Sobre las
crestas, al sur del refugio Prati, 4 de septiembre de 2017
La tela del techo
de mi tienda ondea como la lona de una vela. Todavía le da el sol del final de
la tarde. Me metí dentro para protegerme del viento. Los colores de la
vegetación, de las rocas son cálidos y muy fotográficos. Por levante hay un mar
de nubes panzudas y algodonosas. Han pujado toda la tarde por sobrepasar el
límite de las montañas, una atrevida cresta rocosa, pero el viento de poniente
persiste constantemente y no las deja avanzar. A lo sumo se arrastran por la
ladera pedregosa y, cuando llegan a la divisoria, se elevan formando una gran
ola que se encrespa pero que enseguida cae pesadamente sobre sí misma.
La tela del techo
de mi tienda ondea como el paño de una vela, se agita, no mucho. La que da a
poniente está llena de sol y es de un azul claro, tenue. Mis cosas están
esparcidas por la tienda sin excesivo orden. Entre todos los repollos del prado
en donde he instalado la tienda, mi espalda ha encontrado un trozo plano que la contenta. Allí donde me pare enseguida mi espalda está buscando un apoyo.
Muchas veces me olvido de ella mientras camino, pero basta que me detenga a
tomar un respiro o una cerveza en un refugio para que me pida un respaldo, o
mejor que me tumbe.
Es una tarde
fría, pero en la tienda al resguardo del viento hace un calorcito que se
agradece. Pensé escribir más tarde, incluso mirando el ondear de la tienda pensé
que en realidad no escribiría, que sería como estar sin hacer nada y pensar en
alto a través del teléfono. Hoy iba a ser un día que no podría escribir, mis
dos baterías estaban vacías, un sol esmirriado y el continuo caminar por los
bosques no habían sido capaces de cargar nada. Me dije, bueno, cogeré el boli
como en los mejores tiempos. También el movimiento de la pluma o el boli sobre
el papel tiene su gracia, es un ejercicio agradable. El inconveniente es que mi
letra no es demasiado legible y que ofrece siempre más resistencia a la lectura
que la letra impresa. Si mis post lo hiciera a mano es seguro que difícilmente
los volvería a leer. Bueno, pero no es el caso, después de la comida hubo un
buen rato de sol y las baterías se recuperaron.
La tela del techo
de mi tienda se agita, ondea suavemente. La miro y creo que es el reflejo de mi
ánimo. Dormí una apacible siesta al sol junto al refugio de Prati y cuando
desperté, el prado cercano, que estaba vacío una hora y media antes, se había
llenado de gente que se afanaba colocando tiendas o haciendo la colada. Vi
aquello como una invasión, así que cogí agua, cargué el petate y me alejé monte
arriba. Tenía una especial necesidad de contemplar en silencio la tarde. Subía
despacio, como demorando mis pasos, pensando en encontrar cuanto antes un lugar
para acampar, pero me encontré con una abrupta crestería contra la cual las
nubes bajas de levante restregaban su panzuda grisura intentando invadir toda
la ladera sin conseguirlo. Todavía tuve que trepar y destrepar durante una hora
por un terreno muy accidentado de roca clara y sólida. Después encontré ese
lugar perfecto, un collado pintado todo él de un bonito amarillo tostado.
Ahora el sol se
ocultó tras la crestería y el viento se ha calmado dejando el capricho de
alguna agitación esporádica como testimonio del lugar que ocupo. Cuando en
algún momento las nubes que cubren el valle se han abierto, he visto el mar al
fondo. Así que mañana con un poco de suerte tendré un amanecer marino. El
amanecer sobre el mar… ¡ah!
Precisamente el
amanecer, “la aurora de rosado dedos”, se me apareció esta mañana al poco de
abandonar mi vivac, como el título del post de hoy. Sí, a veces voy
tranquilamente caminando y de golpe me surge un título, una desmelenada
belleza, la vida y la muerte en el bosque… No siempre, otras veces ni siquiera
llega y tengo que poner cualquier cosa. Esta mañana comencé a caminar en el
bosque con la primera claridad, casi de noche y, después de un rato, al hacerse
la espesura menos densa, “la aurora de rosado dedos”, ese mismo instante en que
a Aquiles, el de los pies ligeros, y a su entrañable amigo Patroclo, tantas
veces en su empecinada lucha por conquistar Troya, Homero pone a currar a tan
temprana hora, mi bosque se llenó de resonancias, no sólo literarias, sino de
otros tantos amaneceres sobre el mar, la montañas o los rastrojales de
Castilla. Y de parecida manera a cómo la tela del techo de mi tienda me lleva
al mar y a las agitadas velas del barco solitario de Julio Villar en su
singladura por los océanos, el amanecer de hoy me lleva a esos instantes del
invierno, de cualquier estación del año, cuando el vagabundo, que largo rato ha
camino a oscuras o con el frontal en noches muy cerradas, se detiene sobre un
cerro, un acantilado, la arena de una playa para contemplar la irrupción, una
vez más en la vida, del sol. Hace un rato me crucé en las crestas con un par de
chicos franceses. Uno de ellos llevaba un panel solar colgado del macuto.
Cuando vio el mío, se paró, levantó los dos brazos al aire y con la expresión
más simpática del mundo y, como quien ensalza la presencia de un dios, exclamó:
¡Ah, el sol! Siempre hay un momento en que nos vemos obligados a exclamar: ¡ah,
el sol!, ¡ah, el agua!, ¡ah, la vida! Obligados porque somos desmemoriados y se
nos olvida cuánto debemos a cosas tan sencillas como el sol, el agua, la vida,
tantas cosas…
Entre la aurora
de rosado dedos y la tarde de tostados amarillos sobre el fondo de un mar de
algodonosas nubes se sucedieron los hayedos y los pinares, multitud de
riachuelos, un apacible y largo caminar por rincones de silenciosos bosques y,
también, el tránsito, como siempre los último días, de mucha gente que hace el
GR-20 en ambas direcciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario