Encontrar la felicidad bajo la lluvia





Chantada, 10 de marzo de 2018 
Camino de Invierno. Etapa Rodeiro – Chantada. 

Era tarde pero no resistí la tentación de ver al menos el principio de una película que me esperaba desde días atrás. Había pedido a Victoria que me la bajara del Emule y entre una versión de imagen dudosa y una de excelente blanco y negro aunque en italiano elegí esta última. Vi menos de media hora de Andrei Rubliov, la gran obra de Tarkovsky, pero fue suficiente para que mi piel se estremeciera ante la belleza neta y penetrante de las imágenes que proponía el maestro ruso. Tres peregrinos, pintores de retablos y de obras sacras, caminan bajo la lluvia. Se guarecen en una taberna donde la alegría y el buen humor se enfrenta a la adustez monacal de aquellos tiempos. Tras la sabrosa actuación del bufón, entran los monjes que miran desconcertados el espectáculo. Silencio. La cámara recorre rostros y actitudes, del fondo surge una voz de plata que penetra por los intersticios del alma y que me estremece el cuerpo (será que al peregrino en casi un mes de peregrinaje la sensibilidad se le ha agudizado).
Termina de llover. Los monjes continúan su camino, sus siluetas se recortan contra el perfil de unos árboles desnudos, más allá los guardias se llevan al bufón desplomado sobre un caballo. Hay que ver a Tarkovsky con el espíritu de quien va a recibir una gran revelación a través de sus secuencias de exquisito blanco y negro; con el recogimiento de quien está ante una de las más excelsa obras de arte que ha producido el hombre. Al menos así veía yo anoche las primeras secuencias de la película.


Me desperté sobresaltado, estaba medio muerto y el autor de mi desgracia se compadecía de mí cubriéndome con cartones para guarecerme de la lluvia. Yo era el único testigo de algo que le podía llevar a la cárcel pero en él luchaban la fuerza de la conmiseración y el deseo de deshacerse del testigo de su delito. Era una escena bastante dantesca. En un momento, ya a medio camino entre la vigilia y el sueño, encontré que todo aquello era suficientemente interesante como para que me sirviera como material para el post del día siguiente. Hice un esfuerzo y saliendo momentáneamente a la vigilia tomé el teléfono para grabar el sueño antes de que éste desapareciera definitivamente de mi memoria. Traté de grabar algo pero estaba todavía demasiado dormido. Por la mañana comprobaría que la grabación era un vano esfuerzo por salir del sueño. Esta es la grabación que me encontré por la mañana en el telefono. “Estoy en una extraña casa al fondo de un pasillo sacos sin fondo y soy testigo de que alguien ha robado ha golpeado al dueño y en algún momento me descubre yo le había tratado bien y me voy me golpea no me desmayo estoy debajo de unos me meto ahora estoy dormido estoy debajo de unas de unas sillas me cubre y en un momento huye no sé pero luego el problema es la policía que yo quiero llamar a la policía y me hago un lío con el teléfono.
Y cuando me di cuenta que estoy soñando lo que quiero hacer es recordarlo para escribirlo mi post, al mismo tiempo quiero seguir soñando. Todo es muy apasionante. Parece el rincón oscuro de las cloacas por las que huye Orson Welles en El tercer hombre”.


Mi cuerpo se mueve en la madrugada siguiente como si estuviera de estreno. La lluvia, la oscuridad con que me encuentro cuando me alejo del hotel, el gozo de una extraña paz interior que me surge de las entrañas como una nana que me acariciara todo por dentro.

Recuerdo risueño a la peregrina de ayer, que sin haber leído el post aquel de “Malditas mujeres” me recordaba que yo precisamente era hijo de mujer.  Y pienso en los periodistas, tan conocedores de este modo que tienen tantos de leer la prensa, cómo transmiten una cosa por otra por el simple procedimiento de manipular un titular que probablemente dice lo contrario del texto que le sigue.



 Y, ¡ay!, los pájaros y su alboroto al filo del alba. Y una urraca que en vuelo corto se sube a las ramas altas de un fresno a gorjear. Y el silencio interior del que hablaba ayer Byung-Chul Han es el señor de la mañana.

Y cesa la lluvia y se queda de momento en un tranquilo chirimiri. Atravieso bajo las luces naranjas del alumbrado público de una aldea donde la silueta de las ramas desnudas de los árboles, ya sobre el fondo opaco de un azul prusia deslucido, aparecen como saliendo somnolientas de una noche de Walpurgis. Más adelante, los gigantes molinos de viento, acaso añorantes del sol del Campo de Criptana, cuando don Quijote y su locura los elevaron a símbolo de cuantas alucinaciones el hombre puede engendrar, mueven despacio sus solemnes aspas en lo alto de las lomas por donde una hora más tarde discurrirá mi camino.

El cielo es ahora de un color de panza de burro litigando por salir definitivamente a la luz del alba.


Mouriz, A Feira, A Ermida de Camba, Vilanova de Camba. Son algunas de las aldeas que atravieso. Solitarias, mudas, envueltas todavía en la noche o entre los dedos del alba aparecen como abandonadas a un sueño profundo que sólo rompe el guirigay de los pájaros y el canto de los gallos.

Y la lluvia vuelve a caer como una tromba.

Y poquito a poquito va amaneciendo el campo tal si saliera de un túnel de una mina de carbón al gris sucio de este sábado de marzo. Una ligera bruma adorna los bajíos donde hileras de álamos se elevan como lanzas sobre el campo ahíto de agua.


