Camino de
Vizzavona, 2 de septiembre de 2017
Ha bajado la
temperatura. Pasé frío en los pies. El viento ha vapuleado la tienda toda la
noche. Fuera ha empezado a clarear. Recojo todas mis cosas escéptico, pensando
en lo que me voy a encontrar fuera. No es el sitio más apropiado para deambular
con mal tiempo. Efectivamente, cuando salgo fuera no se ve nada, todo está
envuelto en una espesa niebla. Soy un minúsculo ser viviente perdido entre los
farallones de roca que me rodean. Ni un alma. Recuerdo al neozelandés que debe
de estar también aislado en alguna parte de este universo de roca. La nada que
me envuelve me produce una profunda sensación de aislamiento. Cuando comienzo a
caminar toda mi atención se centra en no perder en ningún momento las señales
rojiblancas. Llevo encima toda la ropa de la que dispongo, incluso el gorro de
lana y los guantes. Es la segunda vez de todo el verano que visto los
pantalones largos.
El itinerario es
accidentado, nada de caminos, grandes bloques de piedra, pequeños pasos de
escalada en algún momento. Mi macuto y yo no cabemos en cierto instante por una
oquedad obligada que hay que atravesar. Más adelante una larga y gruesa cadena
sirve de ayuda para descender un diedro en donde apenas se encuentran agarres
lo que hace que literalmente baje suspendido de la cadena. En algún momento
sigo equivocadamente un rastro, las señales desaparecen. Me asomo al vacío y
descubro una señal más abajo, a un centenar de metros. Imposible bajar
directamente. Me veo obligado a rehacer mi camino hasta encontrarme con una de
las señales. Y de pronto se produce una claridad repentina y la niebla rasga su
velo, se hace menos opaco el ambiente y delante de mí aparece la silueta de una
gran aguja de granito. Esta vez mi táctica de sacar las fotos con la nariz, que
expliqué en un post anterior, no funciona. Con el frío que hace se me cae la
moca y así no hay manera. Me veo obligado a quitarme rápidamente los guantes
para hacer algunas tomas antes de que la niebla lo vuelva a cubrir todo. Luego
se descubren parte de los lagos que aparecen lóbregos y como cosa de un mundo
no real, sus aguas negras, las paredes oscuras que le rodean, la niebla
cerrándose y abriéndose sobre él, le dan un aspecto fantasmagórico. Vuelve la
niebla y la oscuridad pero unos minutos después vuelve a dejar al descubierto
parte de las cumbres de enfrente que aparecen iluminadas por el primer sol de
la mañana.
Llevaba caminando
cerca de una hora cuando sentí ruido a mis espaldas. Era el amigo neozelandés.
Nos contamos cómo ha sido nuestra respectiva noche. Él había encontrado una
especie de cueva y allí hizo noche. Me pregunta si no tuve problemas con la
tienda a consecuencia del viento. Ayer le había visto caminar en sandalias y
sin calcetines y supuse que usaría además otro calzado. Pues no, allí estaba
abrigado hasta las orejas como yo, pero con lo pies desnudos dentro de unas
rústicas sandalias. Le contemplo por un momento y me sale decirle que qué
recios calcetines lleva. Mi inglés es tan malo que no me entiende, le repito “socks”,
al mismo tiempo que le muestro uno de mis calcetines. Y el tío va y me contesta
que en realidad no hace mucho frío. A mí, que un poco de fresco ya me deja los
pies helados. Siendo adolescente, en mi primera salida con Emiliano de Diego a
Guadarrama, quedamos atrapados por la nieve y nos perdimos. Vagamos toda la
noche con nieve hasta por encima de la rodilla y en algún momento caímos en un
riachuelo. Nos amaneció en el monte. Pudimos contarlo, pero en las manos
tuvimos principio de congelación. Desde entonces mis pies se hicieron muy
sensibles. Es la parte del cuerpo que primero acusa una bajada de temperatura.
