¡No disparen! ¡Peregrino en el camino! ¡No disparen!


 

Alvaiazere, 18 de febrero de 2018 
Etapa Tomar – Alvaiazere

Los gañidos de los gatos bajo la ventana de mi habitación no me han dejado pegar ojo en toda la noche; sus ayes a caballo entre los gritos de un parto y la posibilidad de que les diera un patatús en cualquier momento traspasan mis tapones de cera sin piedad. Imposible saber cómo los cuerpos de una pareja de gatos podían resistir aquella terrible fornicia sin caer exhaustos. De momento la cosa parecía remitir, se producía un breve silencio, o acaso yo me dormía mientras tanto creyendo estar despierto, pero momentos después ya estaban los mininos otra vez en pleno apogeo. Ni los camellos en pleno desierto mauritano, que también son muy escandalosos y gañen dulcemente aunque con voz de barítono durante toda la noche, les llegaban a la altura de los zapatos a estos gatos, que ya puestos a considerarlo despacio lo mismo se trataba de una o dos docenas de ellos puestos por turnos bajo mi ventana o sobre el tejado para hacerle la puñeta al cuerpo de este cansado peregrino.

Por cierto, que en el hotel me encontré con el peregrino italiano con que había coincidido dos días atrás en la Casa de la Misericordia de Santarem, y que presentaba el aspecto tan lozano y descansado de aquellos que hacen el Camino de Santiago en taxi o autobús. Se estaba bebiendo el solito una botella de un litro de cerveza mientras en una sartén se hacían unas setas con jamón. Me elogió el lugar como un sitio turístico de primer orden, que no te puedes perder ver la Iglesia tal, el museo cual, el barrio junto al río. Parecía una guía turística. Me volvió a repetir aquello de pazzo, estás loco. Menos mal que me invitó a un vaso de cerveza.


