Del amor



Las Dehesas, Cercedilla, 27 de marzo de 2018

Camino de Santiago de Madrid. Etapa San Ildefonso de la Granja – Las Dehesas, Cercedilla.


Esto decía Agatón por boca de Platón, mientras el peregrino empezaba a pisar las primeras nieves después de haber dejado atrás la fuente de la Canaleja: “El Amor es el que da paz a los hombres, calma a los mares, silencio a los vientos, lecho y sueño a la inquietud. Él es el que aproxima a los hombres, y los impide ser extraños los unos a los otros; principio y lazo de toda sociedad, de toda reunión amistosa, preside a las fiestas, a los coros y a los sacrificios. Llena de dulzura y aleja la rudeza; excita la benevolencia e impide el odio. Propicio a los buenos, admirado por los sabios, agradable a los dioses, objeto de emulación para los que no lo conocen aún, tesoro precioso para los que le poseen, padre del lujo, de las delicias, del placer, de los dulces encantos, de los deseos tiernos, de las pasiones; vigila a los buenos y desprecia a los malos”.

Primero las rodadas de un todoterreno y después algunas huellas me hicieron albergar la idea de que los quinientos o seiscientos metros de desnivel que tendría que superar hasta alcanzar la divisoria en el puerto de la Fuenfría serían pan comido. Craso error. Las rodadas finalizaron bruscamente en un repecho y las huellas, tapadas por la ventisca del día anterior fueron desapareciendo poco a poco hasta esfumarse por completo. Asomaban acá y allá como una pequeña señal pero nada más. Según subía la nieve fue cogiendo consistencia y profundidad. Era una nieve nada compacta que a veces aguantaba mi peso pero que de repente cedía y me hacía sepultar las piernas hasta más arriba de la rodilla. Lenta, muy lentamente fui avanzando por el bosque que presentaba el aspecto de quien estrena la vestimenta de un gran manto de armiño. La soledad del lugar, un hombre abriéndose pasó en el silencio de la mañana, algún arroyo que atravesaba el sendero oculto bajo la nieve. Ayer había meditado largamente sobre el itinerario a seguir. Los peregrinos con los que coincidí en Zamarramala habían tribulado durante muchas horas abriendo huella por un itinerario, el Camino original de Madrid, que discurría por muchos kilómetros por una cota cercana a la los mil setecientos metros. Pensé que abrir huella solo durante tan largo recorrido iba a ser muy penoso, así que elegí otra ruta para alcanzar el puerto de la Fuenfría. Antes de las Siete Revueltas, en la carretera que sube al Puerto de Navacerrada, el GR-10 cruza la sierra descendiendo de Cotos y atravesando bajo Siete Picos. Tomando esta senda, que no será senda hoy sino una superficie de nieve, pero que viene señalizada con las conocidas señales rojiblancas, ganaría rápidamente altura.

Era bastante duro ese ejercicio de probar a ver si la nieve resistía para de golpe hundirte profundamente. No obstante me lo tomé con tanto humor que fui capaz de seguir las intervenciones que hacían los comensales en El Banquete, hermosas exposiciones en las que cada uno de los comensales exponían alguno de los aspectos del Amor; sí, con mayúscula en el texto de Platón. No suelo leer en estas circunstancias, que los libros oídos son más bien para senderos de mayor sosiego, pero la belleza del texto y el énfasis que se ponía en las palabras en torno ese misterio que llamamos amor y que tan difícil resulta definir ante lo escurridizo de su contenido, hizo no sólo que me sintiera a gusto sino que también me invitaba a veces a detenerme para subrayar algún fragmento que me resultaba especialmente revelador o bello. He aquí uno de esas fragmentos que me detuve a subrayar sobre el texto del teléfono. Era el turno de palabra de Aristófanes. Respondiendo a Erixímaco, mientras Sócrates espera su turno de palabra, Aristófanes se expresa así en relación al amor: “Figúraseme, que hasta ahora los hombres han ignorado enteramente el poder del Amor; porque si lo conociesen, le levantarían templos y altares magníficos, y le ofrecerían suntuosos sacrificios, y nada de esto se hace, aunque sería muy conveniente; porque entre todos los dioses él es el que derrama más beneficios sobre los hombres, como que es su protector y su médico, y los cura, de los males que impiden al género humano llegar a la cumbre de la felicidad”.

