Choza-refugio de
Garganta de Caballeros, 1 de octubre de 2017
En lo alto Orión,
de piernas abiertas, la espada al cinto y sus canes en los flancos, me mostraba
el camino. A mi izquierda, Venus, brillante como un deseo imposible, se posaba
delicadamente sobre la Cuerda
de la Cabeza a
punto de desaparecer. A la derecha, al otro lado del valle, las luces de
Navalguijo. A mi espalda, Navalonguilla hacía un rato que había desaparecido en
un cambio de rasante. Los cencerros, el mugido de una vaca a lo lejos.
Amaneció en lo
alto, atravesando los campos de brezales que no abandonaría hasta que los hitos
empezaran a escalar la pendiente rocosa que se elevaba hacia una pronunciada
pirámide que se erguía arriba arrogante en el límite con
el cielo. El cauce seco por donde discurría la ruta lo ocupaban grandes rocas
romas. Después vino una larga y estrecha canal costeada a un lado y otro por
altas paredes de granito. Cuando se sale de la canal, muy arriba, los mojones
apuntan directamente por una pendiente cruzada por inclinadas llambrías. Desde
el collado del Cancho las grandes superficies de retamas ya me hacen pensar en
lo peor. Las evito en lo posible por las pedreras de la pendiente que da al
valle. Ciento cincuenta metros de grandes bloques en donde hay que hacer algún
paso gimnástico me dejan en la cumbre del Cancho. Cinco horas de ascensión. Al
este la cretense del Circo, serrada y prometedora; por poniente, las cumbres
que visité días atrás: La
Covacha , La
Azagaya y El Juraco.
Traía en mente el
proyecto de seguir toda la sierra hasta la altura de la laguna de Caballeros,
pero ese inmenso tapiz de retamas que lo
cubre todo me hace desistir. Probaría pasar a la Garganta de Caballeros
siguiendo una cordal a mi derecha. Evité lo que pude las retamas, pero terminé
metiéndome en ellas hasta la cabeza. Bastante abajo ya mi pierna se hundió
inesperadamente en un agujero hasta el muslo y mi pie derecho gritó de dolor.
Esperé unos segundos, el tiempo para saber si se había roto algo. Saqué la pierna
despacio del agujero con el mimo de quien está tirando de un bien muy preciado
y teme que la cuerda se rompa. Cojeando,
pero instintivamente consciente de que debía apurar antes de que se me enfriara
el pie, continué bajando, aunque era imposible no hacerlo al modo de quien pisa
huevos. Me quedaban todavía muchas retamas que atravesar antes de llegar al
camino. Paciencia y ojo, no había otra.
La fijación que
tengo yo con las chozas no sé si en algún momento me va a llevar a construir
una de verdad en nuestra parcela. En mi mapa, en esta parte de la garganta de
Caballeros aparecía una indicación de refugio, todas estas gargantas están
servidas con más de uno, habitáculos sencillos pero limpios y acogedores que al
caminante le parecen una bendición, y ya me estaba extrañando no encontrarlo
cuando me topé con él delante de mis narices. Refugio-choza de piedra, coqueto,
pequeño, a imitación de los antiguos chozos de los pastores. Circular a la
manera de los iglús, con el sistema de aislamiento contra el agua escondido
bajo un tejado de retamas y con una pequeña ventana de pvc también debidamente
camuflada con imitación a roble. Una superficie de madera a un lado que hace
las veces de mesa, asiento y cama y una pequeña y hermética puerta de hierro; eso es todo.