Las calles de Tomar, bañadas en la miel de un alumbrado público que vestía todo de ámbar, bajaban hacia las aguas silenciosas del río Nabao. Mi camino cruzaba su puente de piedra y después atravesaba por calles anchas buscando la salida de la ciudad. Un ruiseñor cantaba sus romazas de amor solitario en las ramas de un plátano. Más arriba una pareja, él en manga corta con un frío que pelaba, apoyada la frente en un gesto de dolor, dolor del alma,  contra la fachada de una casa, ella poniéndole cariñosamente a su espalda la mano sobre el hombro y susurrando palabras de sosiego. Estampa para conmover ya tan temprano al peregrino que opinó siempre que sólo hay en la vida un puñado de cosas importantes capaces de conmovernos. Les dejé a mí espalda recordando a una mujer joven que un día lloraba sola amargamente en un rincón del autobús que nos llevaba del aeropuerto de Praga a la ciudad. Esos males del corazón que algún día abruman a cualquier hijo de vecino, un naufragio amoroso, un fallecimiento, la enfermedad grave de un hijo.
En las afueras huele a las calles de los pueblos de Galicia  y Asturias de los años setenta. El olor del carbón, con que se preparaba el desayuno, subiendo por las chimeneas y derramándose por tejados y calles. Una línea de tenue luz se levantaba tímida sobre el horizonte de levante. Los gallos, el golpetear de mis botas sobre la calzada, el rumor del río bajo las arcadas de un puente. Todas esas cosas había en la noche en el primer tramo de mi jornada de hoy. Más adelante estará el campo poco a poco aclarando entre las hileras de los álamos, los bosquecillos de encinas, de nuevo el río a mi izquierda todavía oscuro y adusto acompañado por el canto multitudinario de los pájaros.
Pero algo turbó la paz de la mañana poco más adelante. Metido en un apretado de encinas y carrascas empecé a oír tiros de escopeta no demasiado lejanos. Se distinguían malamente, todavía en la semioscuridad, las formas del mundo. Recordé enseguida mi paso por la sierra de Grazalema un año que hacia el GR-7. Una hora parecida a ésta en que el eco de los disparos retumbaba por un intrincado bosque. Creo que no se puede disparar una escopeta antes de la salida del sol; pero era lo mismo, entonces los montes los cubría además una ligera niebla. Los cazadores son una especie muy particular. En las cercanías de mí casa hay que llamar a la guardia civil para que les explique que tienen que respetar las horas y las distancias.
Aquí los tiros empezaron a sonar cada vez más. Realmente no sabía bien qué hacer. Días atrás habíamos subido al pico de la Miel en La Cabrera y unos compañeros que bajaban por la ruta norte se habían tropezado también con los disparos y con un gran rastro de sangre, probablemente de algún jabalí herido. El bosque no tenía más senda que la que yo recorría y era bastante impenetrable. Empecé a gritar a espacios regulares. ¡Atención peregrino! ¡No disparen! Pero mis pasos me llevaban cara vez más cerca del retumbar de los tiros. Ya no pude parar, chilaba de continuo: ¡Peregrino, no disparen! ¡Peregrino en el camino! Cuando oí voces ya no paré con mis gritos de advertencia. No podía hacer otra cosa. Joder, si se les escapa un tiro y confunden mi trasero con el culo de un jabalí. Eso si no se escapa uno de verdad y me deja frito en mitad del camino.
Al fin, tras una curva, descubro varios todoterrenos aparcados en un claro. A cien metros a la derecha por fin diviso a un cazador. Imposible entenderse. Me resigno, me digo: paciencia, cosas del camino. En casa, que acostumbraba a caminar al final de la noche, tenía problemas similares. Nunca pensé que a las cinco y media de la mañana en invierno me iba a encontrar a alguien por ahí. Pues si, una madrugada caminaba a esa hora cuando de repente apareció detrás de mí un coche. Era un vecino que conocía. Llevaban varias semanas persiguiendo a una zorra que se comía los huevos de las perdices y cada mañana embozados en la oscuridad esperaban durante horas a que apareciera por alguno de los escondrijos que ya conocían. No volví a caminar tranquilo por la zona. Cada vez que me acercaba al lugar tenía que liarme a gritos para hacer palpable mi presencia.
Un poco antes de entrar en Casais me tropiezo con un joven peregrino de aspecto confuso y desaliñado cargado con un macuto que parece un colgadero de la ropa. Camina en dirección opuesta a la mía. Es polaco. Quiero entenderle que ha estado en Fátima y que va hacia Santiago. Le digo que camina en dirección opuesta, pero parece no entender. Nos despedimos. Más adelante encuentro un pequeño bar donde paro a descansar y a tomar un café con leche. De vuelta al camino hace un agradable sol de invierno. Es domingo, las campanas de la iglesia tocan a misa.
Media hora más tarde, en una curva del sendero, vuelvo a encontrarme otra vez de frente al peregrino polaco, esta vez sin mochila. Su gesto es ofuscado y amenazante. Me pregunta de inmediato si he visto su cartera, My wallet, my wallet, repite como un disco rallado. Observo enseguida que en lleva una navaja en su mano derecha. Cuando le digo que no la he visto, me increpa y hace señas de querer ver lo que llevo en los bolsillos. Le miro como quien mira a un loco o a un asaltante de caminos. Entonces señalo su mano derecha y la navaja pero no me escucha. Cojo inmediatamente el teléfono y le increpo: si no te vas inmediatamente lejos de aquí llamo a la policía. El nombrar a la policía dio resultado. Se alejó carretera arriba mirando aquí y allá entre las hierbas del arcén. No estaba seguro de dónde colocar a este individuo, asaltante de caminos, peregrino sin fondos que realmente ha perdido su poco dinero y su documentación. Lo que más llamaba mi atención era esa navaja en su mano derecha. ¿Qué pretendía hacer con ella? En las afueras de Ronda, haciendo el GR-7 se abalanzó uno sobre mí con un destornillador en la mano dispuesto a enterrarlo en mi tripa. Necesitaba dinero a toda costa. Cuando terminé convenciéndole de que no iba a sacar dinero de mí y de que estaba haciendo una tontería, se me puso a pensar llorar contándome un melodrama con su mujer. Me dio tanta pena que termine dándole 20 euros.
No las tenía todas conmigo, de todos modos era un lugar solitario y cualquier loco puede hacer una tontería. De vez en cuando me daba la vuelta para ver si no me seguía. Terminé buscando el teléfono de la Policía más cercana y dejando redactado en portugués un mensaje de auxilio por si acaso.
Ahora, descansando en un pequeño collado rodeado de encinas, eucaliptos y pinos, bebo largos sorbos de leche y leo el email que me llegó esta mañana de mi amiga desconocida que me cuenta su experiencia con una mujer de Munich en una estación en la que frente a ellas había estacionado un tren que transportaba ganado. Hace 40 años, le decía la señora, corría por entonces el año 83, viví esta misma situación, pero entonces a través de la ventanilla se veían caras aterrorizadas. Nuria le preguntó si no se había planteado nada y si realmente no sabían lo que ocurría. Le dijo lo que era de esperar, que no habían querido saber nada.

