Una pausa en el camino: Coimbra


 

Coimbra, 21 de febrero de 2018 
Etapa: Cernache – Coimbra

Esta mañana un rato de sol entraba por mi ventana cuando me desperté. Me pareció estar en un mundo diferente al de estos días pasados. El  día se había tragado mi noche, el canto de los pájaros en los árboles, el susurro del viento entre la oscuridad de los cañaverales. Vamos, que no era mi mañana y que me sentía raro bajo las mantas haciendo pereza y viendo la línea del sol bajar lentamente por el enjalbegado de la pared de enfrente. Yo en la cama como un enfermo disculpado de ir al trabajo que no acierta muy bien a saber en qué empleará este día de asueto.

Me duché y me cambié de ropa. Coimbra me quedaba a menos de tres horas de camino y esperaba encontrar una lavandería. Quizás tuviera tiempo para hacer un poco turismo. Un agradable sol de invierno baña las calles de Cernache. Desde ayer leo de manera diferente a Pessoa. La saña y el desprecio, llamándoles incluso basura, que expresaba en un párrafo contra unos obreros en huelga que se manifestaban en las calles de Lisboa, me autorizaban ayer a tratar a la eminencia literaria de este país de cretino. Lamentablemente ya me veía a Pessoa del brazo de ese otro buen escritor que es Vargas Llosa, ambos compartiendo la misma miseria moral de aquellos que observan los problemas sociales y laborales, y a aquellos que lo sufren, con el desprecio aristocrático del engreimiento de su verbo. Vargas Llosa haciendo causa común en sus artículos con la derecha más rancia del país fustigando con su escritura cualquier asomo de política social que pueda salir del seno de la izquierda, Pessoa, solitario, hostil, encerrado en su caja de cristal, como San Jorge luchando con los dragones arreando mamporros aquí y allá contra manifestantes y obreros. Si bien el peso de la amargura de este último, vida solitaria y huérfana, de madre cuando tenía un año y de padre que no se ocupaba de él, a los siete, hombre sin otra vida que su ir de casa al trabajo, podría exonerarle algo de la fuerza de su bilis, no lo hace sin embargo para el escritor peruano convertido, después de su paso por las altas esferas de la política del PP a última hora, en un petimetre objeto del interés de las revistas del corazón.

Al yo yo, siempre yo de Pessoa, pese a su desprecio por los demás al menos le es capaz de saltársele las lágrimas cuando el recadero de la empresa busca trabajo en otro lado. Leer a Pessoa hoy es un acto de compasión, le oigo justificar su impotencia, el rechazo de los otros con la altanería de la zorra de la fábula de Esopo, que no pudiendo alcanzar las uvas de puro altas para ella, se marcha murmurando el las uvas están verdes. Las carencias de afecto de Pessoa, su introspección, su timidez le enclaustran en las cuatro paredes de la escritura y es desde ahí desde donde su dolor se manifiesta intentando decir del mundo, del amor, de tantas cosas sólo lo que para él es una espada clavada en su pecho. Pessoa me recuerda muchas veces a esos sacerdotes que en confesión aconsejan a personas casadas o a adolescentes sobre temas de sexo. Todo un desvarío.

El respeto por la letra impresa y por lo autores que la generalidad considera nos traiciona, nos hace creer en verdades que, por su autoridad aceptada, tiene cierta capacidad de imponernos; eso hasta el momento en que tras leer una barbaridad despertamos y caemos en que al individuo que escribe no se le debe conceder confianza más allá de lo que su cordura aconseja. Y sin embargo esas cosas bonitas que escribe: “Juego con mis sensaciones como una princesa llena de tedio con sus grandes gatos prontos y crueles…”

Y me da pena de Pessoa porque creo que si a él hubiera llegado el flechazo de Cupido, ah, que otro gallo le hubiera cantado. Y pienso en Machado que confiesa en una carta a Juan Ramón Jiménez que estuvo a punto de matarse de un tiro tras la muerte de su joven esposa de catorce años.. Ya lo escribió una vez Bucay, si estas jodido búscate un amante y verás como todos tus males se te pasan.


Mientras la máquina de la lavandería hace su trabajo, como en un restaurante de las afueras de Coimbra. Una sopa de verduras, un gran y riquísimo entrecot con arroz, un platillo de aceitunas, una ensalada, medio litro de cerveza y un café. Todo por ocho euros. Con toda mi ropa limpia y seca bajo hasta el río Mondego. La ciudad tiene un aspecto magnífico desde el puente de piedra. Un concurrido turismo ocupa las calles peatonales. Mi hotel está junto al río.


He mirado en la Lonely Planet y sólo voy a acercarme a ver el Mosteiro de Santa Cruz. Esta aquí al lado. Un jeroglífico de estrechas calles peatonales se cruzan y enredan en el centro de la ciudad. La plaza frente a la iglesia está concurrida y llena de sol. En el templo algunos devotos rezan de hinojos con la cabeza gacha. Tres señoras mayores de negro esperan su turno frente al confesionario. Me come la curiosidad pensando qué clase de pecados pueden confesar estas mujeres de aspecto tan triste y compungido. ¡Qué espectáculo ofrecen todavía alguno de esos mohosos rincones de la vieja religión de esta Iberia que los prelados medievales poblaron de superchería!


La exhibición del sufrimiento y el dolor aprovecha los espacios entre los sillares para colocar aquí un Cristo con aspecto lelo al que se le salen los ojos por las órbitas, allí una virgen o un santo también de mirada extraviada. En lo alto las nervaduras del crucero son un bello motivo de austeridad que contrasta con el afán de suntuosidad y la profusión decorativa del frente de la iglesia. Me pregunto qué ha pretendido vender siempre la Iglesia Católica con ese desgarramiento de brazos del Cristo, la sangre, la angustia de las vírgenes, el valle de lágrimas permanente de la vida, como si la vida no tuviera en sí suficiente dolor por sí misma. De todos modos bienvenida toda esta parafernalia del sufrimiento por todas las grandes obras de arte que nos han dejado.


En el claustro del monasterio me llama especialmente la atención una gárgola muy particular. Todas tienen la forma de boca de cañón excepto ésta, que nada más verla me sugiere la idea de un parto, después la de una bestia sacada de la pintura negra de Goya y, más tarde, vista desde el primer piso, un extraño ser acosado por el espantoso dolor de un estreñimiento sin fin. Le mandé una copia a Quique, el chico de mi hija, que es aficionado a estas cosas para que me ilustrara sobre su posible significado. Afirma Quique que la imagen da objetividad a su nombre: vomitadera. No me queda claro si acaso vomitadera fue usado como sinónimo de gárgola en algún momento. Continúa Quique: Se le atraganta el pecado de la lujuria y lo vomita; y añade que en el románico palentino sí que aparecen estas imágenes de lujuriosos desnudos y padeciendo dolores de genitales.

Indagué de los responsables del monasterio sobre esta gárgola, pero no parecían tener siquiera idea de la existencia de esta curiosidad escultórica.

Da gusto encontrar tiempo en el camino para darse una vuelta por los rastros del pasado.

Otras publicaciones del autor:
http://albertodelamadrid.es







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