Aquiles el de los pies ligeros




Las Médulas, 15 de marzo de 2018 
Camino de Invierno. Etapa A Rúa de Valdeorras – Las Médulas.


Las cinco y media de la madrugada. Abro el gran ventanal de mi habitación, fuera llueve apaciblemente. Esta nueva Macondo que es Galicia se lava sus legañas  en la pesantez oscura de un cielo que a duras penas he podido ver en las tres últimas semanas. Macondo y sus lluvias inundando los cien años de soledad de José Arcadio Buendía y Úrsula despertando al entero pueblo cada noche con los gañidos de sus amores desgarradores, es la imagen que me surge atravesando bajo la lluvia las estrechas calles mientras dejo a mis espaldas el albergue de Asun, Casa da Solaina. Macondo, aquel remoto Macondo de García Márquez, mucho más real acaso que cualquier país donde la lluvia enmohece hasta las pestañas, es la referencia para tantos pueblos gallegos que abandono desde semanas atrás siempre en medio de la lluvia.

Es notable y curioso que a estas alturas le este cogiendo cariño a la lluvia, compañera del alma ya desde semanas atrás, inseparable compañera del camino que acoge mis pensamientos, mis emociones y que en un momento u otro viene a llenar el alma de felicidad.


Oigo el tamborileo de la lluvia en el tejado, recojo mis cosas y desciendo al piso bajo. Asun ya tiene todo el desayuno dispuesto sobre la mesa de la sala anexa a la cocina. Me comenta que hoy su madre se levantó a las cuatro de la mañana para preparármelo. Doña Manuela, muy mayor, de cara redondita y aspecto bondadoso, madre de Asun, me conmueve con su gesto de hospitalidad. Doña Manuela es la imagen de la mujer sobre la que se sostiene la humanidad. Ahora que hablar de la mujer está de moda, parece olvidarse la esencia de lo que ella representa especialmente como madre, en este caso como símbolo de una hospitalidad que atraviesa los tiempos igual siempre a sí misma. Está todavía por ver en esta sociedad nuestra, que tantas muestras da de gilipollez, que alguna vez se pueda rendir honor a esa imagen de madre pilar de la familia y de la crianza. Esta mañana, mientras iba dejando atrás el alumbrado ámbar del pueblo iba recordando a mi madre, cuando yo, entonces, en los años más jóvenes, apasionado por la escalada desaparecía de casa con rumbo desconocido para ella. ¿Qué pensaba mi madre entonces, cuál podía ser el sufrimiento de la espera un fin de semana que yo no regresaba a casa porque había habido un accidente en los Galayos y había que rescatar a alguien, otro que el coche en el que volvíamos de Gredos se había averiado? Cuantas de aquellas madrugadas que yo regresaba en horas tan intempestivas me la había encontrado en la salita pacientemente esperando a que regresara su hijo de no sabía dónde pero que tenía la seguridad de que se trataba de algo muy peligroso? Y así fin de semana tras fin de semana la paciente espera del hijo. Y hoy, ya casi con los setenta años encima se me humedecen lo ojos pensando en ella, una doña Manuela Arias más entre los millones y millones de silenciosas madres que hacen su amoroso trabajo en el mayor de los silencios.

Y al peregrino se le revuelven las tripas cuando piensa en lo que convierte nuestra sociedad este reconocimiento por las madres. Como me decía días atrás mi amiga desconocida, el sistema fagocita y pervierte hasta lo más entrañable. ¿Día de la madre?: ¡ya!  Asun: transmite, por favor si lees estas líneas, mi agradecimiento a tu madre, no tanto por ese desayuno como por lo que su gesto representa en este mundo tan necesitado de volver a reencontrarse con valores esenciales que vamos dejando atrás como ropa desgarrada que ni siquiera el ropavejero se molestaría en recoger.


Y cuando me encuentro, ahora ya en la oscuridad cetrina que deja el lejano alumbrado y que poco a poco se hará de carbón, noto que por mi cuerpo suben pequeñas oleadas de felicidad, suave y tranquilo oleaje que viene como las olas a dejar sobre la playa de mi alma una desacostumbrada paz que el tintineo de la lluvia acompaña con su grave monotonía sobre mi capa de agua. La felicidad esa cosa que viene a mí en pequeñas y raras dosis, recibo su visita de tanto en tanto, pero últimamente su presencia es más habitual. Quizás tenga ello que ver con la lluvia y el esfuerzo continuado de estas últimas jornadas. No se encuentra lo que se busca. Hay un delicioso cuento de H. G. Wells, titulado La puerta en el muro, que habla de esto. Esa puerta que conduce a un jardín encantado, puerta verde en un muro blanco que el protagonista atravesó cuando tenía cinco años de edad y donde descubrió la más absoluta felicidad, en forma de un jardín preciosísimo habitado por panteras y por los mejores compañeros de juegos que un niño podía desear y que tras décadas, accidentalmente, el protagonista descubre de nuevo, representa de algún modo esa idea de que la felicidad no se busca, uno no puede por su voluntad ser feliz; por eso la afirmación de que la felicidad no se busca, la felicidad se encuentra.

Es un asunto atractivo ese de la felicidad. Santa Teresa, a la que leo con tanto gusto, fue siempre para mí un ejemplo de esa felicidad que todos perseguimos. Ese muero porque no muero siempre me ha parecido la tosca expresión de una felicidad que ella expresaba en términos de futuro cosa que, como no existe, venía a significar que estando ella en plena levitación amorosa lo que ella buscaba con el ardoroso  canto al Amado era hacer crecer su estado de gracia hacia un punto que, usando una ruda comparación, se pareciera por analogía a la culminación del orgasmo.


