aspiro en algún momento a ver las
montañas que estoy atravesando. Espero que mañana sea posible.
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