Monforte de Lemos, 11 de marzo de 2018
Camino de Invierno. Etapa
Chantada – Monforte de Lemos
Anoche tardé en dormirme. La jarana que organizaban lo mozos
y mozas del pueblo a costa de la fiesta del vino duró toda la noche. También
estaba inquieto: “¡oh dichosa ventura!”. Acaso me esperaba
"quien yo bien me sabía
en parte donde nadie parecía”.
Las cinco y media de la mañana. Las voces suben hasta mi
ventana alimentadas por las copas de toda la noche. En las escaleras del hotel
hay un inusitado movimiento, puertas que se abren y cierran, voces, risas. Y
fuera, además, llueve de una manera respetable. Me admira esta gente y sus
ganas de fiesta a estas horas. Cuando salgo a la calle una ráfaga de viento se
lleva mi capa por los aires. Llueve tan tenazmente que termino por pararme a
reconsiderar la situación. La etapa de hoy discurre por tantos caminos fuera
del asfalto que algo sí me asusta. Tecleo en Google Maps “Monforte de Lemos”
con la idea de encontrar una ruta alternativa por la carretera. Treinta
kilómetros, la misma distancia que siguiendo la ruta del Camino de Invierno. Al
final opto por probar los caminos del valle del Miño. La oscuridad es extrema,
por el asfalto cruza una corriente de agua de tres dedos de grosor . Tengo que
dejar un pequeño resquicio en la parte superior de mi capa de manera que pueda
consultar a cada momento el gps. El agua, que ahora viene de frente se me cuela
por la abertura. Doy la espalda al viento y vuelvo a consultar mi orientación.
Pasa un camión que levanta una cortina de agua a su alrededor similar a la que
deja la proa de un barco tras de sí.
Ahora camino por una estrecha carretera que va hundiéndose
poco a poco en el valle del Miño. En la penumbra veo pasar junto a mí la sombra
de algunos almendros en flor, algunos mojones del camino con la concha amarilla
indican la dirección opuesta a la que yo llevo. Más abajo mi gps invita a dejar la
carretera. Enciendo la linterna, un camino pleno de agua se precipita cuesta
abajo. Aquello es la boca de un lobo. Meterme en la oscuridad por aquella
especie de túnel negro me parece cosa de locos. Me veo obligado a dar una
considerable vuelta por la carretera.
Poco a poco, y sin que la lluvia remita un ápice, la tenue luz del amanecer se va imponiendo. Cuando vuelvo a encontrarme con
otro mojón la traza de mi gps me vuelve a indicar que debo abandonar la
carretera. En esta ocasión, ya con luz, decidí hacerle caso. Descargo para
sacar los bastones. Mucha agua pero se puede pasar. Después de volver a cruzar
la carretera el camino continúa ladera abajo perpendicular a la línea del Miño.
Entro en la senda y después de quince minutos me encuentro con que el sendero está cortado por la corriente asalvajada de un río de aguas achocolatadas. No
hay tu tía. Una foto de recuerdo como testimonio de que seguir taxativamente el
Camino de Invierno es imposible.
El Camino de Invierno, cuyo origen se debe
precisamente a la necesidad de encontrar un itinerario más benigno ante las dificultades
que suponía para los antiguos peregrinos sobrepasar los altos Cebreiro y San
Roque en invierno, se hará en esta etapa tremendamente dificultoso en más de un
paraje que exigirá darse media vuelta, deshacer el camino y buscar paso por
otro lugar.
Llueve pero el paisaje es magnífico. Por el fondo del valle,
el Miño, como un gran río asiático discurriendo entre montañas envueltas en la
bruma, baja silencioso y sin prisas entre laderas cubiertas de robles y
castaños. Pequeñas aldeas aparecen diseminadas en sus laderas. Todo está en
silencio, envuelto en una quietud que pareciera estar esperando el cese del
diluvio. Cruzo el Miño. Dos cisnes acuden apresuradamente a mi encuentro a ver
si pillan algo de comida. Me siguen a lo largo del puente pero al comprobar que
el caminante no les va a arrojar siquiera un mendrugo de pan, se vuelven por
donde han venido nadando en la pesada grisalla del río.
