El maravilloso dúo Tarkovsky – Herzog




San Ildefonso de la Granja, 26 de marzo de 2018 
Camino de Santiago de Madrid. Etapa Zamarramala – San Ildefonso de la Granja.


Anoche terminé el último capítulo de Andrei Rubliov, de Tarkovsky. Hermoso final que pone el broche último a un día más de peregrinaje y que es a su vez el último de Rubliov. Rubliov, pintor de iconos y frescos de la Rusia del siglo XIV, peregrina a través del país siguiendo una especie de subida al monte Carmelo donde los problemas religiosos, sociales, la vida de la gente, los porqués, Dios, la crueldad de los hombres, la arbitrariedad, el poder, el amor, en fin, desfilan como un rosario de interrogantes frente al a veces perplejo Rubliov al que tanto sorprende el amor como la crueldad como la capacidad de crear de los hombres. El último capítulo es un canto al hombre, a su laboriosidad y a su arte. La construcción de una enorme campana es el sujeto central del mismo. El trabajo al unísono de la fundición, el transporte y finalmente el espectáculo de verla izarse lentamente con el esfuerzo físico de centenares de hombres que tiran conjuntamente de las cuerdas que despacio se desplazan por las poleas era un espectáculo que me remitía a otra gran obra cinematográfica, el Fitzcarraldo de Werner Herzog. No me cabe la menor duda de que cuando Herzog tuvo la idea de hacer subir un barco de pasajeros desde la cuenca de un río amazónico por las laderas de una montaña para después hacerlo descender hacia otro río inexplorado, necesariamente debía de haber tenido en la cabeza estas hermosas secuencias de la película de Tarkovsky, que tanto recuerdan el trabajo de los visionarios del mundo capaces de soñar en grande, como decía días atrás Cristina Spínola, y de llevar a cabo su sueño. Las escenas de la fundición de la campana y su transporte y la ascensión del barco de Herzog por las laderas de las montañas amazónicas son un canto a la belleza y al arte de hombres capaces de conmocionarnos con su arte desproporcionado y tan hermoso a la vez. A Herzog le propusieron muchas veces hacer aquellas escenas en los estudios, pero su sueño apuntaba mucho más alto, no paró hasta conseguir que creyeran en él. Él no podía trabajar con la ficción de un barco de juguete. Tenía que izar un barco de pasajeros de grandes dimensiones, un barco de verdad. Probablemente el espectador poco atento no habría notado la diferencia en el caso de hacerse las secuencias en el estudio dados los avances técnicos con que se trabaja hoy, pero eso no importaba a Herzog, era un reto personal, la posibilidad de hacer las cosas tal como él las había soñado pesaba mucho más que el producto final que saliera en el celuloide. Desconozco los pormenores del rodaje de Andrei Rubliov, pero no me imagino que Tarkovsky trabajara de manera muy diferente. Los genios del cine son gente muy especial que gustan de alcanzar la verosimilitud con la fuerza de una realidad paralela a aquella que la ficción les propone.



Digo yo, ante este entusiasmado panegírico, que si no estaré mediatizado, y mi respuesta es sí, independiente de la calidad artística de estas obra. Creo que lo hace el aire del campo; la vida que hago desde hace una cincuentena de días ha sensibilizado mi cuerpo y mis neuronas hasta el punto de vivir casi con exaltación fragmentos de vida que en la cotidianidad de una vida diferente en el hogar, con toda probabilidad habría tenido connotaciones muy diferentes. Y es que la apreciación de las obras de arte tiene también su teatro y su momento álgido cuando los espectadores, ungidos por la especial gracia de la fuerza inspiradora de los caminos, las endorfinas, las privaciones, el esfuerzo o lo que fuere, encuentran que su sensibilidad se ha disparado y es capaz de tocar el cielo con la yema de los dedos por poco que las circunstancias aleteen a su alrededor. De todos modos no se crea que cuando hablo de Tarkovsky o Werner Herzog se pueda interpretar como amor inspirado en algún afrodisíaco. Su genio está por encima de cualquier interpretación subjetiva.



Amanecía hoy cuando me asomé al altillo que más abajo de Zamarramala se asomaba sobre la ciudad de Segovia. Probablemente existan pocas ciudades en el mundo que desde una perspectiva similar se nos aparezcan tan hermosamente bellas. El Alcázar, la catedral columbrando la ciudad, las numerosas iglesias románicas, la disposición sobre el panel de la mañana de una ciudad de solera, adusta, sobria, izada sobre la roca cálida que lo mismo alimentó la imaginación de los arquitectos romanos, que de los medievales o del barroco y que me hacían percibirla en un ejercicio de corte antropológico como obra final de un antiguo homo sapiens que previamente había descendido de los árboles, se había humanizado y había sido capaz de elevar su praxis y el arte de protegerse del frío y de las inclemencias del tiempo a la categoría de sofisticado arte, belleza sin paliativos.



Siguiendo esta línea de admiración no tardaría en tropezarme con el acueducto y sus sillares; lo seguí por algún kilómetro. Observaba el trabajo minucioso de los antiguos canteros, detalles inocuos, ajustes de precisión en las formas de las sillerías, la armonía de los cortes al servicio de un objetivo, llevar el agua de la sierra a la ciudad, pero, ojo, hacerlo de una forma bella a la vez que práctica. El genio de una cultura al servicio de futuras generaciones, algo que jamás podremos decir nosotros, vivientes depredadores a los que parece tener sin cuidado el bienestar de las generaciones futuras a las que dejaremos un planeta degradado con lo recursos energéticos en los mínimo.

