Garganta de
Caballeros, 30 de septiembre de 2017
"Te amo", repite el viento
a todo cuanto hace
vivir.
El remoloneo esta
mañana en la cama de mi chozacar fue muy relajante. El sol estaba discretamente
alto cuando decidí abrir los ojos e incorporarme. Los cristales tintados del
habitáculo daban una idea falsa de la mañana, que era mucho más luminosa y
acogedora de lo que yo había observado desde mi duermevela. Bajé a Barco de
Ávila a hacer algunas compras y después elegí uno de los valles, el de Garganta
de los Caballeros, como nuevo punto de partida para la excursión del día
siguiente. De camino algunos árboles otoñaban rabiosamente ya con una rubia y
hermosa pelambrera. Me refugié en un robledal a pasar el resto del día.
“La
insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros
en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no se la quiere
ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias. Se
necesita con frecuencia mucho valor para reconocerla en condiciones tan
dramáticas y para llamarla por su nombre. Pero no se trata tan sólo de
reconocerla, hay que amar la insignificancia.”
Son palabras puestas
por Kundera en boca de uno de los personajes de su novela La fiesta de la insignificancia. No estoy seguro de si se trata
simplemente de una concesión literaria o si realmente es algo que el novelista
asume como cierto. En cualquier caso fue una sorpresa encontrarme con una clase
de loa tan poco frecuente, precisamente una condición que se suele usar en su
acepción negativa cuando se refiere a personas. En una sociedad donde el
prestigio, la fama, el buen nombre y la consideración elogiosa por parte de los
demás trae a unos y otros loquitos por ser todo menos insignificantes, por
fuerza la idea de que alguien la elogie tiene que llamar no poco la atención,
más cuando en psicología se acepta que la necesidad del respaldo del grupo y
ser protagonista en el mismo están a la cabeza del anhelo de la generalidad de
las personas.
Pues acaso sea la
brisa y la lluvia de bellotas que continuamente caen sobre mi chozacar, quién
lo sabe, o la paz que se respira en este robledal lo que me hace pensar que
acaso no esté descaminado Kundera en ese entusiasmo con que elogia los valores
de la insignificancia. Desde luego es un autor cuyas poco corrientes
investigaciones, lo último que leí de él fueron La lentitud y El libro de los
amores ridículos, invitan a pensar que su trabajo literario es más bien una
especie de investigación de su propio mundo interior, lo que sería a su vez muy
coherente con esa otra pulsión universal que nos empuja a intentar comprender
la realidad, y entre ellas esencialmente la realidad personal. Comprender qué
es uno, como funciona esa cosa que llamamos yo, puede ser tanto un acto de amor
a uno mismo, como un atractivo y apasionante juego en donde no existe el jaque
mate pero en el que se pueden librar interesantísimas batallas de acoso y
defensa que, aparte de su belleza estética, pueden deleitarnos con el
descubrimiento de un yo contradictorio del que tanto se puede decir que ama su
insignificancia como que la detesta.
Poder descubrir
que aparte de apreciar la aprobación de la gente que te rodea, también puedes
gustar de la distancia, de cierta rareza que te hace algo diferente a los otros,
poder aceptar que la insignificancia, por oposición a la relevancia, puede
regalarte un recoleto espacio personal más allá de los ires y venires de la
colectividad y su significación social, saber que no eres apenas nada en ese
cosmos que va desde tus vecinos hasta las galaxias más lejanas, todo ese tipo
de apreciaciones, aparte de lo réditos que la humildad pueda regalar, acaso en
definitiva no sea otra cosa que eso que parte de la sabiduría milenaria del Tao
cuando invita a vivir en armonía con la tensión dialéctica de los contrarios.
Reconocerse,
además, insignificante te libera de responsabilidades; no vales un pimiento,
ergo, no me tomes en consideración, déjame vivir, déjame ser una brizna de
brisa entre las ramas de los árboles, el ribete de una ola sobre la arena de la
playa. Quizás así se entienda mejor ese “hay que amar la insignificancia” de
Kundera.
Estaba
escribiendo estas líneas cuando me llegó un comentario de Pepe, naturalmente Donpepe,
al post que redacté ayer, en el que hace alusión a la belleza de esta zona, que
recordaba haberla recorrido en solitario en invierno y verano; hablaba también
de cierto día en que se despertó en una cima frente a la Covacha rodeado de medio
centenar de cabras montesas. No sé si la nueva guía de David de Esteban Resino
recoge estos apartado rincones de la sierra o si existe alguna publicación con
propuesta de itinerarios, algo que sin lugar se merece Gredos y, por supuesto
sin olvidar la parte sur de la sierra, otro reino del que disfrutar en soledad…
y en desnivel, esos dos mil metros que separan la comarca de la Vera de las cumbres más
prominentes de la Sierra.
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