El olor del granito




Cuánta música habrá en el cuerpo esperando, sí, una mano de nieve que venga a aventarla. Música intrascendente como el arrullo de las hojas del álamo que se agita esta tarde frente a mi ventana; como el azul ceniciento del perfil siempre ahí en la lejanía de las montañas de Gredos; este agridulce cansancio que deja una mañana de intenso trabajo en la parcela; el grato recuerdo de unas horas de conversación. 

Las hojas de las acacias han empezado a amarillear. Estaban ahí como amigas pacientes esperando mi regreso. Yo no las recordé en todo este tiempo de ausencia, ni tampoco al arce, ni a lo olmos o los cerezos, sin embargo ahí están musicando un vez más un trozo de mi tarde, amigos inseparables, candor de todas esas cosas que viven contigo y te abrigan con el calor de su presencia o el rumor de su hojas. 

Acabo de tomar un té con Victoria. Las pastas tenían un cierto sabor ritual venido acaso de una película recientemente vista de Naomi Kawase, Una pastelería en Tokio, o bien de un novela de Yasunari Kawabata. El té y el cansancio, al final de una larga siesta reparadora, han abierto los poros de mi piel y se han esparcido por mi cuerpo en forma de placentero bienestar. Entre las sensaciones que las olas de la tarde me traen en su  ininterrumpido ritmo de vaivén, ese chapoteo del agua que viene a mojar los pies con su encaje blanco, percibo un ligera envidia que sabe a granito, grandes superficies de granito sobre cuya cálida textura mis manos y pies treparon camino de una cumbre tanto años atrás. Existen hombres y mujeres cuyas manos todavía acarician sus rugosas superficies a la búsqueda de un agarre, cuyos pies tantean la existencia de la superficie adherente de un resalte donde puedan encontrar un punto de apoyo. Envidio esa danza sobre la roca, ese susurro del que se enfrenta a un paso delicado y pide cuerda. Echo de menos el piu piu de los grajos mientras la pedregosa pendiente de la Apretura se iba alejando, mi cuerpo trepando por las paredes de la Aguja Negra o la Amezúa, la fuerza y la determinación brotando del interior de una juventud recién estrenada. Idealizado pasado de aventuras que tantos añosos amantes de la montaña practican pertinaces hoy como un juego erótico que les fuera a durar hasta el fin de los tiempos. Dichosos ellos. 

Tras un largo paréntesis lejos de casa mi ánimo busca asirse a muevas realidades y cometidos. Atrás quedaron las largas jornadas de caminar y trepar por los montes, la música de los arroyos, la fatiga, el dolor de espalda, el gozo del silencio en la soledad excepcional de la montaña. Mas no atrás porque conmigo vais, mi corazón os lleva. Mas bien seguimos caminando juntos. El pasado, uña y carne con el presente, alumbra entre las hojas de los árboles de la tarde y se hace cuerpo con el presente que le busca y trata de caminar del brazo junto a él, acaso tomar una taza de té en su compañía; amigos inseparables, parte de la misma sustancia, ambos esta tarde están extrañamente silenciosos, callan mientras la brisa agita delicadamente las hojas del cercano álamo. Estos dos viejos amigos retienen por un instante el aliento, se miran en los ojos y ambos sienten una infinita dulzura que tanto viene del olor del granito de otro tiempo como del rastro que dejó en el ambiente un tallo de hinojo quebrado al paso del caminante. 



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