Vigo, una mañana en el Pazo de Castrelos





Vigo, 4 de marzo de 2018 
Etapa San Pedro de la Ramallosa – Vigo

Amaneció despejado sobre la vetusta mansión de piedra en la que me había hospedado, el Pazo de Pías, una casa señorial del siglo XVII convertida hoy en albergue para peregrinos jacobeos. De las dos rutas sugeridas para llegarse a Vigo elegí la que bordea el mar. Así que agradable paseo matinal junto a un mar que esta mañana aparecía mucho más humanizado que días atrás. Paseo distraído y relajado junto a las olas, desayuno en un chiringuito en la playa de Patxon, mañanita de invierno, pausa entre las borrascas que se aproximan.


En Vigo fui a parar al museo jardín municipal de Quiñones de León, antiguo Pazo de Castrelos, que “contiene una de las mejores colecciones permanentes de pintura gallega, así como una interesante sección de arqueología. Está ubicado en el pazo de Castrelos, uno de los pazos arquitectónicamente más sobresalientes de Galicia, edificio cuyo origen es el antiguo pazo de Lavandeira, levantado en 1670, años después de la fundación del capitán Juan Tavares en 1665. Está rodeado por jardines de influencias francesas e inglesas. El museo se inauguró el 22 de julio de 1937”. (Wikipedia dixit). Fue un agradable paseo por el ambiente propio de una burguesía refinada y con buen gusto que dedicó parte de su vida a coleccionar cuadros y construir un entorno de gustos refinados. Merece la pena dar un respiro al camino para dedicar un par de horas a contemplar cuadros, muebles, utillaje y restos prehistóricos de la zona. Siempre se encuentra entre tanta antigualla -no se tome en absoluto en sentido despectivo- como me sucedió a mí, un cuadro, un rostro, unas pinceladas en las que recrear la mirada, un par de retratos, un grupo familiar con ciertos atisbos de Zuloaga y, cómo no, unas tentaciones de San Antonio, de Teniers, que como otras veces llama la atención; un San Antonio, arrugao, viejo, de hinojos, que sometido a las tentaciones de la carne más parece una parodia de la vejez que otra cosa. Siempre es así en lo pintores de aquella época, pintan a un San Antonio tan mayor que cuesta creer que todas las tentaciones con que le rodean puedan conmover mínimamente su libido.







Y en el jardín cómo no, hasta en las entrañas centenarias de un enorme tulipero de Virginia, el omnipresente mensaje que Yavhé (mi chica, que revisa estos texto, me corrigió ese nombre de dios que no has de pronunciar en vano y lo escribió “Yahveh”), inoculó en los genes del homo sapiens: “Te amo”.


“Cuando perdí a mi mujer pensé pegarme un tiro” (creo que ya introduje este tema días atrás, que con el trajín que me traigo ya no sé lo que dije y lo que no), contaba Machado en una carta a Juan Ramón Jiménez. La tarde es gris, aterciopelada por la lluvia y la bruma que cae sobre la ciudad de Vigo como un manto en el que recogerse. Tras la velada con el amigo Jorge, ostras, pulpo a la gallega, algún postre, café y una copa de brandy y la entrañable compañía de un amigo reencontrado después de cuarenta años, las despedidas, el abrazo, me refugio en la habitación de un hotel cercano. Cama de uno treinta y cinco de ancho, amplio balcón abierto a la taciturna luz de la tarde, la plenitud del cuerpo después de un larga caminata desde San Pedro de Ramallosa, tras un bello recorrido a la orilla del mar y una reposada visita al museo Quiñones de León, el paseo por las calles del Mercado da Pedra, el encuentro y ahora la lectura en CTX de un artículo sobre Antonio Machado. “Pero era una diosa lo que buscaba, leo, un espectro que tardó dieciséis años en aparecer, estancia en Baeza de por medio. Se llamaba Pilar de Valderrama, pero en los poemas de Machado es Guiomar”. Y pienso en esa mujer con la que siempre soñaremos, Machado con su esposa niña Leonor, después con Pilar de Valderrama, siempre en esta tarde gris de un hotel desde donde se oye plañir a las gaviotas, donde la tarde, una colada de plomo que penetra circunspecta hasta el primer piso en donde escribo, lo más parecido a una mortaja, poco a poco pierde color dispuesta a sumirse en la indiferencia de la noche.

Y la tarde, arrullada por el cansancio del camino y el buen yantar, propicia a las confidencias, trae, como a Machado, cantos de sirena, Penélopes con las que sueño y a las que mi imaginación visten de un refinado erotismo lleno de expectación. Y mientras, tras los cristales llueve y llueve. Y leo contrariado como Pilar de Valderrama, mujer culta, acomodada, amante de los versos de Machado, acude a él y se interesa por el ser Machado más como refugio sublime que como hombre, más el subterfugio de un idea que la imperiosa realidad. Y entonces pienso en que todo es una locura monjil propia de épocas de ayuno y atosigamientos clericales. Y esa búsqueda de la “amante” de Machado “donde poder encontrarse con el poeta tutor de su corazón sin la “mancha” (sic) impura que el amor y el sexo y sus destrozos van causando sin remedio”, se me antoja una cobardía impropia de los hijos de la pasión y los amantes de esa poesía que ha de alimentar tanto nuestro cuerpo como el de nuestro espíritu.


Y no me olvido de João César Monteiro y su Recuerdos de la casa amarilla, el film portugués que vi hace un par de días. Con ello queda cerrado el ciclo de mi paso por Portugal. Dejado atrás ya por consiguiente Pessoa, Antonio Lobo Antunes, Saramago, Oliveira, Pedro Costa y João César Monteiro que me han acompañado en el tramo de Camino Portugués y de la Costa, y una vez ya en Galicia, imagino que lo que ahora tocará es leer a Pardo Bazán, a Álvaro Cunqueiro; yo qué sé, ya tendré tiempo de investigar estos días. Si cuando llegas a Galicia lo que ha sido obligado fue tomar caldo gallego, pulpo o lamprea, imagino que algo parecido habrá que hacer con el cine y la literatura.

João César Monteiro, un yo me lo como yo me lo guiso que en absoluto, creo, puede decirse que sea el Woody Allen portugués, como algún comentarista he visto que adelanta, que dirige, interpreta y se hace cargo del guión, recrea en Recuerdos de la casa amarilla la vida de un pobre diablo que, sobre un fondo de tintes neorrealistas, la casa de huéspedes donde se hospeda, el vecindario, el particular comportamiento de las amas de casa, crea una historia que da vida a un excéntrico personaje, João de Deus, álter ego de João César Monteiro, que correrá en todo momento con el peso argumental del film, maníaco sexual, siempre sin un céntimo en el bolsillo, asediado por su casera y de reacciones atípicas que hará que termine con sus huesos en un hospicio. Algunas secuencias oníricas no exentas de pinceladas de surrealismo hacia el final de la película colocará al film más allá de su primer neorrealismo para convertirlo en una caprichosa abstracción que se resuelve en una estética en donde el protagonista salido de la humareda luminosa de un pozo tan pronto puede ser asimilado al Lázaro del Evangelio como a una virgen de Fátima dispuesta a hacer algún milagro.


Portugal quedó atrás, Santiago de Compostela está cada vez más cerca, las borrascas amenazan las jornadas próximas del peregrino. Mañana alcanzaré en Redondela la confluencia con el Camino Portugués.


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