Gasse,
3 de julio de 2018
Schachenhaus
– Meilerhütte - Gasse
Mal
asunto para los próximos días. Los pronósticos del tiempo para toda la semana
están llenos de lluvias y tormentas. El emplazamiento de mi tienda hoy era tan
proverbial que daban ganas de quedarse allí hasta que el tiempo se haga más
benigno.
Hago
el macuto, recojo la tienda, empuño los bastones y echo a andar cuesta arriba,
quinientos metros de desnivel hasta el refugio Meilerhütte, a la altura
aproximadamente de la cumbre de Peñalara. El día está turbio, desapacible. A
poco de comenzar a andar empieza a llover. Al fondo, a mi izquierda las
montañas forman una superposición de planos que van desvaneciéndose en la
distancia dejando entre montaña y montaña la suave claridad de una calina que
se interpone entre ellas. A mi derecha es otro mundo, agreste, de altas
montañas de caliza que parecen dormitar todavía entre las nubes que lamen sus
paredes calcáreas. Después de una hora de subida, en un angosto collado tallado
en la roca con un hacha gigantesca, aparece entre la niebla la forma pétrea de
un castillo medieval, tal parece. Se trata de una vetusta construcción de corte
antiguo que hace las veces de refugio.
Dentro
de él se respira sin embargo la cotidianidad de un establecimiento hotelero. Un
grupo prepara su equipo de escalada, se charla, una pareja lee una revista. El
comedor es un salón acogedor con flores en los alféizares. Naturalmente me dan
ganas de quedarme allí el resto del día. Leer, mirar por la ventana cómo llueve
o cómo las nubes se arrastran por las atalayas que se yerguen sobre el refugio.
Me
gustaría escribir sobre la vida sencilla. Lo hago a veces como un arranque de
dentro cuando la realidad de tal vida se me presenta como la cosa más evidente
del mundo, pero me gustaría saber construir un cuerpo de ideas que me
sirvieran, y pudieran servir a otros para ver claro, sin que hubiera lugar a
dudas, para dedicarme a ello plenamente. Una vez, hablando con Francisco
Sánchez y Teresa, los amigos de Hoyos del Espino, me preguntaron que cómo era
capaz de escribir diariamente crónicas de esta longitud con temas tan diversos.
Les tuve que decir la verdad, la de que tengo unos cuantos enanitos por ahí que
son los que se encargan de ello, que yo soy un mandado, que lo único que hago
es darle con la yemas de los dedos pulgares al teléfono con aquello que me
dictan. Que luego mis enanitos se nutran de las tormentas, como la que me pilló
hoy de camino, de la soledad y del largo silencio que me rodea eso es otro cantar.
De todos modos se comprenderá que así, a salto de mata, es imposible hilar
sobre ideas tan esenciales como las que pueden confirmar esa vida sencilla a
que me refiero. Esta mañana, mientras bajaba esos mil trescientos metros de
desnivel desde el refugio Meilerhütte, en un terreno que se hacía más y más
accidentado, tuve que dejar de leer a Ortega y Gasset porque me levantaba dolor
de cabeza. Me pasaba algo parecido días atrás con Gabriel Markus. A Ortega le
entiendo bastante bien, pero aún así echo de menos una filosofía que llegue al
alma de las cosas, a las realidades cotidianas. Sé que es necesario fijar
conceptos, pero los filósofos deberían encontrar el modo de hacerse asequibles
a aquellos que no estando interesados en la profundidad y afinamiento de los
conceptos, desean encontrar en la filosofía una apertura a realidades que nos
ayuden a comprendernos y a comprender la vida. Cuando Unamuno habla del hombre
de carne y hueso se le entiende bien. Lo que quiero decir es que me muevo, nos
movemos, en medio de intuiciones de muy distinto signo y que si llegáramos a
interrelacionar un cuerpo de ideas en torno a ese tema que enunciaba más
arriba, la vida sencilla, acaso nos sería más fácil orientarnos.
Aunque
parezca mentira son cosas que se le ocurren a uno en un cuestón que te cagas,
como decía ayer Ana, la guardesa del refugio de Reintalanger.
Sigo
caminando por una maravillosa desolación kárstica. Mi sendero se hunde por
medio de un valle lunático, curva tras curva, durante un par de horas, sólo la
roca blanca, las grandes pedreras que descienden bajo los pies de paredes que
se pierden por arriba en el reino de las nubes. El cielo ha empezado a
oscurecerse sospechosamente, el silencio que precede a las tormentas se masca.
Tengo ahí mismo el bosque, pero el descenso es expuesto, rigurosamente
inclinado. De golpe el flash de un relámpago cruza el cielo y de inmediato su
fragor retumba en el valle. Descargar, cubrir el macuto precipitadamente,
vestir la capa de agua y acelerar el paso para encontrar un mediano cobijo en
el bosque ya a un centenar de metros. Nada más entrar en la pinácea que cubre
el sendero, terreno ahora algo más seguro, el diluvio cae ya con fuerza. A los
pocos minutos mis botas hacen agua, el agua se canaliza por el sendero y camino
como si lo hiciera por el centro de un arroyo.
El
ruido que hace el agua sobre la vegetación, las hojas, las ramas, es similar al
de un gran arroyo precipitándose por un lecho vertical de rocas. Estoy algo
inquieto, pero es una inquietud que llena mi pecho de una delgada satisfacción.
Yo y la tormenta, yo y la soledad, todo mi yo bañado en el retumbar de los
truenos y en la diluvial música de la tempestad. La trayectoria de la senda gira a la derecha y asciende algo en lugar de bajar directamente al valle. Me entra la sospecha de que en medio de la lluvia me equivocado de itinerario.La conciencia de mi presencia
en el reducido mundo del pequeño fragmento de mapa que cabe en la pantalla de
mi teléfono, un mundo que acaso poco tiene que ver con el físico por el que
ando, me produce una sensación de disminución cuando llego a un cruce y ninguno
de los nombres que aparecen allí están en mi destino. La película de agua en la
pantalla de mi teléfono hace que no responda a las yemas de mis dedos. Llueve fuerte, no hay tregua. Bajo la capa de agua saco un pañuelo que
también está mojado pero que algo hace, porque de golpe veo la flecha del gps
situada en el cruce en donde estoy y la línea del track que me indica la
derecha. Respiro con alivio. La senda está ahora marcada con las familiares
manchas blanquirrojas. Ahora ya sólo es caminar y caminar por medio de un
bosque humanizado cubierto de un césped que en algún lugar se abre para dar
lugar a una gran pradería. El diluvio va quedando poco a poco en una lluvia intemporal
y constante. Los truenos han cesado. A lo lejos aparecen enseguida las
solitarias casas de Gasse.
Hoy
me refugiaré en un hostel y pasaré media tarde hablando de viajes con Arturo,
su dueño, un argentino que ha girado por todo el mundo. Hablamos largamente de
nuestros lugares del mundo más queridos.
Nota:
Echo una ojeada al FB; en las notificaciones encuentro dos solicitudes de
amistad, pero cuando se abre la aplicación han desaparecido: sorry! Si alguien
que la envió lee esto, por favor, mándala de nuevo. Algo no va bien en mi app.
Últimos libros publicados
No hay comentarios:
Publicar un comentario