De profesión jubilado



Foto original de Antonio Cabrero Moreno


A veces me entra la curiosidad de saber cómo será/sería vivir con diez, quince años más,  cuáles serán/serían mis pensamientos, cuan grande mi cansancio, cómo andarían mi ganas de seguir viviendo. El que en los últimos años haya aumentado mi interés por los jubilados y su mundo mental es coherente con mi situación y mis años. Si leo a Tolstoi pienso en su última etapa y su visionaria percepción del mundo de entonces, ese periodo en que tras una larga carrera literaria inaugura una nueva forma de acercase a la realidad; si tropiezo con el título de una novela como la de Miguel Delibes, Diario de un jubilado, enseguida me lo echo al coleto aunque después descubra que es una ficción más y no la realidad del jubilado, Delibes, de la que yo hubiera querido saber; si se trata de alguien de mi edad a quien no conozco personalmente y con quien he quedado para conversar un rato, como fue el caso de Narciso de Dios días atrás, tiendo a interesarme por el modo en que los días discurren por su vida o por cómo los años siguen o no integrando las pasiones de la juventud, me interesa saber cómo es eso de seguir escalando después de los sesenta; si bajando en la montañas de Córcega por un complicada ladera que exige algunos breves pasos de escalada, me encuentro, como fue el caso, con dos ancianas y el marido de una de ella metidos en un berenjenal que parece no propio de la edad y que sortean lentamente y con mucha atención pero seguros, mi ánimo se solaza viéndolos y cruzando unas breves palabras de reconocimiento con ellos; si descubro en Facebook que dos veteranos de mi quinta afrontan una respetable escalada en las agujas de Ansabère con la misma normalidad con que yo casi medio siglo atrás hacía la Tonino Re o la sur del Torreón, ello me produce cierto regocijo. 

Es un gracioso encuentro con los años que cada vez aprecio con más gusto. Como con el vino, la pátina del tiempo mejora el cuerpo y el sabor de la vida. El tiempo, gran escultor, es el título de una obra de Marguerite Yourcenar que trata de poner de relieve la importancia que el tiempo y la durabilidad tienen para la conformación de la vida y el arte. El rastro que deja la erosión de los glaciares sobre el duro granito, o esas bellas formas de nuestra querida Pedriza, sin ir más lejos, bien puede convertirse por otra parte en una metáfora de cómo la vida puede ir modelando a hombres y mujeres haciendo de ellos un reducto de sosiego, acaso de sabiduría; las aristas las suavizan el viento y la lluvia; el duro granito, ofreciendo sus flancos a la intemperie y al discurrir de los años, termina adquiriendo, en un compromiso entre su dureza y el tiempo, tan bellas y arrogantes formas que, puestos a seguir el ingenuo decir del Génesis, seguro que nuestros ancestros habrían podido atribuir sus formas a algún dios artista.

Todo ese mundo que se abre ante nosotros después de sobrepasar largamente los sesenta empieza a aparecérseme en estos días como un terreno virgen a explorar en el que empezara a descubrir escondidas bellezas, un lugar en donde si antes veía decrepitud, una residencia, irremediable cúmulo de enfermedades, hoy veo posibilidades de plenitud y aliento de una vida que, disponiendo libremente de todo el tiempo del mundo, considerando su larga experiencia y las enseñanzas que los años dan, puede servirnos en bandeja manjares que nunca en otros tiempos pudimos saborear. No hace falta irse muy lejos para encontrar ejemplos, ahí tenemos a Carlos (Carlos Soria) en estos días de su supuesta ancianidad partiéndose el alma y el cuerpo por alcanzar la cumbre de Dhaulagiri, sí, aglutinando pasiones desproporcionadas a una edad en que un altísimo porcentaje de la población vegeta en residencias de ancianos. Preguntemos a Carlos cuándo antes de jubilarse pudo él soñar con momentos de plenitud tales como aquellos que siguieron a su trabajo de tapicero.

Digo posibilidades. Ese es el asunto, que ya se sabe que un día de viento a cualquiera le puede caer una teja en la cabeza y dejarlo en el sitio, si no es que te toca la lotería de un cáncer. Y es que no deja de sorprender un día tras otro esa infinita variedad de posibilidades que acaso antes hubiera creído cercenadas por la edad, imposibles para un hombre o mujer condenados a contemplar junto al paso del tiempo el advenimiento de una decrepitud que lentamente pero inexorablemente etc., pero que ahora con los ojos abiertos del caminante que observa y reflexiona, del viajero que va de una parte a otra del mundo buscando en el rostro de la gente la pasión por la vida, se me aparecen como una bendición, un regalo sobrevenido al calor de la edad. Sí, con las otras posibilidades latentes también, el reuma, el dolor de espalda, los cartílagos jodidos o los problemas con la próstata.

Se trata de algo parecido a una resurrección este descubrimiento. Cuando todavía no has cumplido los sesenta un traumatólogo va y te dice que de caminar con la mochila a la espalda nanáis, y te aconseja que a partir de ese momento te dediques a criar gamusinos y a tomar el sol en la plaza de tu pueblo. Luego el paciente va y se pasa tres meses subiendo y bajando montañas en los Alpes con el respetable peso de catorce kilos permanentemente a su espalda y la vida continúa. Fue mi caso hace década y media; si por el traumatólogo hubiera sido mejor me habría metido en una residencia "para que estuviera bien atendido". Resurrección porque descubrir más allá de las pequeñas discapacidades que puedan ir surgiendo, que de hecho surgen, que puede haber más allá, cuando te vas haciendo mayor, un espléndido mundo de libertad y disponibilidad de tiempo, que son la tierra fértil sobre la que puede crecer un inesperada vida nueva, es un regalo que acaso pobremente las generaciones anteriores pudieron disfrutar porque, primero, la calidad de vida era peor y la esperanza de vida menor, pero sobre todo porque las personas mayores parecían tener asignado un papel que les condenaba a la inactividad y a la dependencia muy prematuramente.

Considerar los años de madurez como años de plenitud está reñido con una lógica social que hace del anciano un ser indefenso y dependiente. En cualquier momento de la vida uno puede entrar en una situación de discapacidad, que naturalmente es más frecuente en gente mayor, pero nada más.

Cuando uno camina por los Alpes durante semanas y semanas y se cruza de continuo con gente muy mayor, franceses, suizos, alemanes, ingleses, entiende que en estos países existe otra cultura relacionada con la edad. También uno los encuentra en España, pero en mucha menor cantidad. Tomarse en serio la vida, considerarla como un arte e intentar vivirla en consonancia con estas ideas requiere, claro, un trabajo y un esfuerzo que no hay que perder de vista. Nadie en ningún sitio da duros a peseta. Caminar todos los días una o dos horas, hacer bicicleta, mantenerse en forma puede no ser agradable en algún momento, pero es esencial. Desde esa situación es desde donde a mí me gusta entender que la edad madura puede ser un regalo, ese único tiempo en tu vida en que realmente puedes hacer lo que te dé la gana, caminar, estudiar, crear, viajar, ponerte el mundo por montera.


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