La lluvia y su incomodidad pasan a ser esta mañana mi cariñosa compañía. He dejado atrás a Asun, la posaderas que el camino me deparó, y ahora pienso en Manuel y Paula los dueños del bar Mar de Sobradelo con los que he acordado que pernoctaría en su casa. Mi casa es el camino y en el camino voy encontrando mi hogar. Todavía no lo sabía, pero luego alargaría mi jornada y no sería ya la casa de Manuel y Paula sino la de Remigio, en Casa Socorro, en Las Médulas. Y además, por qué no decirlo, gente de Galicia y de otros lugares que en las redes me acompañan. Todo esto es camino, camino y compañía.


Primero es el ruiseñor una vez más lanzando su trinos desde algún árbol próximo, y más tarde, ya en las cercanías del Sil, en un momento en que es necesario el uso de la linterna, una cortinilla de pequeñas gotas de agua semejantes a pequeños copos de nieve revoloteando frente a mis ojos. Después el amanecer empieza a vestir la superficie del río con la blancura resplandeciente de los reflejos. El Sil como un señor por el centro de la noche avanza hacia el mar a lavar sus penas hinchado y rumoroso dejando atrás en sus riberas las luciérnagas del alumbrado público de pequeñas aldeas. Y así la mañana se va abriendo paso por Levante donde una pequeña nube coronada de carmín asoma sobre las lomas. De momento ha dejado de llover.  

Tan ligero me siento esta mañana que sería capaz de volar como esas aves acuáticas que levantan el vuelo desde el agua como una cometa que se elevara abanicada por la brisa.


Entre describir el paisaje que atravieso y dar razón de las sensaciones y pensamientos que acompañan al peregrino, elijo esto último, pensamientos que no imagino muy diferentes de cualquier caminante solitario que paseara de mañana temprano junto a una ribera tan bella como ésta del Sil. Y mi cabeza roza el asunto ese de los hombres y mujeres; esos versos de E. E. Cumming, “me gusta tu cuerpo y lo que hace tu cuerpo y sus cómos”, por ejemplo. Y recuerdo un poema que escribí una vez que se titulaba Me acuesto con todas las mujeres del mundo; unos versos, creo recordar, en donde también aparecía la llamada del regazo materno junto a otros sentimientos de índole erotica. Esa clase de sensaciones oceánicas de las que habla Freud que tienen que ver con la búsqueda de ese ser nuestro que los clásicos griegos describían como demediado y abocado a perseguir durante toda la existencia su otra mitad en el ser de una mujer u otro hombre.

Que mi escritura se nutra de estas cosas debe de ser cosa de la primavera que se acerca.


En Galicia la lluvia y el sol pueden alternarse como el día y la noche en aquel pequeño planeta en que el Principito hacía de farolero y que era tan pequeño que apenas había encendido los faroles en una parte del planeta cuando tenía que correr para apagarlos en la parte contraria.

Mañana, Penélope, mi chica de El Chorrillo, que se ha cansado de hilar y deshacer su labor cada noche esperando al laértida Ulises, también conocido como Odiseo, un servidor, ha decidido unirse al peregrinaje de su chico y me espera en Ponferrada para al día siguiente desde Sahagún acompañarme unos días en el Camino de Santiago de Madrid. Después ella marchará a México por unas semanas y el peregrino volverá a la soledad del camino hasta dejar atrás la sierra de Guadarrama.


Apenas son las 9:30 cuando entro en O Barco de Valdeorras. Hoy parezco Aquiles el de los pies ligeros. En Sobradelo asomé por la puerta del bar Mar antes del mediodía. Me encontré de frente con Manuel. No saludamos como conocidos. Después salió Paula. Ambos derrocharon una hospitalidad que el peregrino tiene que agradecer de corazón. Paula tomó la foto del caminante que encabeza este post.


El camino se hizo monte y así siguió durante el rato de la jornada. En un recodo del sendero donde el Sil allí abajo se hace ancho y poderoso, el peregrino intuyó que estaba a punto de abandonar Galicia. Jack Kerouac, en Los vagabundos del Dharma, lleva a su protagonista a pasar varios meses de soledad como forestal en un intrincado macizo montañoso. Vive allí una gran experiencia personal. Cuando termina la temporada y debe volver a casa, en el último collado, se da la vuelta, se arrodilla y da las gracias a todas esas montañas que han sido las compañeras de su soledad durante tanto tiempo. De manera similar yo me vuelvo hacia Galicia y doy las gracias al país entero, a sus caminos, a las mimosas, a lo robles y los castaños, a las olas, a la lluvia, a la gente que de alguna manera me ha acompañado. Galicia la bella queda ya a mis espaldas.


A lo lejos no tardan en aparecer las montañas nevadas de las estribaciones de Peña Trevinca. En Puente de Domingo Flórez no encuentro restaurante. Como algo bajo un pórtico. Después de seis kilómetros por un monte solitario, tras un collado, aparecen al fondo los ciclópeos mastodontes rojos de Las Médulas. Si no he hecho mal las cuentas, me salen cuarenta y dos kilómetros. Como se ve el cuerpo se acostumbra a todo, lo dicho, hoy me siento Aquiles el de los pies ligeros.


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