Pensión Pacita, A Labrada, 12 de marzo de
2018
Camino de Invierno. Etapa Monforte de Lemos
– A Labrada.
Milagro. Hoy no llovía cuando me eché a la
calle. Unas nubes azul carbón apuntaban hacia levante pero lo suficiente lejos
como para pensar que por lo menos tendría unas horas de alivio. En las aguas
del río Cabe que atraviesa la ciudad se reflejaban risueñas nubes más apacibles
con los colores de los primeros rayos del sol dorándoles la barriga. Hoy no
hubo necesidad de madrugar demasiado. Los quince kilómetros de mi etapa eran
como una invitación a un paseo.
En un muro una convocatoria llama mi
atención. Se trata de la presentación debate de un libro titulado Un pazo, un caudillo, un espolio. La
vergonzosa historia de cómo se hicieron con el Pazo Franco y su familia
avergüenza a cualquiera. Propiedad por herencia de Emilia Pardo Bazán, en 1938 motu proprio, las leales autoridades
franquistas coruñesas deciden ofrecer el Pazo a Franco como residencia
veraniega. Los herederos de Pardo Bazán no pudieron recuperar sus
pertenencias ni el legado de la escritora.
Donativos forzosos, aportaciones
obligatorias por parte de los ayuntamientos, expropiaciones forzosas de terrenos
colindantes llevaron a cabo lo que es hoy Pazo de Meirás. En 2017, bajo presión
popular, el presidente de la
Xunta anunció la creación de una comisión para estudiar si
hubo “vicio a ocultos” en la donación del inmueble, lo que permitiría dejarla
sin efectos. La familia de Franco en la actualidad hace lo posible para
saltarse a la torera el régimen de visitas al Pazo.
Que en un país como España, en donde las
responsabilidades de la pasada guerra y posguerra aún están por depurar,
todavía la familia de un asesino no sólo no esconda sus vergüenzas sino que se
arrogue el derecho, que a todas luces es improcedente, si no ante una ley
torticera que no tiene en cuenta la calidad de un régimen de “donaciones”
obligatorias, sí lo es ante lo que el sentido común entiende por justicia, ello
dice en qué tipo de democracia y ejercicio de la justicia nos movemos. Franco,
aborrecido asesino del pasado siglo, persigue todavía con su sombra las fosas
de las cunetas de las carreteras de España.
Cuando la dignidad de las víctimas del
Franquismo está todavía por reparar, encontrarse al hilo de mi paso por la
madrugada de las calles de Monforte de Lemos con la convocatoria de la
presentación de un libro, aviva de mañana en el peregrino la soterrada
indignación que lo persigue desde cuando llegado al uso de razón tuvo conocimiento
de las miserias que una parte de los españoles fue capaz de perpetrar contra el
estado de derecho y los defensores de la república.
Hace algunas semanas, caminando por
Portugal, hablaba de una mujer que había descubierto consternada a sus treinta
y ocho años que era nieta de uno de los asesinos nazis de los campos de
Auswitch. El descubrimiento había trastocado toda su vida. En esta gente no
sólo no aflora ningún sentido de la culpabilidad…
En Galicia estoy y de cosas de Galicia
hablo. Ayer fue Álvaro Cunqueiro, y de esta bella tierra gallega, otro día lo
fue Pardo Bazán. Caminar Galicia a pie después de haber hecho ya cientos de
kilómetros por sus tierras y todas sus rías constituye a esta altura una
pasión. Ayer un peregrino me rectificaba porque había confundido el Miño por
el Sil. Es verdad, es difícil estar a todas, pero el caminante hace lo que
puede, y a la vuelta de una esquina puede descubrir un bello bosquecillo de mimosas y en las paredes de una ciudad la constatación de una infamia.
