El pequeño Gabriel



Obra de Miguel Peralta

Quiroga, 13 de marzo de 2018 
Camino de Invierno. Etapa A Labrada – Quiroga.
  
La torrentera tumultuosa del río Lor atraviesa las paredes de mi habitación para convertirse en dulce nana con que acunar mi sueño. La casa de doña Pacita, después de dejarme ella el desayuno y un termo en el vestíbulo, ha quedado en silencio. Sólo resta el furioso sonsonete del río. Música de la noche, regazo, descanso para el caminante.

Las fuerzas de la naturaleza, esa embestida del río, como las tormentas o el cabreado oleaje de cuando mi camino corría por la costa de Vigo, alentan en el alma sensaciones que acaso tengan que ver con el principio del mundo, cuando las corrientes salvajes, el mar o las nubes desgarradas por el rayo mostraban un fantástico escenario en donde el hombre, indefenso y desnudo, sentía tal sensación de desvalimiento que no tuvo otro remedio que inventarse dioses sobrenaturales que le protegiera de los elementos. Si uno cierra los ojos y hace desaparecer el asfalto, las casas, los cables del tendido eléctrico, y se atiene a las aguas totalmente salidas de cauce inundando campos, prados y bosques en una corriente imparable, el paisaje que tenemos no dista mucho de aquellos  del nacimiento del mundo que narra el Génesis.


Abandonada la casa de doña Pacita en medio de una lluvia ligera como quien deja atrás la posada que acogía al viajero en la Edad Media, el peregrino, al que la noche anterior Benxamin, un peregrino de Portugalete, había servido una guía completa del itinerario a seguir esta mañana, medita sobre qué camino tomar. El hijo de la señora Pacita le había adelantado la posibilidad de alguna dificultad con el barro y el agua del Camino sugiriéndole ante la duda y la lluvia que se preveía por la mañana, hacer la jornada a Quiroga por la carretera local, opción ésta por la que optó después de ver como la lluvia tamborileaba sobre su capa de agua.

Y entonces, la comodidad de andar con las manos en los bolsillos, el cuerpo fresco como una lechuga y el ánimo dispuesto a pasear apaciblemente por este mundo húmedo y bello de Galicia, imaginando ese mundo antiguo que pintaba más arriba de quien deja atrás el fuego de la posada y el calor de los establos, me hago a la calle, idílico caminar esta mañana de quien se ve con el cayado camino de otras tierras, de una lejana Ítaca donde acaso Penélope teje y desteje cada noche, acaso, que no es el caso, porque mi chica afirma estar estos días muy ocupada con la música, ya me ha mandado un repertorio de Jessye Norman, Les chemins de l’amour, de Poulenc para escuchar esta noche, y si no serían lo gatos, los libros, que mi hortelana no necesita tener todo el día a su Odiseo ni a su suegro Laertes pendientes de su persona.


Así que con las de alba el caminante sin cayado pero con las manos en lo bolsillos va sorbiendo por el alma y los ojos lo que el paisaje le ofrece, robles desnudos con algunas hojas como farolillos chinos colgando de sus ramas, un largo fular de blanco sucio, nubes gregarias en las laderas de enfrente, la colada gris de plomo que atraviesa la mañana.

Más abajo atravieso el río Lor que entra bajo el ojo del puente como una bestia antidiluviana que se le hubiese roto el freno en lo alto del monte.

Y llega el momento de la lectura, a esta hora lectura “edificante” con que nutrir el espíritu del peregrino. Religión, filosofía, ejercicios de sustancialidad para tener como si de gimnasia se tratará el alma en forma. Pero no tengo nada a mano y debo parar, descargar y buscar en mi macuto la SD que alberga toda mi biblioteca. Y creo que sé lo que necesito y encuentro adecuados un par de libros de Alan Watts, quizás Conviértete en lo que eres o El camino del Zen. Pero también puede ser La sabiduría de la inseguridad, que acaso pueda ayudarme a paliar cierta inquietud que llevo encima por culpa de una moza. De momento paso estos tres libros al teléfono, pero en ello estoy cuando descubro un título sugestivo de un autor que no conozco, El progreso del peregrino, de John Bunyan, una obra de hace cuatro siglos que se presenta como la obra religiosa más importante después de La Biblia (sic). Veremos. Vuelvo a cargar el macuto, enciendo muy auricular bluetooth y doy al play. John Bunyan (1628-1688) es uno de los principales representantes del puritanismo literario inglés.