Mi afición por
las cabañas viene de lejos. Quizás la primera de la que guardo memoria es una
que había, no sé si todavía existe, subiendo a Cinco Lagunas en la garganta del
Pinar. Siempre me parecieron la expresión más significativa de una vida
sencilla. Está aquella famosa cabaña que construyera David Thoreau junto al
lago Walden con sus propias manos valiéndose de un hacha que le habían
prestado. Están las cabañas de los pioneros de Alaska y del río Mackenzie cuyos
libros de aventuras, cazadores y tramperos todos ellos, yo devoré desde muy
temprano. Estas cosas siempre dejan por los rincones de la conciencia señales e
interrogantes que cuando nos hacemos adultos a veces resucitan mimetizadas bajo
formas muy diversas pero cuyas raíces un ojo avizor sabe descubrir en las
tempranas experiencias y lecturas de la niñez y la adolescencia. Ese tipo de
vivencias de las que hablaba el otro día cuando pasaba los veranos viviendo en
la tienda de campaña junto al río Alberche y que más tarde resucitan en fogosa
afición por las cosas de la naturaleza.
Por demás quizás
haya algún gen que transmite este tipo de aficiones 😊 porque se
da la curiosidad de que mi hijo pequeño, Mario, por Mario el Cabrero se le
conoce en el entorno de Valdemanco y La Cabrera , después de obtener su licenciatura y
viajar a la India
y trabajar una temporada con enfermos terminales en la institución Madre Teresa
de Calcuta, es decir, después de meditar largamente qué iba a hacer con su
vida, lo que resultó fue la idea de construirse una choza donde vivir. Allí, en
las cercanías del collado de Medio Celemín se construyó una choza con alpacas
de paja y barro con un gran ventanal que daba al valle. El costo de su casa
choza anduvo por los doscientos cincuenta euros. Después vinieron las cabras,
una huerta y alguna que otra locura más. Yo mismo trabajé en ella y construí un
bonito y práctico horno en forma de iglú con barro, paja, excrementos de
caballo y ladrillos.
Mario en su choza de la sierra junto a Medio Celemín |
Así que lo mismo
tanto Mario como yo llevamos en nuestro ADN algún gen de un lejano ancestro
nómada habitante de las chozas o las cuevas. De hecho me siento extrañamente a
gusto esta tarde mientras escribo estas líneas en el interior de la choza de la
garganta de Caballeros. Extrañamente a gusto porque acaso estoy conectando
espiritual e íntimamente con esa parte de mi yo que tiende al primitivismo.
Decía Stevenson en Los mares del Sur, un
libro que narra las andanzas del autor por aquellas tierras, de uno de sus
contertulios más preciados de aquellas islas, que era un salvaje que leía. Así
me siento yo muchas veces, un salvaje que lee. Quizás algún día descubramos que
esa aparente idiosincrasia personal de la que tanto se ufanan algunos, nos
podemos ufanar (joder, que mal suena el verbo), no sea otra cosa en gran parte
que la herencia de algún lejano australopitecus.
(Eso si no somos
descendientes de alguna mala bestia que puede estar ingiriendo en nuestra
actividad con lo peor de lo peor de su naturaleza; piensen ustedes en esa gente
de Huelva que, al paso de la guardia civil camino de Cataluña, gritaba el otro
di aquel “¡a por ellos, oé!”; un ejemplo notabilísimo de esta hipótesis. Por
cierto, que leyendo el otro día a Ernesto Laclau, La razón populista, me encontré con algo que ilustra perfectamente
esto que sucedió en Huelva. “Las multitudes tienen el efecto de disminuir la
inteligencia promedio de sus miembros, como resultado de la intervención de las
mentes inferiores que son las que establecen el nivel al cual todos deben
someterse.”)
Terminé llegando
a la choza refugio. Eran cerca de las cinco de la tarde y tal como llevaba el
pie se me haría de noche por el camino. Hoy había previsto la posibilidad de
vivaquear por el camino, así que decidí quedarme a pasar la noche en la choza.
Hoy sería uno de lo pocos españoles que no sabría nada sobre lo sucedido
durante el día en Cataluña. De hecho no me acordé de ello hasta pocos minutos
antes de llegar aquí.
Mi pie está
inflamado y rígido pero, con cuidado, algo lo puedo mover. Mañana me tocará
descender despacio despacio el valle, nada más.
Ah, mi choza. Qué
paz, qué maravilla este universo de silencio. Terminando este cuento la luna ha
venido de visita, ha dicho hola y ha dejado sobre el suelo su cola de novia de
recuerdo.
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