El Camino hoy es tranquilo, apacible. En un
recodo del sendero uno de los enanitos que me acompaña siempre me invitó a
subir en el helicóptero que a veces utilizamos para ver desde arriba la
realidad. Total, que dejé a mi cuerpo seguir camino adelante y el enanito y yo
nos fuimos a dar una vuelta por los aires. El peregrino allá abajo parecía tan
poca cosa que casi daba risa mirarlo, solo, con esa chepa siempre a la espalda,
mirando distraído a derecha y a izquierda. Bueno, hoy no sólo acompañado por
sus pensamientos y por cierta inquietud que se le ha metido por dentro en los
últimos días, hoy es que se ha tropezado con un señor de Ibiza en la carretera
y no para de hablar. El señor de Ibiza, que es de Ibiza pero que vive a unos pocos kilómetros de donde están, tiene a su padre de ciento cinco años y está
tan orgulloso de él que le cuenta la mitad de su vida, incluida la aventura de
construir con sus propias manos, y algo de ayuda, claro, una nueva casa para él
y su familia cuando tenía la edad de setenta y cinco años. Lo que es el
peregrino de ahí abajo no se aburre. Yo que le conozco un poco recuerdo cómo en
una ocasión por los montes de Sanabria paró a su lado un coche. Era el cura de
la zona, bueno, no que el coche fuera el cura; creo que se entiende. El caso es
que después de un buen rato de conversación el cura se empecinó en regalarle un
rosario. Padre, es que uno es ateo, se defendía él, pero nada. Nada, así no te
aburres. Cuando no sepas que hacer, hala, coges las cuentas del rosario y a
rezar. No, la verdad es que el peregrino ese de abajo no necesita esas cosas,
caminando es imposible aburrirse. El enanito, más que observar desde el
aire lo que quería era separarse un poco de ese yo que es el peregrino,
desdoblarse, diversificarse. Hay partes del yo que a veces piden a gritos ser
otro aunque sea por un rato. Ser el amigo Ramón, por ejemplo, el amante de los caballos y las mujeres como
un servidor, que ahora camina la costa al norte de Oporto, la amiga Manuela leyendo
en portugués a Antonio Tabuchi (¡Manuela!, di hola, mujer) y que hace ya siglos
y no veo aparecer por aquí, incluso el amigo Sergio metido en una de esas
expediciones a la Antártida
de las que no me dio tiempo saber porque se nos fue la tarde en un suspiro;
bueno también querría ser mi amiga desconocida de tierras de Valencia de la que
ya he averiguado que no es rubia ni morena, o mi amigo Jorge bromista donde los
haya predicando en algún púlpito. Ser otro por una temporada, cambiar de piel,
sentir como siente el corazón y los otros, el chico del bar, la señora Pacita
que tan bien le atenderá en su pensión dentro de unas horas. Joder, si es que
la vida no da pa na. Y ojo al canto
que con tanto monólogo el peregrino se nos pierde por las veredas del monte. Me
lo dice el enano que como me ha visto hablar solo ha decidido ir a su bola y
anda ahora enfrascado en las lecturas del Arte
de amar, no el del tenorio Ovidio, como lo llamaba Harold Bloom, sino el de
Erick Fromm. Me temo que este enano está engendrado algo; uno no lee
semejantes cosas así porque sí. Aquí, como todos somos de la misma familia,
enanitos, un servidor, algunos enanitos más que se han quedado bajo cobijo y el
propio peregrino, cada uno hace lo que puede para saber el uno y del otro y así
conformar una personalidad algo coherente.
Hoy, mientras caminaba y dejaba atrás al
hombre de Ibiza, ya sé que se lo han contado los del helicóptero, se me ha
ocurrido que debería hablar del culto a lo femenino, un asunto misterioso pero
que como abracadabra del cuento es algo que abre la mente a infinitas y
agradables sensaciones y pensamientos. Hace unos años, mientras me perdía por
las Cañadas del Teide, y pasaba una sed del demonio porque calculé mal la
ración de agua necesaria para atravesar aquel desierto, leí un interesantísimo
libro titulado Tantra, el culto de lo
femenino, de André Lysebeth. Una obra que, de haber sustituido en mi niñez
de la escuela a la memorización del catecismo Ripalda hubiera hecho del
peregrino un tipo menos raro de lo que es. Pero no, creo que hoy ya no da tiempo.
Se me acumula el trabajo, porque algo leí
en El jardín del profeta, un nuevo
librito de Khalil Gibran que terminé esta mañana, que quiero dejar aquí como
recuerdo de mi camino entre Monforte y la casa de Pacita, mi anfitriona y
posadera de este fin de jornada. Esto: “Seguir la Belleza aunque vaya a
llevarte al borde del precipicio, y pese a que ella es alada y tú sin alas, y
aunque ella pase más allá del borde, síguela, pues donde no está la Belleza no hay nada”.
A poco más del mediodía ya había llegado a
destino. Allá, junto al fuego de la chimenea vecina a los ventanales que daban
al río Lor, sentada en un sillón imperio que nada cuadraba con el mueblaje del
establecimiento, estaba doña Pacita mano sobre mano mirando a la nada del río
que bajaba bravío y como dispuesto a arrastrar el bosque entero de los
castaños. Doña Pacita, sastre en la juventud en la bella ciudad de Barcelona, y
que cambió la modistería por la regencia de un pequeño hotel entre castaños y
robles, habla tranquila como una abuela que estuviera contando historias a sus
nietos al calor del fuego en una novela de José María Pereda. Comemos,
charlamos y, cuando veo que son cerca de las cuatro me despido de ella con la
intención acaso de hacer una breve siesta.
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