Un peregrino carga a sus espaldas un pesado fardo que no se sabe bien qué contiene. Un ángel le estimula a que siga cierta senda y aquél abandona su casa para hacerle caso. En su camino llega al pantano del desaliento, primera etapa de su viacrucis hacia la verdad. Más tarde se encuentra con un desconocido que le convence para tomar otra senda mejor: se pierde, una montaña casi se le cae encima. El primer ángel le reprende y le hace ver que se ha equivocado, que a quien tenía que haber hecho caso era a él, etc., etc... El peregrino y su criterio, que parece no existir, no pinta nada. Cuando mi app marca que he llegado al quince por ciento de la lectura veo claramente que no es mi libro. Un peregrino que debe andar al socaire de lo que le dicten ángeles o arcángeles por dónde ha de ir su camino no es mi fuerte. Después de cuatro siglos los peregrinos de esta centuria estamos hechos de otra madera. Los peregrinos de hoy queremos ser seres libres con criterio propio, gente amante de la Belleza y del mundo, vagabundos de la vida que transitan por ella sin los condicionamientos de los dioses o las vírgenes, gente que, como cantara Serrat, cuando caminan, “cabalgan a lomos de mula vieja. Y no conocen la prisa ni aún en los días de fiesta. Donde hay vino, beben vino, donde no hay vino, agua fresca”.

A los peregrinos del Camino de Invierno no ha de servirles hoy de referencia mi ruta (ni hoy ni nunca, que esto no es una guía sino sólo devaneos de caminante) que derivó al asfalto por fuerza mayor. Sin embargo la carretera está solitaria hasta el punto que en cierto momento se pone a escribir a su novia. Y hasta tal punto se embebe en la escritura (tengo que confesar que escribir y caminar a la vez es una tarea que domino con cierta holgura) que de golpe oye un pitazo frente a él y levanta la cabeza y se encuentra que va caminando sin darse cuenta por el centro de la carretera. La conductora, una señora mayor, me ha sonreído benévolamente. Ha debido de verme tan abstraído en mi escritura que seguro que ha imaginado que estaba en trance meditativo.


Llego a Quiroga. En la televisión está el asunto del pequeño Gabriel. Desde hace días esa noticia de la búsqueda y muerte del pequeño Gabriel, que oigo de refilón porque traspasa su volumen cualquier tapón de cera que te quieras poner, aquí en Galicia basta entrar en un bar para que te encuentres la noticia sobre el televisor. La capacidad de rapiña con que los medios explotan la noticia me produce, sí, esa palabra que tan poco me gusta, me produce asco. La exposición mediática a la que someten a la familia los medios, morbosa, blanda, como quien está vendiendo a sus telespectadores la sangre fresca de un cadáver infantil es totalmente infame. Veo como someten a la cámara las lágrimas y el dolor de los padres emparedados como un sándwich entre un anuncio del coche último modelo y el cotilleo de unos celos de la señorita de moda del momento y me dan ganas de vomitar. El impune asalto a la intimidad de una familia recreándose la cámara en las lágrimas de los padres y en su dolor como si de un telefilm se tratara debería ser penado con unos años de cárcel a los responsables. Mi dolor, desgarrador en este caso, ¿materia para entretener a desocupados televidentes, a aficionados a telenovelas?