Empezó a sobrarme toda la ropa. El ejercicio, que me dejaba sin resuello, hizo que me desprendiera de todo hasta quedarme en mangas de camisa. Esta mañana, cuando todavía era de noche, y me asomé a la ventana del albergue, todo el cielo estaba cubierto por nubes bajas que merodeaban no mucho más altas que los tejados de la La Granja. Me imaginé que tendría que meterme en la boca de lobo de la niebla con nieve profunda y la verdad es que la cosa arrugaba un poco mi ánimo. Recordaba el invierno anterior, cuando tuve que atravesar la Cordillera Cantábrica por los valles cercanos a Pajares cuando hacía el Camino de Santiago de San Salvador. Había empezado a caminar cuando todavía la luz era un hilo de claridad en la madrugada y con el convencimiento de que bajaría para dar un gran rodeo el evitar el grueso de la nieve. Pero una vez en la bifurcación me armé de valor, aunque no había ninguna huella que me guiara, sí me animaron unas pequeñas garrotas de hierro pintadas del amarillo que aquí y allá sobresalían sobre el paisaje taciturno y de nubes bajas. Entonces, no sé yo qué fuerza me impulsó por aquellas laderas inhóspitas y desconocidas para mí, el caso es que me fui abriendo paso; después llegó una ventisca endemoniada que me impedía ver por dónde caminaba, la nieve se hizo más profunda, pero como eso de que sacar fuerzas de franqueza es una verdad posible, sucedió; saqué fuerzas de flaqueza y caminé durante horas con nieve que a veces me llegaba arriba los muslos. Perdí el rumbo en alguna ocasión porque me era muy complicado consultar el gps. Me había tenido que poner las gafas de nieve para enfrentar la ventisca que tenía de frente y las gafas se empañaban por dentro y por fuera se llenaban de nieve. Al final llegué a un collado pero la ventisca allí era tan fuerte que me hacía caminar como un borracho que se abriera pasó en una ciénaga. En algún momento, lejos entre la niebla apareció la delgada línea de una carretera. Era la nacional que atraviesa el puerto de Pajares. En un lugar donde las señales seguían a la izquierda en un giro de ciento ochenta grados una prolongada ladera, decidí abandonar el Camino de San Salvador para alcanzar a cualquier precio la carretera. Abrir huella por aquella ladera me habría hecho llegar a Pajares de noche. Fue una aventura alcanzar la carretera montaña a través. A veces caía en hoyos hasta el pecho, otras tenía que luchar en medio de altas retamas en donde los pies se hundían sin remedio. Fue una etapa notable aquella. La imagen de un hombre solo abriéndose paso entre la ventisca y la niebla en nieve profunda por montañas desconocidas con la sola ayuda de la pantalla de un teléfono para orientarse es un recuerdo que me llena de orgullo. Llegué al puerto con el rostro cubierto de hielo y nieve pero la satisfacción que me bailaba dentro eran tan enorme, tan grande…

Hoy no había nada de aquello. Había amanecido cubierto pero a lo largo de la mañana había ido despejando hasta dejar un cielo completamente despejado. Hoy sólo era el esfuerzo de subir y avanzar metiendo a cada momento las piernas hasta el fondo. Cuando al fin asomé en el puerto de la Fuenfria y me encontré con una pareja calzando raquetas lo primero que se me ocurrió decirles era que así ya se podía. Me sirvieron de fotógrafos. Me hacía ilusión una foto allí en el collado, por otra parte tan familiar, casi era el símbolo de la culminación de este largo camino de invierno que empezó en Lisboa, continuó hasta Santiago y que ahora, después de atravesar Guadarrama, ya sería un paseo hasta Madrid.

Bajando de la Fuenfría saqué a mi teléfono del modo avión. No me gusta que suene excesivamente durante mi marcha, pero hoy esperaba algo de mi amiga desconocida. Traté de llamar a mi chica a la que acaso pillara en Roma en un cambio de avión que se dirigía a Méjico, pero no, su avión debía de estar ya sobrevolando el océano Atlántico. Efectivamente, tintineó el correo y de pronto me encontré con unos versos de regalo de mi amiga desconocida puestos ahí en el momento más apropiado poniendo la guinda al pastel de la jornada. Eran versos de Joan Maragall (1913):

Vuelvo de la dulzura de las montañas
y de ver el mar azul desde las cimas
todo estaba lleno de luz y de alegría
por los llanos brillaban temblando los ríos.

Todo estaba cerca y lejos, y todo tenía
como un resplandor de eternidad
aquel reposo con el que sueña el alma
para cuando este camino se haya acabado.

Me estoy habituando tanto a la compañía de esta mi amiga desconocida que no sé si voy a poder prescindir de ella en el futuro. Y no sé yo no sé yo si esas ganas repentinas que me han entrado de leer El Banquete, el conocido dialogo de Platón sobre los asuntos del amor no tendrá que ver algo con esto. En fin, el tiempo dirá.

Hoy, por primera vez en, ¿cuántos días?, cuarenta y tres exactamente, creo, he tenido la oportunidad de tumbarme a la bartola tras la comida. Vecino al parking donde la última vez estuve con los amigos del Navi, comí, me tumbé al sol y eché una larga siesta como un lagarto que no tuviera ya nada que hacer en la vida que refocilarse al calorcito que llegaba hasta los prados de nuestra sierra. Nuestra sierra, sí, ahora ya en tierra amiga y familiar, nuestra tan querida sierra.

A última hora se me ocurrió que los amigos del Navi mañana andarán por las cercanías dando el consabido paseo de los San Miércoles, así que llamé a Laure para que me pusiera al tanto. Efectivamente, mañana el grupo come en Los Molinos, así que si encuentro a algún caritativo compañero que se acerque a por mí a Matalpino, en cuyo albergue municipal pernoctaré, mañana será día de comida entre amigos. Después me volveré a mis hábitos de peregrino.


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