Hoy no me quejo del asfalto de la carretera local que camino, tranquila y sin tráfico. Con las semanas de lluvia ininterrumpida imagino cómo deben de estar los caminos.

El viento de la noche ha arrancado grandes ramas de los árboles que ahora yacen atravesadas en la carretera. Y mientras camino me leo a mí mismo en un verano atravesando las Rías, y el peregrino de ahora y el caminante de entonces se reconocen y ambos se congratulan del encuentro, de comprobar que la vida prosigue y que los caminos siguen siendo el cauce por donde los sueños del caminante y del peregrino continúan transitando. Leyéndome, hoy España a pie. Las rías gallegas, asumo la certeza de que el camino saca de mí lo mejor que tengo, sea atravesar los Alpes, los Pirineos o recorrer como en esta ocasión alguno de los Caminos de Santiago. Los caminos sacan de mí esa poesía que quizás todos llevamos soterrada en un rincón del alma.


Llegado casi a lo alto del puerto de Faro en donde los gigantes de Iberdrola dan vueltas locas empujados por el viento, mi lectura se suspende de repente, la app no responde. Y entonces cierta asociación de ideas me lleva, no sé por qué, a desear escuchar alguno de los madrigales de Monteverdi. Busco en mi teléfono, ese gran almacén de libros y discos, y selecciono el tercer libro de los Madrigales. Y Dios cómo suena esta música bajando el puerto. Las manos en los bolsillos, la lluvia tamborileando en la capa de agua, más allá del arcén de la carretera, en fin, el ferruginoso color de los helechos abatidos por el frío y la lluvia.

Pero poco más abajo comprendo que el momento es tan excepcional que necesita hacer subir todavía de tono la música y elijo entonces la inolvidable Pasión según San Mateo de Bach. Música para transitar por lo cielos, para enrocarse uno en la trascendencia del momento.

“¡Oh, inocente Cordero de Dios!,
sacrificado en el tronco de la cruz,
siempre sereno,
pese a ser despreciado.
Has soportado
todos nuestros pecados.
Sin Ti habríamos desesperado.
¡Compadécete de nosotros, Jesús!”

Sí, llueve. Mi felicidad es completa.


 Por la tarde, después de comer, ya en Chantada, era otro mundo, como cambiar de siglo, de la oscuridad del invierno lluvioso al beneplácito de casi todos los de un verano acogedor. Un radiador eléctrico seca ahora toda mi ropa en la habitación del hotel. Habitación que pillé de casualidad porque hoy se celebra la fiesta del vino de la localidad y tuve que bregar un buen rato para encontrar acomodo.

Y vuelvo a acordarme del titular de mi post sobre las mujeres y me sonrío. Lo que hace un titular, me digo. Ya puedes escribir cualquier patata frita que se te ocurra que si encuentras un título adecuado a la curiosidad de algunos lectores tienes la difusión asegurada. El post de días pasados  (“A un panal de rica miel… “), ya rompe el techo de todas las visitas. Bueno, luego, leer no se leerá, como se comprobará fácilmente por algunos comentarios, pero ahí queda el clic que hará subir a las nubes lo que sea con tal de que el título sea “adecuado”.

Y terminando este post me llega un guasap de mi amigo Jorge Túa, que no tiene nada de peregrino, y que si de peregrinar algún día se tratara sería tras la exquisita cocina gallega, las ostras o los muchos vinos que está tierra ofrece. Jorge me alenta a un programa gastronómico y de copas al que el peregrino no está en absoluto preparado, que un servidor, pese a todo es hombre de sobrias costumbres. En sus líneas habla sin embargo de algo más que de tascas y copas, también se muestra como un esperto en esto de distinguir las lluvias, los aguaceros, los chirimiris o los orvallos. Copio y pego para ilustración de los curiosos. Jorge, que diserta con mucho conocimiento sobre lo divino y lo humano y “predica” con regularidad en muchas universidades del mundo, escribe: “Sigo leyendo con gusto tus relatos, mi querido Alberto. Del último, que es el de hoy, me permites que te haga una pequeña precisión. Lo de Lalín no es chirimiri, que en grafía vernácula sería txirimiri, que en otros sitios llaman cernidillo o cilampa, y en Centroamérica, tapayagua o chipichipi, y que si fuera en Lima sería garúa. Tampoco es calabobos ni llovizna. Lo que cae en Lalín yo creo que es orbayo, o tal vez orvallo. Y usté perdone. Buen camino de regreso”.

Tan de agradecer e ilustrativos son los guasap de mi amigo que uno se siente como si se le hubiera caído sobre la cabeza una nube de sapiencia. Mi respuesta a vuelta de correo: “Amigo, ¿pa qué seguir escribiendo sobre Pessoa o Cervantes? Yo que tú escribiría mejor un tratado sobre esas sutilezas en que se deshace el agua cuando se derrama sobre esta tierra galega. Por cierto que escribí una nivela (se escapó, que eso de nivela es más bien cosa de las excentricidades de Unamuno que también gustaba poner los puntos sobre las haches), una novela, quería decir, titulada De soledades y orvallo y nunca llegué a saber cuál era su grafía correcta. Hoy no chirimeaba por aquí, hoy era Macondo en toda regla.


Y yo creo que ya está bien para esta tarde. El sol de hace un rato se ha esfumado y de nuevo lo que veo tras la ventana de mi habitación es la acostumbrada lluvia de siempre.



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