A
Rúa de Valdeorras, 14 de marzo de 2018
Etapa
Quiroga – A Rúa de Valdeorras.
A
la mañana de nuevo llueve y de nuevo tomo la carretera para hacer este primer
tramo de noche por el asfalto. Y mientras camino retomo las imágenes de ayer
noche, campos nevados peregrinos acompañando al Cristo con la cruz, las sombras
oscuras de los penitentes sobre la blancura de la nieve, los coros del fondo
que caen como cuentagotas sobre el silencio de la secuencia.
Creo
que tendré que seguir viendo el Andrei Rubliov a pequeñas dosis, pequeñas dosis
de esencia con que lavar los ojos de los restos de estupidez con que un mundo
hueco quiere contagiarnos. Dime una cosa, dice en el minuto cuarenta el maestro
pintor, a Rubliov: ¿el pueblo es ignorante o no? Sí es ignorante, pero ¿de
quién es la culpa?, contesta el discípulo. El maestro: La culpa la tiene su
propia estupidez. Rubliov queda pensativo. Y a continuación la plebe crucifica
a Cristo en un paisaje nevado en donde las líneas se cruzan armoniosamente y
los que siguen a Jesús sobre el blanco puro de la nieve primero son sombras y
luego rostros absortos en el acto de la crucifixión mientras María Magdalena se
abraza a las piernas de Cristo y un coro derrama sus voces por el blanco
desierto.
Y
para que la estupidez, que sube como el vino por la venas de una sociedad
absorta en lo que los medios dicen, resulta que escribo la palabra Cristo y el
corrector automático de la app me sustituye la palabra Cristo por la de
Cristiano, sí, Cristiano Ronaldo. Para el corrector ortográfico el tal Ronaldo,
un pateador de trozos de cuero con aire dentro, es más relevante que Cristo.
Y
luego hay una fiesta del amor y el amor es uno le dice una mujer cuando Rubliov
la sermonea con su amor a Dios, que no es el amor de la fiesta. Rubliov, atado
a un poste y a su vez amarrado al amor de su Dios, cuando la mujer, ahora
desnuda, lo acaricia, inicia una profunda lucha interior que parece anonadarle.
La
película es un viaje. Los personajes se mueven siempre desde la parte izquierda
de la pantalla hacia la derecha. El hecho ayuda a crear la sensación de un
viaje en el cual se producen continuos encuentros que sirven a Andrei Rubliov
para enfrentarse a nuevos interrogantes.
Pese
al chirimiri el revoltijo de los trinos en los árboles dan los buenos días al
caminante. La banda azulada empieza a levantarse por levante. En lo hondo el
Sil corre silencioso abriéndose paso en amplios meandros entre las colinas
todavía en la semipenumbra. Nunca en casa empiezo el día con esta disposición
animosa y esta frescura que me baña el cuerpo.
En
las cercanías de Soldón, a fin de evitar una larga vuelta, me meto en la vía
rápida que salva el valle por un amplío puente. Llueve y los camiones pasan
como monstruos apresurados por el asfalto levantando cortinas de agua y armando
un ruido como de fragor de tormentas. Es el mundo de las prisas frente al mundo de la lentitud del caminante.
Hace
Milán Kundera en su libro La lentitud, el
retrato de ese hombre encorvado sobre el volante de su coche que no puede
concentrarse sino en el instante presente de su conducción; se aferra, narra
Kundera, a un fragmento de tiempo desgajado del pasado y del porvenir; ha sido
arrancado a la continuidad del tiempo; está fuera del tiempo; dicho de otra
manera, está en estado de éxtasis; en este estado, no sabe nada de su edad,
nada de su mujer, nada de sus hijos, nada de sus preocupaciones. La velocidad
es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre.
Contrariamente al que corre velozmente con las manos en el volante, el que va a
pie está siempre presente en su cuerpo, permanentemente obligado a pensar en
sus ampollas, en su jadeo; cuando camina siente su peso, su edad, consciente
más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida.
Existen
elementos esenciales de la vida que se nos pierden en el fárrago de la
velocidad con que nos movemos, velocidad en contraposición con la lentitud del
que recorre el mundo a pie, pero velocidad también de nuestro hacer envueltos
en una vida que no nos da respiro porque llenamos ésta de tantas tareas y
ocupaciones que prácticamente se hace difícil que el individuo tenga la
oportunidad de encontrarse consigo mismo un rato. Y si no estoy apenas conmigo
mismo porque el tiempo se me va en la atención que debo poner en conducción, en
el trabajo, en la televisión, en el puñado de tareas que me ocupan, yo, la
persona más importante y más querida que tengo conmigo porque soy yo mismo, si
no estoy consciente y creativamente dándome conversación y recreándome en mi
propio existir, pues eso, que la cosa resulta un poco chunga. Sería como estar
enamorado hasta los huesos y no poder ver a tu amada más que de higos a brevas.
