Hayedos


 
Hayedo de Gedrez 1979

A media hora del refugio Capannelle, 3 de septiembre de 2017


“En el corazón del bosque, aislado, silencioso, escondido, bajo una bóveda enmarañada y multicolor, cuando el camino columbra una brusca ladera, rodeado de árboles menores, alfombrados sus pies por el tributo foliar del bosque entero, se erguía solitario y magnífico, su imponente majestad que todo lo resume y sintetiza: el haya; el haya madre de tronco esbelto y fornidas y amplias ramas desplegadas magníficas, poderosas sobre el follaje caótico; eje, centro, señor, padre del bosque de brazos desnudos y corazón adormecido, guardador del espíritu del valle, dispensador de complicadas armonías. El hayedo preparaba su sueño invernal en medio de una fiesta que cantaba y adormecía en las laderas más lóbregas y apartadas”. La cita corresponde a la primera novela que escribí, Las hojas se volverán ásperas. Yo, naturalmente había recorrido muchos hayedos desde mis tempranas salidas al Pirineo, pero fue cuando me destinaron como maestro a Gedrez, un pequeño pueblo de la cuenca minera del río Narcea, que descubrí realmente el esplendor de estos bosques. Los hayedos de Gedrez; allá hacia la mitad de octubre, un mes después de nuestra llegada a la escuela, a pocos metros de nuestra casa, se producía uno de los milagros más maravillosos que pueda contemplarse en la naturaleza. En aquellos días, antes de abrir la escuela y todavía con alguna estrella titilando en el cielo, salía de casa, atravesaba el pueblo, bajaba hasta el río y después me dedicaba a vagar por el hayedo con la reflex y el trípode dispuestos para recoger los primeros colores del día en mi cámara: los brezos todavía con las puntas de sus hojas goteando el rocío de la madrugada, los sutiles colores, ocres, amarillos, rojo quemados, el verde tardío de algunos arbustos, los acebos, las delicadas hojas ovaladas de los bojes.


Desde entonces, desde que recorrí los hayedos de los alrededores de Gedrez, mi especial predilección por ellos no ha hecho más que crecer. Los he recorrido en todas las estaciones y circunstancias posibles; bajo la lluvia intensa, envueltos en la niebla cuando, tal fantasmas en pena, aparecen como manchas color ceniza; al amanecer cuando algún rumoroso riachuelo se asemeja a un caramillo que quisiera despabilar a estos impávidos señores acaparadores de la luz y la vida del bosque. Y luego, por añadidura, sus suelos de color herrumbre, mórbidos como una gruesa alfombra donde las hojas acumuladas durante años fermentan y tapizan todo el paisaje.

Ahora, cada otoño dedico un par de semanas a recorrer los rincones de nuestra geografía como un pintor fotógrafo dispuesto a coleccionar lo más bello que ofrece la estación, sus árboles antes de perder las hojas. Hace un par de años un largo viaje por Oriente nos paseó por el otoño de Kirguistán, Kazajistán, China, Japón y Taiwán. Fue un carrera para atender las curiosidades del viajero y a la vez llegar a tiempo a ese instante en que, sobre todo las hayas, están en su momento más magnífico.


Bueno, es que hoy fue un día entero de recorrer hayedos. No estaban en su momento más preciado, pero fue un delicioso paseo que no esperaba. Subiendo hacia Vizzavona encontré rincones que recordaban los umbríos bosques de los países tropicales o Nueva Zelanda, pequeños espacios como joyas engastadas en la penumbra y en cuyas cercanías un caudaloso riachuelo, siguiendo las tradición milenaria de otras aguas, había esculpido sobre la roca bellas formas ovales que en algún momento me recordaron lo trabajos de Henry Moore. Sobre las aguas yacía, como quien se recrea en el agua haciendo el muerto, una bella muestra del otoño temprano que las hayas van dejando por el agua o el suelo.


Vizzavona es sólo un lugar de referencia para los caminantes. Dos o tres restaurantes, una estación de tren y poco más. A partir de allí será un continuado y suave ascenso durante cuatro horas siempre a través de hayedos que a veces compartían las laderas con los pinos. El pino laricio, aquel enorme de grandes brazos originales, que es endémico de la isla, había desaparecido para ceder su lugar al pino marítimo tan corriente en nuestras costas.



Era la hora de comer y apenas me quedaba una breve cuesta para llegar al collado, cuando a mi izquierda, por detrás de unas matas de bojes, oí cantar a una fuente. Me asomé, insólita presencia del agua cantarina que enseguida me hizo recordar aquellos versos de Juana de Ibarburu que tanto me gustaron siempre:

No me lleves, si muero, al camposanto
a flor de tierra abre mi fosa, junto al riente
alboroto divino de alguna pajarera
junto a la encantada charla de alguna fuente.

El sonido cantarín y claustral de las fuentes solitarias es una de las cosas que, como el fuego, juegan una atracción muy particular sobre mi ánimo. Siempre me relaja ese sonido como de cristal cayendo sobre mi ánimo. En casa, cuando estoy leyendo en la cabaña, a veces hago un pausa y cambio de lugar, me voy junto al estanque de los peces y allí paso también ratos largos levantando de vez en cuando la vista para mirar el chorro de la fuente origen de la música de fondo de mi lectura o echar una ojeada a las carpas rojas, que con sus movimiento aleatorio siempre nadando de un lado para otro, son como las llamas del fuego de mi chimenea.


En el refugio de Capannelle sólo paré para tomar una cerveza y comprar un par de cosas para cenar. Había mucha gente. Tuve la sensación repentina de que lo que estaba haciendo era huir. En esta ocasión junto al placer de la soledad había también unas buenas dosis de eso, de huida. En media hora estaba otra vez en terreno agreste, un camino que descendía por entre cortados rocosos buscando la cercanía del riachuelo que corría en su fondo.

El terreno era de lo menos apropiado para montar un vivac, las laderas abruptas de un hayedo lleno de cortados, pero al final, junto a un riachuelo, me pareció ver una posibilidad. Me salí del camino y sí, no sabía si entraría alguna piqueta con tanta piedra pero se podía probar. Después de que hace días me pilló la lluvia a pelo, ando prevenido. No quedó mal la tienda. Con palos y piedras logré montarla. En cualquier caso, si llueve esta noche, mejor será que tener que echarme el doble techo por encima como días atrás.















  

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