Morirse con las manos llenas de estrellas…



Original de Julio Gómez


El Chorrillo, 19 de mayo de 2018


Me abruma un tanto el tono sentencioso del Saint-Exupéry de Ciudadela que en una gran parte del libro se comporta como un profeta bíblico que asumiera la dirección del pueblo judío a través del desierto imponiendo orden y adoctrinamiento a sus guerreros y vasallos, tanto como para dudar de que aquella forma elíptica e ingenua con que vestía a su Principito pudiera pertenecer al mismo autor. No es poco el trabajo de abrirse paso en este clima literario y profético, muy bello sin lugar a dudas, sin embargo, como siempre, el esfuerzo merece la pena. Hoy detuve mi lectura en esta frase: “Déjame crecer en el silencio de mi pueblo. Siento la necesidad de meditar mi vida. Y comprendí que tenían necesidad de silencio. Porque sólo en el silencio la verdad de cada uno se anuda y echa raíces”. Necesidad de tiempo y silencio aunque más no fuese para comprender un árbol, agrega el rey.

La idea que mi inteligencia forma del mundo y de la realidad, o de la muerte, de paso, que es el punto en que mis devaneos dan vueltas con frecuencia, más se parece al comportamiento de esos moscones que se cuelan en casa y que queriendo salir a la luz del día se tropiezan con los cristales de la ventana una y otra vez sin advertir  el vidrio hasta quedar arrinconados en el alféizar como en un limbo a la espera de un tiempo mejor. La aprehensión de la realidad es un moscón despistado que juega a buscar la salida pero que la mayor parte del tiempo se la pasa escurriendo sus patas por lo resbaladizo del vidrio que le separa de ella. Y bueno que haya un vidrio, decir de paso, y no nos suceda como a don Quijote que creyendo guerrear contra gigantes etcétera. Ay del que no duda, que decía alguien, y cree tener siempre claro el terreno que pisa. La realidad, esa resbaladiza trucha que no se deja atrapar y de la que sólo aprehendemos insignificantes retazos, se pasa el tiempo jugando con nosotros al corre que te pillo haciéndonos creer siempre que unos minutos más tarde la atraparemos.

Esta mañana, por ejemplo, salí a la parcela a repasar textos de Ciudadela (Saint-Exupéry), textos que leí allí que hablaban de un viejo muy viejo que perdía la claridad de las palabras pero que se tornaba cada vez más luminoso y claro, pero que se iba muriendo, sin saberlo, con las manos llenas de estrellas… “Manos que trabajaron toda su vida acordando la mayor parte del trabajo para el cincelado, la inútil calidad del metal, la perfección del dibujo, la dulzura de la curva”, tan inútil como ir escribiendo cada tarde sobre los pájaros o el color azul del cielo. Y entonces caigo en que probablemente no será necesario afanarse en exceso en comprender sino en disponer de tiempo y del silencio que necesitan las cosas para, si no comprenderlas, por lo menos aproximarnos a ellas, a su esencia.

Y pese a que todo es tan confuso, esa luminosidad del viejo y esas sus manos llenas de estrellas orientan el camino. Los hechos, nuestros actos sin compensación, pese a la oscuridad con que la realidad se no aparece, alumbran desde su inutilidad con una cierta luz nuestro camino, actos que con su trazo sobre el papel, la huerta que da sus frutos, el esmero con que cuidamos un jardín o cocinamos el plato para nuestros invitados, alentan el gusto por las pequeñas cosas, por la gratuidad de nuestra creatividad. Este bosque que rodea mi casa, esta pérgola cuajada de rosas, esta cabaña que habito salieron de mi trabajo, son estrellas que llenan el cuenco de mis manos. (“Porque ese pueblo inclinado sobre la obra, edifica sus palacios, o sus cisternas, o sus grandes jardines suspendidos. Sus obras nacen como inevitables del encantamiento de sus dedos”). Fruto de mis actos gratuitos que cavaron la tierra para una huerta, plantaron árboles o dispusieron flores de muchas especies por todos los rincones de la parcela.

Porque en resumidas ¿qué es el mundo y la realidad sino ese pedazo de espacio que alumbra el frontal de nuestra linterna cuando en una noche heladora abandonamos nuestro vivac, esas noches del alma en donde la Amada no es la de San Juan de la Cruz sino la crujiente montaña y su hielo que hollan nuestros pies en la soledad que precede al alba? (“La luz de mi frontal abarcaba todo mi universo”, decía un reciente y hermoso texto de Julio Gómez publicado en FB). Y es que hubo un inciso en mi escritura y me encontré con alguien que en mitad de la noche se sentía atenazado por la soledad y el frío que él mismo había ido a buscar, como buen amante que conoce la exigente y fría soledad de la montaña, en los paramos nocturnos de alguna cumbre donde la nieve crujía a su paso. Y mientras yo trataba de sacar adelante este texto y quería hablar de la confusa realidad que nos rodea y en donde tan difícil es abrirse camino, quería hablar de lo que amamos y sale de nuestras manos como las de ese viejo que me encontré en mi lectura de Saint-Exupéry, de pronto me encontré con la fotografía de Julio Gómez rastreando su camino en el hielo con el haz luminosos de su linterna y caí en que acaso esa era la imagen que más se acercaba a esa realidad en la que yo trataba de abrirme camino. Esa gran parte de una vida dedicada a la montaña con sus recuerdos adormecidos por todos los rincones de la memoria, es tan sensible que basta el crepitar de la nieve bajo la garra de los crampones en una noche de soledad y frío atenazante para despertar un revuelo de recuerdos entrañables. Y así la inutilidad de escalar montañas, la inutilidad de una marcha nocturna en invierno con la sola compañía del crujir de la nieve bajo nuestros pies, revestidas además por la belleza de semejantes momentos, se convierten en el abracadabra de un conocimiento que se abre ante los ojos del solitario caminante en el frío hiriente de la noche como la trasmisión de una verdad sin paliativos.

Y tanto dar vueltas al sentido de las cosas, tanto conjeturar y encontrarte que acaso una imagen, un recuerdo de lo que ha sido importante en tu vida, los meses de caminar por las montañas, las lluvias, las tormentas, los vivacs en las cimas y los bosques, siguen siendo una parte sustancial de la esencia de la existencia, y saber entonces que nuestras “obras nacen como inevitables del encantamiento de nuestros dedos”, de nuestra voluntad de buscar la belleza allí dónde ésta se manifieste, de nuestra capacidad para crear: todo ese halo de luz que nuestro yo esparce a nuestro alrededor, como la linterna de la imagen, buscando esas pequeñas verdades que nos rodean y que desde nuestra temprana juventud hemos ido encontrando en las montañas y en la gratuidad de nuestros actos.




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