Cuando
dejo la vía rápida es un alivio. A veces la lluvia se da la mano con fuertes
ráfagas de aire que hacen costoso mi caminar, tanto que a ratos me veo avanzar como un toro que fuera a investir, la testuz hacia delante, las patas
delanteras firmes sobre el suelo para no perder pie. Cuando el camino, ahora,
una estrecha carretera que describe amplias vueltas ciñéndose a las laderas que
tan pronto se asoman a las profundidades del Sil como se adentran en pequeños
valles, se hace algo más tranquilo porque remite el viento, aprovecho para
iniciar la lectura de Conviértete en lo
que eres, de Alan Watts. Un título que no me gusta porque se parece mucho
ya ese tipo de llamadas con que los libros de autoayuda venden ejemplares a
porrillo. Alan Watts, estudioso de las religiones orientales, especialmente del
taoísmo y el budismo, tiene a menudo la capacidad para exponer de manera
pedagógica y clara temas de religión, o simplemente de filosofía de la vida,
que aplicados a la vida práctica resultan sugestivos y muy esclarecedores. Hoy,
nada más abrir el libro ya andaba con ese sempiterno asunto del presente tan infinitamente
pequeño que antes de que podamos medirlo ya ha desaparecido, y que sin embargo
persiste para siempre. “Aunque tus pensamientos huyan hacia el pasado o corran
hacia el futuro, escribe Alan Watts, no pueden escapar del momento presente”.
El presente en donde se encierra nuestra vida, que por muchos jeroglíficos que
queramos hacer de ella, la vida no dejará de ser otra cosa que estos segundos
que estamos viviendo en este instante. Materia acaso no difícil de comprender y
que sin embargo en la práctica ignoramos. Sé perfectamente que ese presente es
la única realidad que existe, pero cuántas veces hago caso omiso de ello,
cuántas veces, este mismo instante en que paseo mi vista por la corriente del
río Sil o que disfruto una delgada lluvia que salpica mi rostro, o que respiro
la fragancia del tomillo o la madreselva, o de un limonero que aparece tras una
curva ni siquiera llegan a la mis sentidos porque estoy en otro lado. Yo,
cuando como, como, decía doctrinalmente a un discípulo un monje budista. Doctrina
tan sencilla que de puro simple se nos olvida . Está tan manido ya aquello del carpe diem que aparece en nuestra
conciencia como si de una abstracción se tratara.
El
camino abandona el asfalto y en un rápida bajada se acerca a la pequeña aldea
de de Montefurado, una aldea que bien merece una visita. Esta mañana, una parte
de ella aparecía como un resto prehistórico de la España rural. Hoy, el
peregrino Benxamín, de Portugalete, casi me ha llevado de la mano a través del
Messenger durante todo el camino.
Sobre
Montefurado, después de una empinada cuesta que me dejó de nuevo sobre el
asfalto, una carretera por la que en toda la mañana transitó un solo vehículo,
que por cierto paró para indicar el conductor al peregrino que me había
equivocado (tuve que explicarle la razón de esta rara cosa que es hacer un
Camino de Santiago dejando siempre Santiago a las espaldas); cuando llegué al
asfalto, decía, extraje de mi teléfono Las
Mocedades de Ulises y me fui a ver qué sucedía con el piloto Alción y su compañero
Ulises que en ese preciso momento hablaban de Helena, la de Paris y la guerra
de Troya, de la que decían que cuando cumplió los cuarenta años, se dio cuenta
de que todavía tenía en su corazón carbones que no habían sido encendidos nunca.
Pero
la lectura no me duró mucho, las fuertes ráfagas de viento la hacían imposible.
Llegué
a A Rúa de Valdeorras sólo discretamente mojado. Esta vez el viento actuó de
secadora.
Y la tarde en el albergue, la habitación caliente, un poco
de sol entrando por la ventana se convierte en un placer. Nada que hacer,
escribir esta crónica y descansar de vez en cuando los ojos, pensar en esto y
lo otro, oír in poco de música. Ese agradable presente al que me agarro, que
desmenuzo como un azucarillo para endulzar este pequeño rincón de mi vida
envuelto en un sendero al que llaman Camino de Invierno de Santiago.
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