Sernadelo, 22 de febrero de 2018
Etapa Sernadelo – Águeda.
Me despierto de la siesta pero no abro los ojos. Salgo poco
a poco del embotamiento como quien se mueve a tientas en el interior de una
cueva. Mis músculos son las paredes de la cueva, el suelo; los toco con las
yemas de mis dedos, están tensos, llenos por el esfuerzo de los días
consecutivos de camino; cada poro de mi piel es un sensor abierto al exterior.
Los ruidos de la calle llegan a mí amortiguados por una dulce modorra llena de
bienestar. Creo que no es cansancio exactamente lo que siento, es un aroma,
últimamente casi todo es aroma, sensaciones inaprensibles que nacen de mí con
la calidad sutil de lo que te envuelve cuando te sumerges en la calidez del
agua de una bañera después de haber vagado largamente por el frío.
Mis pies, lejos, al fondo de mí como quien toca en la
oscuridad algo todavía indefinido pero parte lejana de mi yo, simplemente los
siento, están ahí. Mis pantorrillas también están ahí, mis tobillos, los huesos
que desde mi cabeza hasta la punta de los dedos tienen la consistencia
inaprensible de una presencia sugerida, todo vive en una oscuridad sin
concesiones que yo miro desde la noche de mis párpados cerrados.
¡Qué puedo hacer sino contemplar mi universo al final de mi
jornada de peregrinaje? Sugerencias las tengo a montones, incluida la
posibilidad en esta larga tarde de ver una película de Oliveira, pero es tan
dulce este no hacer nada surcado por la oscuridad del final del día que me
substraigo a la idea de moverme, me aquieto estirado sobre la cama destilando
mis sensaciones en el alambique de esta hora en que me autovivo, autofagia,
contemplación, el placer existir.
Águeda, 23 de febrero de 2018
En el bar de Avelas de Caminho, donde paro a desayunar, me
busco un rincón por el que entra de plano el sol de la mañana. El gusto del sol que
arrulla así mi bienestar tras la primera parte de mi caminata de hoy, doce
kilómetros, la mitad de mi recorrido ya. En la televisión los alumnos de un
instituto combaten el frío abrigándose con mantas dentro de aula. Y es verdad
que el frío arrecia por estos pagos. Salgo bien del albergue pero cuando
comienza a amanecer el frío me agarra como una mordaza y aunque camino con las
manos en los bolsillos debo vestir los guantes de lana y calarme el gorro hasta
las cejas.
Esta mañana, todavía oscuro pero con una muy leve línea de
luz sobre levante, el peregrino sufre un mal que afecta a la mayoría de los
hombres, no sé si tanto a la mujeres, el problema de que cada vez que se cruza
con una fémina le asalte el deseo de acostarse con ella, de acurrucarse entre
sus brazos y empezar a contar corderitos en el puro gusto de las caricias. No
tanto de aquello de ¡mamá, teta!, pero casi. Y problema es, que
uno no tiene la culpa de estas cosas, ya que si tuviera que ponerme de hinojos
en el confesionario sólo podría confesar lo que es hijo de mi propia
naturaleza, que a fin de cuentas aunque uno es timidísimo tiene la conciencia
de que las hormonas le funcionan con toda normalidad. Problema porque al
peregrino le nace
cierto complejo de anormalidad, que no de culpabilidad, cuando esto sucede si se
encuentra, como fue el caso ayer tarde, en amigable charla con una peregrina
que aterrizó a última hora por el albergue.
Lidia, todavía no sé su nombre, que olvidé preguntar en una
animada charla que nos llevó un par de horas hasta más allá de los postres y el
café, así que llamémosla provisionalmente así, viene de Florencia, la
espléndida ciudad toscana que yo siempre recuerdo bajo una tenue niebla con sus
alargados cipreses trepando por las colinas hacia una casa solariega o una
ermita. Lidia es caminante solitaria, amante como yo de las montañas y dedica
su jornada laboral a armonizar el cuerpo y la mente de sus clientes, la mayoría
mujeres, con técnicas de muy distinta procedencia entre las que se encuentra el
reiki. Hablamos de Castaneda y su libros, del brujo Don Juan y ese esoterismo
por el que yo me muevo siempre con cierto escepticismo aunque seguro de su
eficacia, de los aborígenes australianos, de Chadwin y su libro Los trazos de una canción. Le confieso
que estoy enfadado con el amigo Pessoa y ella se ríe de buena gana. En fin, que
se nos hizo tarde y yo tuve que salir corriendo para meterme en la cama.