Me amiga desconocida me dice que en realidad ella no es de Levante ni de Valencia, quizás le pase lo que al personaje de Luís Sepúlveda en Patagonia, que afirmaba que uno es de donde está a gusto. Además, le contesté, que de alguna manera la tendré que llamar y ubicar. Le decía que mis nulos conocimientos sobre su persona, por algo es mi amiga desconocida, me obligan a un ejercicio funambulesco en el trato que acaso no esté exento de una agradable diversión.

Carlos Fuentes, le añadía, en Los años con Laura Díaz, hace un excelente ejercicio en torno a este tema; ese misterio que Laura Díaz cuida con tanto mimo respecto a su persona hasta más allá de la mitad de la novela es seguramente el principal aliciente de la historia. El misterio sobre ella se convierte en el epicentro del relato. No hay que matar la curiosidad de nuestra innata humanidad.


Estaba incorporándome para continuar mi camino cuando, date, tras el rasante de tierra vi aparecer al peregrino polaco, serio y como circunstanciado. ¿Has encontrado tu cartera?, le pregunté. Su respuesta fue un seco sí, que no trató de endulzar con una sonrisa de disculpa. Espero no volver a encontrármelo en el camino.
Me decía ayer Paco, el amigo de Hoyos del Espino, a raíz de este cansancio que me obliga a parar con más frecuencia de lo que yo quisiera, que Carlos Soria le había comentado alguna vez que a esta edad no se puede dejar de entrenar ni un solo día si uno quiere conservarse en forma. Todos, todos los días, insistía Carlos. Olé por Carlos. Yo no soy tan constante, de ahí que ahora pague muy caras estas últimas etapas de más de treinta kilómetros. Por cierto, que Paco me dice también que en estos días vuela con su compañera Teresa a Islandia para ver la aurora boreal. Bonitos caprichos los que se pegan mis amigos.
Hoy no hay pueblo por medio donde pueda comer, así que me buscaré un prado y haré mi siesta al sol. Eso me dejará descansado para cubrir lo últimos ocho kilómetros hasta Alvaiazere.

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2 comentarios:

Paci dijo...

Cazadores y polacos, mal asunto, este camino no te está resultando aburrido y espero que más adelante no te encuentres con el bandido Fendetestas y la santa compaña.
Las auroras boreales son como las ascensiones en la montaña, algunas veces, las menos consigues verlas o hacerlas y otras no. Las he visto en Alaska y en Noruega, sin proponérmelo, pero esta vez Islandia es como indica su nombre, tierra de hielo, dos días nevando y de auroras nada, si esta noche no despeja, otra vez será.

Alberto dijo...

Bueno, pues que el viqje no sea vano y haya aurora. Cierro los ojos e intento imaginarme solo en un lugar apartado de Islandia con un pausaje similar...