Niza, 26 de
agosto de 2017
De unas cumbres a
otras, decía Quique, el chico de mi hija, cuando les mandé esta mañana la foto
del cuadro que encabeza este post, en el caso de hoy las obras de Chagall que
tanto impactan nada más traspasar las puertas del museo. En realidad fue una
sensación con cierto parecido a los días en que de temprano alcanzaba uno de
esos altos collados frente a los cuales me salía una exclamación de admiración
ante el espectáculo extraordinario de nuevas montañas que desperezaban en la
calina de la mañana bañadas del cálido sol de la primera hora. No es exagerar
decir que algo parecido sentí hoy ante ese puñado de grandes cuadros de motivos
bíblicos que colgaban en la primera sala, toda una maravillosa
interpretación
poética rebosante de color. Pintura como de niño sacada de una depurada
percepción poética de la
Biblia. Descender de las montañas y encontrarse frente al
universo de la cultura religiosa que buscaba la interpretación del existir del hombre
en medio de una naturaleza virgen, es como descender de los orígenes del mundo
para encontrarse con una civilización tan enamorada de su vida que por fuerza
habría de inventarse una eternidad que poco a poco fuera diversificándose en
religiones que acomodaran su corpus de creencias a los deseos más íntimos de
perennidad. De ahí, de la conjunción de ese deseo y del ansia de belleza, la
poetización de Chagall recurriendo a la visión elemental donde la sofisticación
y una técnica elaborada cede su lugar a la mirada ingenua del niño que mira
absorto la realidad a la que sus ojos y su mente, surgida de un tabula rasa, se
está abriendo.
Pero a la vez, y
junto a este mundo nuevo la llegada de lo absurdo; la creencia religiosa embarga,
emborracha al creyente, se hace fanatismo, hoy diríamos fundamentalismo; y ahí
tendríamos a Abraham, su rostro ensangrentado de dolor dispuesto a apuñalar a
su hijo Isaac.
Cristo en la
cruz, todas las ansias de eternidad transformadas en enajenación. Y basta mirar
el cuerpo joven de Isaac, los rasgos bien perfilados de una vida que la mano de
un, ¿habrá que decirlo así?, un ignorante, hijo temprano del desvarío religioso
va a segar, para comprender lejanamente que esos desvaríos religiosos ya se
habían apoderado del hombre y que así seguiría por los siglos de los siglos:
Abraham, la Inquisición ,
Juana de Arco, la caza de brujas o la estúpida dedicación de la Iglesia Católica
a acumular riqueza y poder.
Angustia la que
produce esta estampa de un padre dispuesto a acuchillar a su hijo. El rojo, en
otros cuadros de Chagall el color de la vida y del amor, se torna aquí en una
extraña asociación de contrarios, en el color de la muerte y la locura.
¿No es la pintura
de Chagall el resultado de un ejercicio de ascesis donde el artista, ausente de
sí mismo queda a disposición de profundas intuiciones que su espíritu,
impulsado por una fuerza desconocida, plasma en colores obedeciendo a leyes no
escritas que algunos artistas, como mendigos a la espera de una limosna,
reciben en su platito de aluminio como una gracia especial de iluminación cuya
procedencia desconocemos? ¿Creencias personales, intuiciones, cierto
"estado de gracia"; todos conjurados para dar a luz un pequeño tesoro
de clarividencia?
Y sí, y ahora en
el plano histórico, tan pronto como el mundo fue hecho ya tenemos ahí al Dios
mandón, Yavhé, celoso, vengativo, con la soberbia del me amarás sobre todas las
cosas, expulsando a Adán y Eva del Paraíso. Pero la religiosidad de Chagall no
las tiene todas consigo; su ángel encargado de la expulsión baja lo ojos, esa
obediencia irremediable y ciega de los perros fieles, del antidisturbios que
sigue los dictados del gobernador civil contra su voluntad. Y ese ojo
picassiano de Adán que de lado mira de frente al espectador diciendo ¿y a ti
qué te parece esto, este Dios aburrido y ególatra que expulsa de su casa a sus
hijos por desobedientes?
La cólera divina,
una vez más se ha depuesto, la alianza con el pueblo hebreo renace de la aguas
del diluvio. Un azul intenso cubre el lienzo.
Cuando uno lleva
un rato empapándose de estos lienzos y dirige la vista a alrededor, a los
visitantes del museo, por ejemplo, parece que sintiera el alivio de la presión
de un Dios terrible cuya filosofía de la vida observada en cualquier humano,
bien podría conducirle a un manicomio. Sin embargo el esplendor de los colores,
de otra manera muy diferente a Van Gogh siendo a veces los mismos, a los que se
puede atribuir, como sugieren las placas junto a los cuadros, un significado,
no necesariamente necesitan de él. Verdes, azules intensos, en ocasiones
recordando a El Greco, rojos, se aglutinan como en un inesperado crepúsculo en
combinaciones de colores a las que acaso no sea necesario, como sucede en una
sonata o sinfonía, atribuir otra significación que la acertada armonía y la
belleza intrínseca de su combinación. Notas de un pentagrama para oír y sentir
con la disposición de quien escucha un partitura de Schoenberg o Mahler.
Para terminar con
Chagall no me resisto a la idea de poner junto a uno de sus cuadros, El descenso de la cruz, que me gusta
especialmente, otro de un pintor cuyo descenso, también de la cruz, no dejo de
ver cuando paso alguna vez por el museo del Prado. Se trata del lienzo de Van
de Weyden. Dos interpretaciones de un mismo hecho que darían para dedicarles un
post.
Después de comer
y de un relajante paseo por un parque también estuve viendo la obra de Matisse
al norte de la ciudad. Matisse es otra cosa, más cerebral, más sujeto a
conceptos estéticos que nacen de una percepción de la realidad que investiga e
intenta abrir nuevas puertas a una percepción del arte más conceptual y
analítico. Aquí la fiesta de los colores se ha remansado cediendo paso a las
formas puras que a veces no están exentas en cualquier caso de algún arrebato
emocional. Me llama la atención el hecho de que Matisse se recree algunas veces
en reproducir la evolución del cuerpo femenino sin detenerse cuando la
decrepitud o la vejez ya se han adueñado de él. En cualquier modo Matisse queda
lejos de suscitar las emociones que los colores y motivos de Chagall levantan.
Para mí gusto, claro.
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