En la literatura clásica griega cuando se producía una muerte ésta siempre era un eco tras el telón, algo que el rubor o el sentido común escondía tras las bambalinas más allá del proscenio. Vivimos una sociedad estúpida que, a falta de vivir una vida auténtica se rodea del fútil recurso de esa máquina generadora de idioteces que es la televisión. Se me disculpe este arranque, tal es la indignación y el revoltijo de tripas que me produce. Me he tomado una ración de boquerones en vinagre y una cerveza, un buen rato y levanto la vista y miro a la televisión y ahora es un oficio por todo lo alto en la catedral de Almería. Maldita basura. Y sigo pidiendo disculpas. Pero las cámaras dan una pasada a los sacerdotes que ofician y en seguida, como buitres buscan lo ojos llorosos. A los que lean estas líneas y les parezcan exageradas les invitaría a ponerse en la situación de los padres en donde la televisión y los medios convierten la intimidad de su dolor en bazofia informativa. Se corta la emisión y lo siguiente que aparece: "Mejores coberturas, mejores precios, Jazztel", "KH-7 nunca falla". Anuncios que probablemente serán más caros porque en la Sexta han logrado una audiencia extra a costa del cadáver del pequeño Gabriel. Descanse en paz, pobre criatura, y que su familia pueda encontrar en el silencio de su habitación vacía el recogimiento en el dolor que los medios le han robado.

Y pienso, sí, en cuál será la razón por la cual los medios, ante la muerte de miles de africanos, entre ellos muchos niños, que mueren en el Mediterráneo, guarden silencio. ¿Qué parte de blando sentimentalismo, de morbo mueve a medios y espectadores y qué parte es real sentimiento ante la desgracia ajena? Cosas como estas retratan tanto a los medios como a una sociedad profundamente enferma.

Ah, Dios y vuelven una vez más, el padre, la madre, llorando, como olas iguales a sí mismas volcadas una y otra vez sobre la pantalla de La Sexta. Los padres, convertidos por los medios en morbosa exposición pública, piden respeto para su intimidad y su dolor, pero La Sexta ni flores, ahí sigue explotando su mercancía, fácil, gratuita, rentable, hasta gente como Llamazares cae en la trampa de alimentar el fuego de la mañana televisiva.

Por cierto ¿no hubo no hace mucho otro rentable pequeño? ¿cómo era aquel? Ah, sí, el pequeño Nicolás. La bazofia mediática como una Gorgona moderna y el personal embrujado y petrificado por su mirada. La televisión, basilisco, pequeña serpiente de veneno letal pude matarnos con su simple mirada. Los antiguos griegos, que no tenían televisión, tenían como sustitutiva a la gorgona, un despiadado monstruo femenino cuyo poder era tan grande que cualquiera que intentase mirarla quedaba petrificado, un no mirar que en nuestros días se convierte en un distraído mirar la televisión hasta el punto de entontecer al personal. Nuevamente se me disculpe y se eche la culpa de mi animadversión a las circunstancias de la dolorosa muerte de un niño.

Espero tener wifi adecuado en el albergue para poder oír Les Chemins de l’amour que me manda la hortelana desde El Chorrillo. Ah, los caminos del amor…

Y dejado el restaurante atrás y a las puertas del albergue me encuentro con un bello mural que me obliga a cruzar la acera para verlo en condiciones. Una lavandera del Sil. Y mando un whatsapp al grupo de mi familia con este texto: “Este es el entorno de la fachada del albergue en donde he ido a parar en Quiroga y que explora la cultura de lo femenino muy bellamente”. Y enseguida aparece mi hijo Guillermo, experto donde los haya en las artes urbanas, a darme el santo y seña del artista. Mi hijo los huele, les sigue el rastro por todo el país, aventa las obras de arte de estos artistas urbanos y les da cobertura desde su web y su trabajo. Este mural, me dice, es de Miguel Peralta, y hecho un vistazo al Google y me encuentro con una buena colección de trabajos de este artista que al modo clásico de los muralistas mejicanos ha cubierto grandes superficies de los muros de la tierras gallegas con sus trabajos. 


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