La peregrinatio perpetua





Mealhada, 22 de febrero de 2018 
Etapa Coimbra – Mealhada

Las luces del alumbrado público tintineaban en las aguas del río Mondego formando un tendido de alargadas banderas de oración tibetanas que, reflejadas en la oscura superficie del agua al empuje de una ligera brisa, convertían el río en un espectáculo para los adormilados ojos del peregrino. Media hora antes las campanas de una iglesia habían dejado en el aire el eco de su bronce anunciando las cinco de la mañana.

A la sonoridad noble de las campanas había seguido la breve luminotecnia del río, algunos paseantes sacando a sus perritos de lana a cumplir sus funciones fisiológicas, el ruido breve de algún automóvil. Más tarde el camino se sumió en la oscuridad, sólo quedaron las constelaciones, Casiopea al frente sobre el sendero, la Osa Mayor sobre mi cabeza a la izquierda, la Estrella Polar, marcando la dirección de mi destino.


Uno quisiera sentirse en la piel de un peregrino de otro tiempo, metido en sus harapos, recorriendo los caminos con su bastón de fresno y su calabaza para el agua, el cuerpo inclinado contra el viento, la sombra de mi figura como en una de esas secuencias de Bergman en El séptimo sello erguida sobre el horizonte, negra, mañana a mañana atravesando la pantalla de mi imaginación como aquellos carromatos de Días de circo, camino siempre de un pueblo gris donde conseguir una taza de café caliente. Y arrostrar la lluvia y el cansancio con la indiferencia de quien desprecia el paso del tiempo o la intemperancia de la meteorología. Hombre sin patria ni destino, acaso para sentarse de vez en cuando frente a la muerte a proseguir esa partida de ajedrez que inevitablemente todos perderemos algún día. Paisaje, sí, para un film de Tarkovsky o Bergman, maestro de obras errante vagando por la Edad Media para construir aquí una ermita, allí una iglesia, en otro lugar atender la forja de una campana. Andréi Rubliov, naturalmente, la majestad indiscutible del cine ruso y su gran maestro. A esto le llamaba Tarkovsky «Esculpir en el tiempo», esa característica posible del cine: la capacidad de fijar el tiempo. A partir de esta idea, esculpir un bloque de tiempo para dejar al descubierto esa imagen cinematográfica que está mañana me ayuda a percibir la figura de un peregrino medieval que atraviesa errático las tierras de Rusia. La fuerza con que el cine fija en nosotros esos trozos de escultura del tiempo tiene en mí esta mañana la fuerza de una ensoñación deseada. Las sensaciones, insatisfechas por la roma realidad de una hora de camino por la tierra lusa buscan su yantar en el metraje del celuloide, en arcanos libros que narran el vagabundaje.

La peregrinatio perpetua a que someto a mi cuerpo gran parte del año me obliga a profundizar muchas veces en la razón de ser de este vagabundaje que, como hoy, cuando se convierte en simple caminata en el frío soleado de la mañana, reclama su estatus de aroma del tiempo para en vez de leer la jornada en la neta prosa de una crónica de periódico, poder alumbrarla con la poesía de la vieja pátina que la ennoblezca, y saque del baúl de otros siglos ese aspecto romántico con que nos solemos acercar al polvoriento libro de las historias medievales, cuando los peregrinos siguiendo la Vía Láctea o buscando la ruta de La Meca se echaban al camino haciendo de éste un modo de vida.


Todavía es de noche cuando saco un libro de mi faldriquera digital. Andar, una filosofía, de Frédéric Gros. El autor va de acá para ella por esa curiosa filosofía que tantos practicamos y que se llama caminar. Y en ese andar sin rumbo fijo, se busca eximios compañeros de viaje como Nietzsche, Rimbaud, Rousseau y, a última hora Thoreau de los que glosa su común afición a caminar. De Rousseau cita: “Nunca pensé tanto, ni existí tanto, ni viví tanto ni fui tanto yo mismo, si es que puedo hablar así, como en los viajes que hice solo y a pie. Disponiendo como dueño de la naturaleza entera; vagando de objeto en objeto mi corazón se une, se identifica con quienes lo halagan, se rodea de imágenes encantadoras y se embriaga de sentimientos deliciosos”. Pero al caminante Rousseau, como le sucediera en alguna ocasión a este peregrino, a veces se le aparece un ángel en el camino en forma de mujer y así, siendo joven, hace largas jornadas de camino para visitar a una supuesta aya. Más, ay, cuando la ve… “Tiene veintiocho años (una mirada muy dulce, una boca angelical, era imposible tener unos brazos más hermosos)”. Se trata de Madame de Warens. “La aparición le deja sobrecogido de amor y de deseo. Acaba de conocer el amor: un ángel de generosidad y de dulzura, solícita, deseable”. Sin embargo, apenas encontrada ha de abandonarla de inmediato. A partir de ese momento su dulce Madame de Warens será la portada del Obradoiro de todos sus caminos. Sus horas de caminante se convierten minuto a minuto en sueño de enamorado. Y un servidor, que al principio de esta crónica hubiera querido ser peregrino medieval, a estas alturas estaría dispuesto a cambiar de saya y vestirse de andarín enamorado. Una cosa altamente peligrosa que da muchos quebraderos de cabeza pero que, llegado el caso, es tan dulce, tan apetecible... Loquito como en otro tiempo vagando por los caminos pensando y gozando a cada momento del céfiro del recuerdo de la amada, soñando con su cuerpo de melocotón. Que Goethe escribiera su mejor poema cuando tenía más de setenta años, aquel llamado Elegía de Marienbad, un enamoramiento tan tardío, da cuenta de que nunca es tarde para estas cosas.


La mañana, pese a un cielo sin nubes, es intensamente fría. Atravieso un bosque de eucaliptos con apenas una breve pelambrera en lo alto. Se mueven solemnemente. Sus troncos crujen como el costillaje de un barco vapuleado por el oleaje. Y escribiendo esto caigo en que sin haberme dado cuenta echo de menos el mar. Consideré en casa la posibilidad de hacer el Camino por la costa desde Lisboa, ah, el mar, pero me rendí a la evidencia de la carencia de albergues; tampoco encontré una guía que me orientara aunque sí tenía el track completo. Creo que cuando llegue a Porto voy a probar suerte a ver si encuentro mi forma de continuar junto al mar.

Creo que mi cuerpo y mi espíritu ya caminan en sintonía. Cumplido el periodo de entrenamiento, más de una semana, que ha sustituido mi falta de preparación física por un sufrimiento desacostumbrado, hoy, por fin, observo en mis piernas la ligereza de quien puede caminar muchas leguas sin cansarse. Sólo un débil dolor de espalda me acompaña, que acaso echa de menos los ejercicios de rehabilitación para los que hasta ahora no he encontrado momento. Una serie de pequeños pueblos en donde hice un par de paradas para tomarme un refrigerio han terminado por dejarme en Mealhada, donde paro a comer. Sólo me queda kilómetro y medio para mi destino, Sernadelo.


Mi Camino de Santiago. Se puede adquirir el libro aquí


Otras publicaciones del autor:
http://albertodelamadrid.es




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