El neozelandés, Andrew, se llama, no tendrá nunca un problema similar, sus pies
deben de tener la consistencia de la epidermis de un elefante. Le he visto ya
caminar delante de mí varias veces y a sus pies no parecen llegar ni las
piedras ni las chinas que a todo el mundo terminan metiéndoseles en las botas,
ni el frío ni el calor. Chapeau, igualito que esos paisanos y paisanas de los
Andes o el Nepal que uno ve cargados como burros llevando en sus pies o nada o
unas de esas chanclas que se usan en la playa.
La gente madruga
mogollón. Yo, que me creía en el fin del mundo rodeado de la niebla, tuve que
rendirme a la evidencia de que pese a las dificultades del trayecto aquello era
la gran vía de las alturas de Córcega. Con no menos de diez personas me crucé o
me adelantaron a esa hora tan temprana, lo que suponía que tendrían que haber
salido de sus respectivos puntos de partida muy entrada la noche. Eso, o lo que
también es muy probable, que todos hubieran vivaqueado en las cercanías como
yo.
Se alcanza una
estrecha brecha, podría decir que estoy algo así como entre el Perro que Fuma y
los Hermanitos de Gredos, después se crestea un buen rato y al fin se emprende
un largo ascenso en diagonal hasta un ancho collado. Allí me da los buenos días
una moza solitaria en pantalón corto y con aspecto de haber vivido todos los
años de su vida en estas montañas. La perdería de vista en unos minutos. Al
poco de dejar el collado atrás se divisaría el refugio de Pietra Plana muy al
fondo cubierto por un techo de nubes.
No he hablado
hasta ahora de estos refugios, refugios por llamarlos de alguna manera. Son
unos habitáculos tan pobres y destartalados que apenas merecen ese nombre si
nos atenemos a los estándares de Alpes o Pirineos, por ejemplo. Lugares donde
el mayor lujo puede ser tomarte un café o una cerveza, cuando la hay. Suelen
vender cuatro cosas, en casi todos ellos lo mismo. Si tienes suerte en alguno
te pueden preparar una sopa o unos espaguetis. Son construcciones endebles y
oscuras donde los responsables deben de tener cierta vocación de eremita. Los
alrededores suelen ser pedregales inhabitables en donde se han habilitado
pequeños espacios para instalar tiendas, todas de Decatlón, aquello parece un
anuncio. Si tienes suerte podrías cargar tu teléfono, pero es raro; cuando este
servicio está disponible es obviamente de pago. En el de Pietra Plana donde
desayuné hoy, el macuto, lloviera o no, debías dejarlo fuera. Así que desde
hace ya un tiempo mi menú no puede ser más reiterativo: un salchichón, queso,
pan de molde cuando lo encuentras, chocolate, unas pastas del lugar, algunas
barritas de cereales. Hoy, suerte, pude tomar un café con leche y comprar un
frasquito de paté.
El valle, muy
accidentado en su primer tramo, se hace agradable y lugar de paseo entre los
pinos a cuyos pies los helechos visten un bonito color tostado que armoniza muy
bien con el tono serio y enderezado de los pinos. De tanto en tanto el color de
la tierra del sendero, los helechos, los pinos, me hacen parar para sacar una
nueva fotografía, siempre muy parecida a la anterior, pero…
Tengo que ahuecar
el ala, se esta poniendo en llover. Había parado junto a la pasarela que lleva
un valle arriba a la derecha al refugio L’Onda, con intención de aprovechar un
poco de sol para cargar mis baterías, pero no hay manera, se ha puesto a llover
se nuevo. Hoy voy a hacer una variante más adecuada al tiempo desagradable que
hace. Seguiré valle abajo y retomaré el GR-20 en el pueblo de Vizzavona mañana
por la mañana. A ver si mientras tanto mejora. Los caminos de esta isla con mal
tiempo no son un plato de gusto. Ahora el viento ameniza también la tarde,
ulula entre las ramas de los pinos, se calma repentinamente, vuelve envuelto en
la lluvia.
Más abajo
encontraré un rinconcito muy coqueto para mi tienda y mientras atardecer pasaré
un rato junto al río, rumoroso y solitario en esta parte del valle.
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