Regresando



Cerdeña – Barcelona, 9 de septiembre de 2017


Aquietar el espíritu frente al tránsito de los viajeros moviéndose de un lado para otro del barco, mientras Brahms...
Este permanente estar en esto y lo otro, el ruido interior que no cesa.
El mar ya ahí fuera con la sombra de una isla perdiéndose en el horizonte.

Huyo de cubierta y de la megafonía chillona, me refugio en un rincón de la nave.

Allegro apassionnato, Concierto para piano número 2. Brahms.

Los pies liberados de las botas, las sensaciones fluyendo como riachuelo que se deslizase tranquilo y apacible por un prado.
Un cacho de sol se posa lejos sobre el agua​, una cinta de luz en el tenue gris azulado de la mañana.

Regreso.

Estuve lejos de casa y ahora vuelvo. Con el cuerpo lleno de sol y el aire de los caminos dentro del alma. Regreso. Vuelvo a casa. El eterno retorno en que concluye toda aventura.

Andante. Barenboim. La música. La inercia de seguir escribiendo, diciendo. Escribo, existo. Hablo con el hombre que va conmigo. Mi niñez, un patio de Sevilla en el que crece un limonero. Don Manuel. Soria. La tierra de Alvargonzález, el otoño merodeando a los pies de peña Prieta entre Cidones y la laguna Negra.

Los Alpes y las montañas corsas se han sumergido definitivamente en el mar, sus valles hundidos en la profundidad azul, sustituidos los pájaros y los sarrios por peces abisales de diminutos ojos verdes.

Alegreto graziosso. Un horizonte tirado con tiralíneas, los ondulantes reflejos salpicando la bamboleante superficie.

Mis piernas al fin han dejado de moverse. Descansan. Es otro tiempo.

Me adormezco con un fondo de música de violín.

Gente que se mueve de un parte a otra del mundo. Los de Barcelona se van a Cerdeña y Córcega mientras estos últimos escogen Barcelona como destino. Lo llamamos turismo. Moverse, huir de la inmovilidad.

Los paseos de mi madre, aquellas tardes de ver escaparates paseo Extremadura abajo. A mi madre le encantaba ver escaparates. Yo le echaba el brazo por el hombro y mi madre, que era chiquita y de cara redondita, parecía
mi novia. Se veía en su cara que aquello le gustaba. A veces luchábamos. Me tiraba sobre la cama y me hacía cosquillas. Los padres somos una birria en comparación con las madres. Siempre fue así. Las madres acaparando el afecto de los hijos. Son unas bribonas, sí. Mi padre no dejaba de ser un extraño en el paisaje de mi infancia. Una pena.


El mar se puso desteñido y un poco insustancial. El cielo se hizo bruma color ceniza. Pequeñas olas se alejan dejando atrás su joroba de nieve.

Leo a Balzac. La búsqueda del absoluto. Un loco corriendo tras sus locuras. Cada loco con su tema. Despertar y tener una locura a mano, lo mejor que la vida puede darte. Balthazar vive de la pasión de tratar de convertir en oro un trozo de chatarra. La piedra filosofal le espera tras sus devaneos. Mientras, su mujer, Claes, vive para su loco esposo, para sus hijos. Siempre las madres. La locura y la cordura, dos extremos de la misma cosa.

Al mediodía cómo el deseo le sigue al mar tránsito, ahora el deseo de avistar tierra. Vivimos en la ola del deseo. El deseo crece, alcanza la cresta de la ola, resbala por su cerviz, se desvanece. El deseo crece, alcanza la cresta de la ola, resbala por su cerviz, se desvanece. El deseo crece, alcanza la cresta de la ola, resbala por su cerviz, se desvanece. Y así toda la vida. Y en el entreacto un viaje a través del mar. Así hasta el día de la muerte. Sin novedad en el frente, mi capitán.

El amor no es tan sólo un sentimiento, sino también un arte, escribe Balzac a propósito de dos de sus personajes. El arte como patrimonio de nuestra continuada civilización… aunque también la estupidez.


José Luís Moreno ayer me da las gracias en un comentario a este blog por mi labor pedagógica. No lo entiendo bien, pero me gusta. Uno siempre está creído, mal creído posiblemente, de que su verdad es más verdad que otras verdades, acaso, y naturalmente las canta de parecida manera a como gorjean los pájaros, cantan las ranas o maúllan lo gatos.

El día da para todo, en él cabe tomar el sol en la cubierta después de comer, cabe un temporal de arrachadas aguas arrasando el puente de proa, el horrísono, también, e ininterrumpido sonido de la megafonía, mundo de locos, que ni siquiera los tapones de cera son capaces de acallar. No falta, claro, mirar a las mujeres. En el undécimo piso de esta ciudad flotante, los viajeros observan ahora divertidos este repentino chaparrón huracanado. Un papá corre con su hijo en un carrito sujetando niño y carrito con la mano derecha mientras con la izquierda lleva de la correa a un perrito de lana que mira asustado la lluvia y el viento.


Se ha hecho tarde. He ocupado un asiento tras la cristalera de cubierta que da directamente al mar. Grandes olas obligan a caminar sobre cubierta dando bandazos de un lado para otro. A mis pies el mar se muestra agresivo, se mueve con una solemnidad que infunde temor. ¿De qué servirían con este mar los frágiles botes salvavidas que veo a mis pies cuatro o cinco pisos más abajo? En un barco ciudad como éste el mar es espectáculo. No lo sería en una nave pequeña. El temor que me infundía hace un par de años navegar en el mar de Bali en una pequeña embarcación con un mar similar no dejaba resquicio para la poesía ni para la contemplación como es el caso de hoy. Aquí el temor y el miedo de entonces se hace placer estético, reverencia por las cosas de la naturaleza. Aquí inmensidad azul inexpresable atravesando como hilachos de inquietud los pensamientos; en la montaña, más familiar a mi ánimo, como plenitud de desbordada orquestación cuando se hace tormenta y tú y tu soledad se encuentran a su merced bajo el frágil techo de una tienda en cualquier alto collado de los Alpes.

Mi cuñada Ana, de oficio artista, ha tejido una bonita alfombra para sus galgos durante el verano. Tejer y caminar… quizás tengan algo en común, le digo, eso de caminar y tejer. Sobre la urdimbre que van dejando mis pasos a través de las montañas y el mundo yo voy tejiendo mi vida y mis sensaciones. Cuando termine el tapiz, allá en el día final, quizás pueda sentarme frente a él, como hace Ana con su alfombra y, ojalá, contemplándolo, decirme: joder, que bonito me ha quedado.






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