A los pies de la colina por la que descendía hace un rato,
un leve manto de niebla cubría el valle. La vegetación estaba cubierta por una
gruesa capa de rocío. Hoy era más invierno que otras veces.
Ayer el autor de Andar,
una filosofía, hablando de Thoreau y sus largos paseos significaba el hecho
de que éste lo hiciera con las manos en lo bolsillos, anexando el hecho a la
idea de un caminar despreocupado y casi sin rumbo. Quien camina con las manos
en los bolsillos siempre parece no tener prisa, algo así como si su caminar
fuera darse una vuelta por el mundo sin rumbo fijo. Algo así sentía yo. A la
temperatura de esta mañana le viene bien citar a Thoreau en su Un paseo de invierno: “En la naturaleza
hay un fuego subterráneo y adormilado que nunca desaparece, y que ningún frío
puede congelar. Este fuego subterráneo tiene su altar en el pecho de cada
hombre; pues en el día más frío y en la colina más inclemente el viajero abriga
entre los pliegues de su capa un fuego más tibio que el que arde en ningún hogar.
Un hombre sano, en realidad, es el complemento de las estaciones, y, en
invierno, lleva el verano en su corazón”.
Sí, no puedo como cada mañana dejar a un lado mi lectura de
Pessoa en El libro del desasosiego, sólo
que hoy el autor aparece más, si cabe, pesimista que en otras ocasiones.
Leyéndolo tengo la sensación de que una parte considerable de su discurso
consiste en hacer de sí un retrato lo más desagradable posible vistiéndose de
permanente angustia, tedio, desprecio por el dolor de los otros. Es paradójico
que Pessoa exhiba desde su condición de fracasado, que el aventa a cada
instante, un espíritu pedagógico tan incisivo, que intente convencernos a cada
momento de unas nefastas verdades en las que yo pienso que ni él mismo cree y
que le sirven para hacer una literatura con una visión catastrofista sobre él
mismo y sobre el resto de la humanidad.
De todos modos, pese a Pessoa y al frío que hace, las
mimosas lucen bellas y espléndidas esta mañana a los lados del camino. La
generosidad de los naranjos, tan pródigos, deja caer los frutos de sus ramas
hasta formar un alfombra naranja a su alrededor. Es hora de continuar mi
camino. Peregrino feliz hoy al que ni siquiera la espalda le duele.
El caminante atraviesa las pequeñas aldeas de Alpalao, Curia,
Anadia, Arcos, Avelas do Caminho, Sao Joao da Azhena mirando acá y allá a
veces, otras pendiente de sus lecturas. Es un paseo sin pretensiones, el sol
rozando su epidermis, el calor de invierno entrando como riacho derramado por
su cuerpo bañándole de esta paz de invierno suspensa en el aire como una
caricia.
Y en estas me llega un whatsapp de mi amigo Jorge que ante
mi observación de los nulos enamoramientos de Pessoa en vida hace referencia a su único
romance conocido referido a Ofelia Quiróz. No sé si mi amigo se refiere a la
poesía o a un romance real como lo entendemos nosotros, cosa que no me imagino
en este hombre nacido para las florituras literarias y para dejarse los ojos en
un libro de contabilidad, pero totalmente nulo para las cosas del amor. La
verdad es que un vestigio de sonrisa acude a mis labios, vestigio casi como un
hilo de compasión, cuando pienso en este
hombre que con su sola escritura puede convertir a Portugal en un baluarte
de la literatura universal.
Por sí tuviera poco Pessoa desde que salí de Lisboa, hoy
mismo comienzo una novela de Saramago que lleva el título de uno de los principales heterónimos del autor lusitano: El
año de la muerte de Ricardo Reis.
Me he parado a comer en una terraza a la entrada de Agueda
con la esperanza de ver pasar a Lidia, la peregrina de la Toscana que apareció ayer
tarde por el Albergue. La esperanza de que dos solitarios compartan un rato de
conversación era tentadora. Ayer no intercambiamos el lugar donde
pernoctaríamos hoy y la verdad es que sentiría perderla de vista después de la
grata velada de anoche. No apareció. Mi tarde transcurre en una habitación
llena de luz en donde el sol llega hasta mi cama. Ducha, colada, tarde de
descanso y algo más después la cena traída de un restaurante cercano. Mi camino
ya se humaniza, como se ve.
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