Alcazarén,
22 de marzo de 2018
Camino
de Madrid. Etapa Puente Duero – Alcazarén.
El
tiempo, aunque frío se ha vuelto amable y acogedor, da gusto salir del
albergue con el sol en la cara y las manos en los bolsillos. Primavera temprana
aunque el vaho vaya dejando nubecillas en el frío de la mañana. La pura
monotonía de mis pasos vuelve a ser la música de la mañana. Mi teléfono me dice
que estamos a cero grados. Un poco de asfalto y el resto por primera vez será
atravesar grandes pinares cruzados por pistas forestales bien cuidadas y rectas
como diseñadas con un tiralíneas.
Me
han regalado un libro de Le Breton titulado El
silencio, pero no funciona en mi dispositivo, así que me refugio en la
historia de Héctor Abad Faciolince, El
olvido que seremos. El papá de Héctor, porque supuse que la novela era
autobiográfica desde el primer momento, es un médico dedicado “en cuerpo y
alma” al trabajo social en el entorno agresivo de una ciudad colombiana donde
luchar para que la población más necesitada pudiera disponer de agua potable o
tener una atención médica elemental era subversivo, hasta el punto de que
sufriera persecución por parte de las clases conservadoras que veían como un
atentado esta dedicación que podría en algún momento cuestionar la secular división
de la riqueza y el poder siempre en manos de los más poderosos. En todas las
parte del mundo siempre ha sido subversivo tratar de restituir a la totalidad
de la sociedad un debido equilibrio de riqueza y poder. En Colombia se
contrataban sicarios que terminaban segando la vida de aquellos que podían
aventajar un clima de reivindicaciones, en España las clases dominantes con el
estandarte del general Franco, y ante el miedo de que algunos de sus
privilegios fueran puestos en cuestión, fueron capaces de sumir al país en una
guerra civil. No dudaron en provocar la muerte de medio millón de compatriotas
y provocar calamidades sin fin con tal de seguir manteniendo ellos, los de
siempre, aquí, en Colombia o en cualquier parte del planeta los casi siempre
espurios privilegios que a través de las décadas y los siglos las clases
privilegiadas han usurpado a las clases más débiles, el uno por ciento de la
población sojuzgando siempre al otro noventa y nueve por ciento. Si te levantas
contra las injusticias del sistema siempre serás un maldito rojo comunista. Ese es el relato simplificado de la historia de la humanidad. Haz algo para que
haya algo de justicia y ya tendrás el sambenito de comunista colgado de tu
cuello para siempre. Historias de la posguerra que no se diferencian mucho de
la actualidad.
La
mezquindad e hipocresía de la derecha, la Iglesia Católica
y todos aquellos que coadyuvaron a mantener la injusticia secular que hace que
ese uno por ciento de la población del mundo más rica se apropie de la riqueza
del planeta en beneficio propio mientras grandes capas de la población viven en
la miseria, es tal y tan grande que hoy, con la ayuda de los medios de
comunicación y especialmente la televisión, todavía asumimos la situación como
si ello fuera la cosa más normal del mundo.
La
primavera llega a la torre de la Iglesia Valdestillas.
Cuatro espigadas cigüeñas andan poniendo orden en sus nidos como amas de casa
embarazadas que se dispusieran a preparar los pañales y las ropas de su
futuro bebé. Todas las iglesias de estas tierras tienen sobre sus torres y
tejados el adorno primaveral de las cigüeñas.
Por
primera vez en cincuenta días de camino me encuentro con la placidez de los
pinares y la posibilidad de sentarme en la mullida pinácea para recostarme contra
un tronco a tomar el sol y a dar cuenta de un piscolabis. La energía que
transmite el camino, el sol o las dificultades subliman en mí un estado de
ánimo tranquilo que contrasta con la impresión que tengo, cuando recorro pequeños
tramos de asfalto y me encuentro con automóviles que me sobrepasan a grandes
velocidades dejando en mis oídos el eco sordo de un mundo que no es el mío, un
eco del mundo en exceso montado en la velocidad de los vehículos, de los
acontecimientos, de los actos donde las personas difícilmente nos podemos
encontrar a nosotros mismos para vivirnos y reconocernos en nuestra mismidad y
en nuestra particular existencia. Y le digo a mi amigo, mi cuerpo, ¿a ti qué te
parece todo este barullo del mundo, tanta prisa, tantos cacharros a los que
aspirar, tanto tonto el culo queriendo esto y lo otro sin tener nunca tiempo
para sí mismo? Tiempo libre, esa cosa maravillosa que hipotecamos a cada
momento durante toda la vida currando no se sabe para qué. El equilibrio entre
tener tiempo y dinero siempre se decanta, no siempre, la amiga Beatriz del otro
día sólo trabajaba seis meses al año y lo seis otros meses se dedicaba a
ponerse el mundo por montera; siempre se decanta, decía, a favor del dinero, lo
que hace que nuestro tiempo libre sea una especie de ser raquítico siempre
deseoso de tener un rato para escapar de la ciudad y perderse en la montaña o
en el mar.
Avistando
ya la torre de la iglesia de Alcazarén una emoción hasta las lágrimas me inunda
por dentro. Una de las hermanas del protagonista de la novela, Marta, de
dieciséis años, contrae un cáncer de piel y entonces el capítulo se convierte
en el retrato de los últimos meses de mi propia madre en parecidas
circunstancias. La lenta degradación, poco a poco la metástasis haciendo
estragos en el cerebro y en el resto del cuerpo. Y Marta es mi madre, y los
hermanos de Marta son mis hijos y día tras día ella un día tiene una gran
hemorragia, otro día pierde la visión de un ojo, más tarde… y el olor del
hinojo de estos campos se convierte en el olor de los pañales de mi madre y la
vereda que transito es aquel camino que sube arriba de mi casa que, cuando
todavía podía andar, la obligábamos a hacer para mejorar la circulación de la
sangre de sus piernas, yo cargado con una silla plegable para que ella se
pudiera sentar cada cien metros. Y los largos días en que se quedaba mirando
como un niño a los peces de un pequeño acuario que habíamos puesto junto a su
cama para que se distrajese viendo a lo gupis de bonitos colores. Y cómo
después de superar una tarde el deseo de querer morirse negándose totalmente a
comer y a tomar cualquier medicina enfurruñada como estaba con el mundo entero,
resucitó como venida de un pacto con los ángeles y volvió dócilmente a comer y
a dar de comer a nuestra perra Lola, un pastor alemán de gran tamaño que se
subía a su cama y la llenaba de lametazos la cara mientras nosotros reíamos con
lágrimas en los ojos. Y cuando llegó el último momento y el fuego de la
chimenea ardía en un rincón de la habitación y yo me metí con ella en la cama y
la abracé dulcemente y le susurraba al oído, muere mamá, muere en paz, estate tranquila, muere ya, te quiero, mamá. Y el alma se me partía en pedazos
mientras vomitaba grandes coágulos de sangre. Y después, cuando al fin descansó a
las cinco de la madrugada de un día de marzo cercano a la primavera, me
levanté y llamamos a mis hijos y me fui al equipo de música y puse aquel disco
de Lluis Llach, Campanades a morts que sonaba en toda la casa como en la cripta de
un monasterio penetrante gota a gota en nuestros corazones como un cuchillo. Y
más tarde sonaron los temas clásicos de Serrat mientras amortajábamos su cuerpo
blanco e inerte. Mientras en el cielo empezaba a clarear la luz del alba y un
nuevo día nacía sobre la Tierra …
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