Carlos Soria y el Premio Príncipe de Asturias


Foto: YosuboconCarlosSoria



El Chorrillo, 3 de mayo de 2018

Cada vez voy entendiendo más esto de que escribir un blog tiene que ver más con uno que con otra cosa y que en vez de tantos blogs por uno y otro lado según se tercia o me sugiere algún hado, bien podría haber encabezado la cosa en vez de con El rumor del tiempo que da nombre a este blog, lo podría haber hecho con la sencilla palabra de Diario de fulanito, ya que la materia de que está hecho éste son asuntos que me conciernen personalmente, más y sobre todo ahora que he dejado de hablar de política desde que, como hizo el Cándido del cuento de Voltaire que se ausentó de la vida pública para cultivar exclusivamente su huerto, he descubierto que voy teniendo muchos años como para desperdiciar los relativamente pocos que me quedan haciendo el juego al puterío mediático gastándolos en las fútiles instancias de los periódicos y similares (excepciones habrá en que mi sentido del deber cívico tomará la palabra, obviamente). Y en el caso de hoy sin más, por ejemplo, me concierne como cosa privada el recuerdo de Carlos Soria porque su historia y sus hechos son un gran estímulo para la vida de uno cuando los hándicaps y los males de la edad empiezan a asomar indeseablemente la cabeza por los resquicios de los días. Todo se vuelve material personal cuando la realidad percute en nuestros sentimientos y actos.

No obstante, también es cierto que los diarios, íntimos o no, para diferenciarlos de los periódicos, pueden ser dignos de leer, porque en definitiva un mucho nos parecemos unos a otros y no cabe pensar en bichos tan raros que piensen, sientan u opinen sobre la realidad de manera estrafalariamente diferente. Bueno, pues es el caso que los asuntos se me amontonan y si no les doy salida se quedarán incordiándome desde algún rincón de mi bloc de notas esperando, como las cuerdas del famoso arpa de Bécquer, que una mano de nieve etc.

Van por orden cronológico. Empiezo con Carlos Soria y el premio Príncipe de Asturias. Encuentro en el FB de mi amigo Paco Sánchez de Hoyos del Espino un artículo en el que De la Morena, en Radio Onda Cero, dice que no conoce a nadie que merezca más el Premio Príncipe de Asturias que Carlos Soria. Yo tampoco y recuerdo a raíz de ello el corte de manga que dio en una ocasión el poeta José Ángel Valente al periodista de turno cuando éste le espetó algo así como si estaba satisfecho con que le hubieran dado determinado premio por su labor poética y por el prestigio que ello iba a suponer para él y para su obra. José Ángel Valente, que además de escribir bellos versos, tenía perfecta constancia de la valía de su trabajo literario, no se cortó un pelo y contestó algo así como que al que iba a prestigiar el premio no era a él sino al propio premio. Y es así, el prestigio de los premios se nutren de la calidad de las personas a las que éstos se conceden. Y en el caso de Carlos Soria es obvio, un personaje de unas dimensiones humanas, de un valor y ejemplo de tanta magnitud para todos aquellos que buscan de la vida hacer de ella un arte, un reto, una realización personal que se expande casi hasta lo inconcebible cuando nos asomamos al mundo y observamos los límites que por la edad la vida impone a los terrícolas, merece ser reconocido y galardonado porque Carlos es un canto a la vida.

Ah, y lo que tenga que ver Carlos con mi diario es mucho, que no me salgo del tema. Cumplir setenta años como me sucede a mí este año y haber pasado por numerosas circunstancias (imponderables de la edad) que me hicieron plantearme tantas veces que debía de dejar de patear los Alpes, por ejemplo, o meterme un tute en el cuerpo de meses por los Pirineos, que me hicieron plantearme, pero que superé imponiéndome a las aparentes restricciones de la edad probablemente pensando en muchas ocasiones en este venerable vejete al que conocí en mis tempranos años de escalada y que no siendo mucho más que cualquiera de nosotros ha sido capaz de ponernos a todos el listón tan alto tan alto como para avergonzarme a mí cuando mis fuerzas flaquean y pienso que no voy a ser capaz de atravesar de nuevo los enteros Alpes por algún otro lugar diferente al del año anterior. Los Alpes, ese magnífico universo de montañas para el que los años de toda una vida no darían si quisiera recorrer todos sus valles y montañas.

Yo quería hablar de un puñado de cosas aquí, pero el flujo de las palabras y la idea de tener un ejemplo para los años que me quedan de vida me pueden. No es poca cosa encontrar fuerzas a partir de un referente que indica que puedes llegar más lejos, que puedes darle mucho más juego a la vida y que puedes enfrentarte a nuevos retos que acaso se acerquen a tus límites. Ja, los límites, dirá alguno de los más decididos, esa línea que para algunos es como el horizonte hacia el que caminamos pero que alguno, como quien se pone al mundo por montera, obvia hasta el mismo momento en que la guadaña de la muerte les cierra el paso porque todo en la vida tiene que tener un fin; y que para otros corta sus aspiraciones y su voluntad en un tiempo que frisa la edad de la jubilación. Saber que tus límites pueden estar cerca de donde tú quieras ponerlos y no donde la costumbre, la visita a una residencia de ancianos, quiera colocárnoslo frente a la vista, ensancha nuestras posibilidades de vivir una vida de plenitud. Los años que le robamos a la muerte y a los imponderables continuando haciendo de la vida un hermoso juego, estoy seguro que pueden convertir la vejez (joder, qué palabra, que palabra pero que no habría que asumir, me digo, con desespero como habitualmente se hace) en uno de los momentos más interesantes de la vida. Viejo, anciano, señor mayor, da lo mismo. Cuando me hacen una resonancia y se la llevo al traumatólogo y me dice que nada, que está claro, que el color de los huesos lo dice casi todo, que uno tiene muchos años y los huesos se desgastan, es una verdad de cajón. Punto. A otra cosa, mariposa. Te echas la resonancia a la espalda y sigue pa lante y a hacer lo que se pueda sin necesidad de anfetaminas o cualquier otro fármaco, basta pensar en gente como Carlos, ésta sí una anfetamina perfecta para estimular tus ganas de andar erguido y seguir pateando la Pedriza o haciendo proyectos allende los mares.

Días atrás, a raíz de un post que había publicado sobre Las palmeras, de Faulkner, mi amiga Asun me preguntaba si iba a haber continuación. Creo que sí, que esto y todo lo que tenga que ver con la vida merece continuación, merece destripar y ver un poco por dentro de qué están hechas las cosas. Hoy tocó Carlos Soria mañana tocará hablar de las metáforas y de la belleza del lenguaje. Adelanto el asunto: El tema me lo sugirió un guasap que me entró hace un par de días a las dos de la mañana y que empezaba así: “Hola, Alberto, disculpa que me vuelva a meter como una cuña en la madera prieta del material de tus libros”, después de lo cual continuamos guasapeando durante una hora sobre la existencia de Dios. Esa noche me dormí con una sonrisa en los labios, el tema era lo de menos, era el placer que me producían las palabras en las manos hábiles de una amiga septuagenaria poeta y pintora con la que trabé amistad en el último Camino de Santiago que hice. Me admira, disfruto de las palabras como niño en día de reyes cuando recibe un regalo inesperado que hace sus delicias. El erotismo de las palabras, lo que sugieren y dejan adivinar, tal como la ranura de uno senos o la suave ondulación de unas piernas que se pierden bajo una falda, bien merecen un espacio aparte.

Pero es tarde y ello, de ser, será para otro día. Buenas noches.



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