A
un hora de Tutzinger Hütte, 17 de junio de 2018
Ayer
de camino al aeropuerto ya me encontraba nervioso; es cosa que se me debe de
agregar al mismo tiempo que cumplo años. Cosas de la edad, me digo. Al fin y al
cabo esto de recorrer los Alpes es como darse un paseo por la Pedriza , aunque un poco
más largo. El primer día subes hasta el Yelmo, al siguiente alargas tu paseo
hasta las Torres, posteriormente llegas a Tres Cestillos y así sucesivamente,
sólo que si aquí tienes que tomarte una cerveza, en vez de decir “una cerveza”
pides “a biere”, y si quieres algo más complicado enciendes el teléfono y el
traductor se encarga de poner en alemán o en inglés tus deseos. El mundo se ha
hecho tan fácil de recorrer sin necesidad de haberte pasado años frecuentando
una academia de idiomas que todo puede reducirse a eso, a darte una vuelta por
la familiar Pedriza. Bueno sí, están las dificultades propias, como me sucede a
mí que tengo el alemán atragantado, de llegar a Canto Cochino o al Tranco, en
mi caso a Lenggries ayer desde el aeropuerto de Munich con sus tropecientos
cambios de tren y que si no hubiera encontrado amables alemanes dispuestos a entender
mi chapucero inglés todavía andaría por Colmenar Viejo intentando llegar a
Charca Verde. El caso fue que llegué a destino después de una larga charla con
Franz, un joven alemán con el que pegué la hebra en la estación del último
transbordo antes de llegar a destino: Lenggries.
Era
cerca de medianoche y nada más dejar la estación de tren me sorprendió la
alegre música tirolesa que salía por las ventanas de un local donde la gente,
animada a esta hora con voluminosas jarras de cerveza, cantaba algunos de los
temas clásicos de la región. Era un buen recibimiento para este vagabundo que
linterna en la frente y cargado con un respetable macuto se aprestaba al
principio de la madrugada a poner en marcha su gps y conocer en qué parte del
mundo estaba en relación con un track que habría de seguir en ese momento para
alejarse del pueblo a la búsqueda de un lugar para vivaquear. No hizo falta
buscar mucho, casi en el inicio de mi track el camino cruzó un río, el Isar, y
allí seguí una senda hasta encontrar un pradito que ni hecho a la medida para
mí. Allí instalé mi primer vivac de esto que espero sea un largo peregrinaje
por los Alpes.
Voy
a necesitar unos cuantos días para acostumbrarme a la estrechez de mi
minitienda. Ordenar mis movimientos, encontrar un sitio para la linterna, las
gafas, el teléfono, la ropa que me quito, los bastones, las botas, la bolsita
del mosquitero, la cajita de los eléctricos donde van las baterías y un
teléfono de repuesto y luego saber en qué orden proceder hasta quedar debidamente
metido en el saco con el macuto de almohada. Y todo para a la mañana, siempre
tumbado, volver a recoger todo y sistematizarlo en el macuto. Lo que no sé es
cómo me apañaré en los días de lluvia.
Por
la mañana el nerviosismo había desaparecido sustituido por la sensación de
alguien que estrena mundo además de los zapatos nuevos de los domingos. Las
montañas que tenía delante no eran muy altas pero presentaban el aspecto
agreste de los macizos montañosos. Los bosques subían por sus escarpadas
laderas dejando algunos claros donde la caliza mostraba blancas paredes que
terminaban en una agreste crestería que se perdía en dirección oeste.
Precisamente la crestería que recorría mi itinerario de hoy, y que en este
tramo coincidía con el E-4, un itinerario con el que ya me crucé alguna vez en
Dolomitas. Se trata de un GR que comienza en Tarifa, atraviesa todo el sur de
Europa y termina en la isla de Chipre después de haber recorrido Creta de oeste
a este. Un GR en el que mi amigo Manuel Coronado lleva empleado años. Un día lo
comenzó en Tarifa y luego se fue animando poco a poco; ya anda, creo, por
Hungría (quise ampliar la información hoy y Manuel me envió alguna cosa que no
puedo ver por falta de cobertura… otra vez será, pero sí el mapa del recorrido).
Cortesía de Manuel Coronado |
A mí las ganas sólo me dieron
para caminarlo entre Tarifa y Andorra (por cierto, que escribí un libro con
ello; su título: España a pie. Entre Tarifa y Andorra. El GR-7).