Mis temores sobre la practicabilidad del sendero desaparecen
después de adentrarme un buen pedazo en el camino. Baja el agua como un
torrente por él, pero se puede pasar. Cuando el ancho del riachuelo ocupa el camino entero, busco pasar por la hojarasca, pero mis botas terminan
encontrando el agua en el fondo.
El salpimentar la vida con pocillos de sufrimiento se me
aparece como un curioso deporte esta mañana. El que este deporte tenga tantos
aficionados me suena en esta ocasión más chocante de lo habitual. En realidad
es un interrogante que no sé si me va a dar tiempo a resolver en lo que me
queda de vida. ¿Qué hago, por ejemplo, yo aquí está mañana, al parecer el único
ser vivo en muchos kilómetros a la redonda, con los pies helados metidos en una
bañera, botas “impermeables” de Goretex de 300 euros, calado por todos los
lados, por transpiración o por inmersión, da lo mismo, un tío solitario
chapoteando aquí y allá buscando una piedra mediante la que librarse del agua? Y todo ¿pa qué? Es un enigma ese de los retos que uno se pone por delante, y
hablo de cosas sencillitas como estas de hacer Caminos de Santiago en invierno,
que no hablo de pasar una semana en la cumbre del Aconcagua, tres meses en
tierras polares bajo el techo de una tienda de campaña o de subir al Everest
solo en diecisiete horas, o escalar la pared norte del Eiger en algo más de dos
horas.
Tipos curiosos estos homo sapiens que tan pronto se enamoran
como locos como les da por caminar semana tras semana bajo la lluvia.
Cuando ya he dejado atrás el cuestón de las laderas del
valle del Miño, leo por un rato a Byung-Chul Han. Esta mañana apenas me entero
de nada, leer se transforma en un ejercicio de pesca, mi escucha – lectura es
como lanzar el sedal al río de las palabras y las ideas a ver si en algún
momento, mientras las palabras corren por el caudal de la mañana quizás oiga
algo, me digo, que me interese, cazo una idea, descubro algún Dorado. Quizás en
una de estas pesque un pez gordo. A veces es sólo cosa de paciencia. Eso de
entender todos los libros que leo no va conmigo, yo soy muchas veces, no todas,
más bien una mariposa, un colibrí que picotea aquí y allí a la búsqueda de una
comprensión del mundo o de mí mismo, a la búsqueda de alguna perla, de unos
versos o, como esta mañana, cuando más adelante dejé a Byung-Chul, simplemente
tras la persecución de un trozo de imaginación e ingenio cuando me sumergí en
las delicias de Las mocedades de Ulises, de Álvaro Cunqueiro. Cunqueiro “nos
dejó su obra como una escala de Jacob que va de su cabeza a los sueños”. Leí en
otras ocasiones algunas obras más de Cunqueiro, pero ah, uno olvida tan rápidamente
que, cuando se ve en la tesitura de hincar el diente a un libro más de un autor
que te encantó, el último fue el delicioso Merlín y familia, debe arrepentirse
de haber leído posteriormente un montón de libros que no le llegaban a
la suela del zapato a este gran poeta de la prosa gallega. Total que con Ulises
ando. La afición de Cunqueiro por las historias de otros tiempos, casi siempre
sus libros caminan por siglos alejados de lo nuestros, y su capacidad para
recrear ambientes, circunstancias y hábitos lejanos con una prosa preciosista y
precisa hacen de su lectura un ejercicio sumamente placentero.
Atención a los peregrinos en el Camino de invierno entre
Monforte y Chantada. A la altura de Gallegos el paso está completamente
cortado, un río de tres metros de ancho lo hace intransitable. Tuve que dar una
respetable vuelta para encontrar el otro extremo de mi track.
La espléndida belleza del invierno gallego en dónde ya
despuntan en pequeños brotes de primavera algunos arbustos, se hace
manifiesta especialmente en esta etapa en los alrededores del Miño. A mi paso
las flores de las mimosas, vencidas por el peso del agua, yacen agachadas
esperando la aparición del sol para volver a su posición erguida.
Monforte de Leemos: treinta kilómetros: demasié. Gonze.com
me propone para mañana una etapa hasta Quiroga de treinta y seis kilómetros.
Esas distancias más que de un
peregrinaje parecen propias de un maratón. Anduve indagando y encontré una
pensión a medio camino en A Labrada, con lo cual la cosa se hace mucho más
racional.
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