 Y mi paso por Segovia es un paseo, y en un calleja me encuentro con la escultura de San Juan de la Cruz, el de los amores lleno.

Y más allá cuando dejo atrás el Acueducto y entro en la ribera del río Eresma, cantarín y juguetón con sus álamos y sus meandros encajonados en la estrechez de un breve valle, vuelvo al Bhagavad-Gita, que leo como quien se paseara por sus páginas a modo del que espera de su contacto y del sonido de sus palabras la luz de una verdad milenaria. No hay nada que comprender o memorizar, el sonido de las palabras, el tránsito de las ideas, las exhortaciones de Krishna a Arjuna, la necesidad de purificación de la mente, la importancia de tomar conciencia del mundo como algo irreal e ilusorio, todo tal una lluvia que te cae encima como una música de fondo sin que quizás tu razón no retenga, pero sí alguno de sus enanitos esos que, expectantes, viven dentro de ti a la espera de guardar en su seno alguna verdad con que alimentar el inconsciente de su dueño.



Y resulta que poco a poco, mientras que la sierra nevada delante y el río cantando a mí derecha van alimentando mis ojos, el paisaje termina haciéndose acogedor y magnífico después de alcanzar el embalse del Pontón Alto, momento en que mi esperada relectura de El Banquete, de Platón tiene al fin su tiempo. He estado hablando por teléfono durante un buen rato con mi ya casi conocida amiga desconocida, que alumbra por demás mi esperanza de un pronto encuentro, y es el momento de El Banquete, para el que las siguientes palabras de Platón sirven de introducción: «He aquí, pues, el recto método de abordar las cuestiones eróticas o de ser conducido por otro: empezar por las cosas bellas de este mundo y teniendo como fin esa belleza en cuestión y, valiéndose de ellas como de escalas, ir ascendiendo constantemente, yendo de un solo cuerpo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a las bellas ciencias, hasta terminar, partiendo de éstas, en esa ciencia de antes, que no es ciencia de otra cosa sino de la belleza absoluta, y llegar a conocer, por último, lo que es la belleza en sí».



La esperadas palabras de Diotima, que Platón se saca de la manga para dar más concreción a sus ideas, que expresarán las principales reflexiones que bailaban en la mente de Sócrates y Platón, y que yo recordaba de lecturas anteriores en relación a ese extraordinario dúo que componen el amor y la belleza, me esperaban así en los próximos días ya en la cercanía de Madrid. De momento recordar que para Diotima, alter ego del mismo Platón, “el amor a lo bello otorga dicha al hombre, y por ello éste lo desea poseer por siempre. El amor es entonces un anhelo por la inmortalidad”.





El paisaje es bello como no lo he encontrado en mucho tiempo. Los llanos de Tierra de Campos, los extensos pinares de Segovia, los ondulantes meandros del Eresma que he seguido durante días dan ahora paso a las familiares montañas del Guadarrama (por cierto, jodía manía esa de querer rebautizar sierra de Guadarrama, así tan humilde y bonito apelativo con esa estupidez de Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama. Nuestra sierra no necesita oropeles de la feligresía política, que vayan ellos a rebautizar a sus nietos o biznietos, pero no a criaturas que llevan sobre la tierra, como sus pinos centenarios la nobleza de un nombre que ya santificaron en prosa y en versos un buen número de poetas encabezados por Don Antonio Machado). Hoy las nubes sobre sus cimas, pero dejando a la vista la vestimenta de sus pinos cubierta por el vapuleo de la ventisca. La cota de nieve está muy baja y las ramas de lo pinos aparecen cubiertas con el peso de la nieve.



Mientras me tomo un chupito de crema de orujo y un café en un bar de La Granja haciendo tiempo para esperar a Verónica, que vendrá a abrirme el albergue, oigo en la 1 a una tal Sáez de Santamaría decir con toda la naturalidad y el cinismo del mundo que en España todos somos iguales ante la ley. Son tan sinvergüenzas que ni siquiera se le suben los colores a la cara cuando dicen estas cosas. Sinvergüenzas sin paliativos, ladrones, mafia organizada para monopolizar el poder en el país, jueces comprados por todos los rincones de este país, perversos manipuladores que están convirtiendo esta bella tierra en un foro de discordia de unos contra otros con la única finalidad de seguir mangoneando a su gusto la nación. “En este país todos somos iguales ante la ley”: joder, lo que hay que oír.



Me acabo de despedir de Verónica, la encargada del albergue Camino de Lis, en La Granja, y casi estoy emocionado por la tarde que me espera. Un sillón frente a un gran ventanal a la altura de las buhardillas vecinas por donde entra el sol a bañar mi cuerpo; los radiadores encendidos; solo en una gran sala preparada para albergar a una treintena de personas, toda la tarde frente a mí como un inesperado regalo.

Hoy despacho mi crónica temprano. Primero porque mi chica estará ocupada con su equipaje, esta madrugada vuela a México y, como es habitual le quiero mandar mi texto para que lo corrija, no vaya a ser que al peregrino se le escape un “vurro” por un “burro”, y segundo porque quiero aprovechar a hacer mi colada en grande, que entre unas cosas y otras el tema se ha ido alargando hasta una situación peligrosa. Hoy, duchado y con toda mi ropa limpia volveré a ser un peregrino presentable.



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