Según
iba tomando altura a mis espaldas dejaba la uniforme llanura del sur de Munich tal
una gran alfombra verde que se hubiera extendido a los pies de los Alpes como
deferencia al gran señor que tomando impulso se levanta de la tierra para
erguirse con orgullo sobre la llanura. El arco alpino no se anda aquí con
tapujos y dicho y hecho surge al final del llano inhiesto como un ejército
puesto en formación. Esta mañana no podía caminar de otra manera más que con ese
paso y aspecto de cansino que puede con todas las cuestas que se le pongan
delante, trozos de pista del equipamiento Invernal, estrechos senderos
zigzagueantes, dos horas y media hasta Brauneck, el cabo alto de un teleférico,
situado ya sobre la joroba sominal. Novecientos metros de desnivel para antes
del desayuno no estaba nada mal. Mi hábito de desayunar en el camino, después
de haber desentumecido los músculos hace a veces que el desayuno se junte con
la comida. El miradero de Brauneck, una espléndida vista sobre estas montañas
que se levantan todas a la vez sobre el llano, aunque era temprano ya se
merecía una cerveza, así que en vez de desayunar y aunque eran las once de la
mañana le di el nombre de comida para justificar ese medio litro de rubia
cerveza alemana. Además, eso, estoy en Alemania y aquí, allí donde fueres haz
lo que vieres, todo el mundo toma cerveza por un tubo. Cerveza con una de esas
sabrosas sopas con una bola, casi una pelota de tenis, de carne y un surtido de
embutidos y encurtidos era una buena manera de encarar la segunda parte de la
jornada.
Bosques
de alerces, abetos, hayas y unas floreada laderas donde sobresalen los
rododendros, acompañan durante todo el rato un camino que no tiene empalago en
subirse a la crestería cimera para cabalgar por ella durante dos horas. El
tiempo se nubla a mitad de camino y deja un paisaje un poco deslucido. Era el
momento de Ciudadela, de Saint
Exupéry que leo desde hace casi un mes con una cadencia similar al que se mete la Biblia entre pecho y
espalda.
Recuerdo a Exupéry fotografiado junto a su avión en atuendo de vuelo y
me parece poco real que ese hombre sea el autor de El Principito y de este tocho a veces mistérico y mesiánico que es Ciudadela. Saint Exupéry hoy la tenía
liada con las bondades de los infortunios y todo lo que de desagradable podemos
toparnos en la vida. Una idea que ya me había encontrado en el Tao Te King, de Lao Tse. Las cosas
jodidas que pasan por nuestras vidas como materia prima con que ejercitar
nuestra personalidad, algo así como una gimnasia necesaria con que fortalecer
nuestro espíritu, el crisol por el que ha de pasar nuestra voluntad para
hacerse fuerte y resistente a los embates de la vida. Gracias te damos Señor
por las zancadillas, los porrazos, las contrariedades, porque a través de
ellas, venciéndolas, nuestra será la gloria. Amén. Más o menos aquello que
decía Nietzsche en Así hablaba
Zaratustra, venga tío, deja de quejarte, no seas gilipollas y tira palante, que todos somos burros de
carga. Así que bienvenidos sean Zaratustra, Lao Tse y ese sabio aviador llamado
Saint Exupéry.
Como
la sabiduría que llueve en Ciudadela me
parecía excesiva, cuando el camino deja la cresta para ganar una hondonada, me
voy con mi amigo el torturado Philip Roth, Mi
vida como hombre, un libro que habla de la vida de Roth pero que
seguramente no sea más que una licencia literaria que hace que el lector de
continuo se esté preguntando si de verdad el autor está hablando del autor o
simplemente todo o gran parte es producto de su imaginación. Y ello por lo
abrupto de una historia que ronda los límites de lo creíble. Roth me pone
nervioso. En el collado previo antes de avistar el refugio no tengo más remedio
que parar, parar por la tensión de la novela y también, de paso, por dar
descanso a mi espalda.
Tutzinger
Hütte sería el fin de etapa de este tramo de la Vía Alpina , pero como
un servidor va de raro por la vida no terminará aquí, donde sólo me detendré un
par de horas a tomar otra gran jarra de cerveza, hacer una tardía comida y a
escribir durante un rato.
¡Ah,
la soledad!, entrañable y magnífica compañera. A veces pienso en ella como si
fuera una novia con la que tengo una relación constante casi erótica. Esta
tarde sin más que me busqué un pequeño prado en lo profundo del bosque para
instalar mi vivac. Los pájaros a mi alrededor contándose la vida unos a otros,
delirantemente enamorados. Imposible encontrar enamorados de la especie homo sapiens que sean capaces de cantar
sus delirios amorosos durante tantas horas seguidas. Los pájaros, el silencio
como partitura sobre la que ellos escriben su canto. Y eso, la soledad. Bendita
ella que con su sustancia y la belleza del bosque y los líquenes, y el tapiz de
los helechos hacen dichoso este final de tarde de ocio, de contemplación, de
admiración por este mundo que me rodea en este instante.
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