Eros y Tánatos

  



Cercanías de Karviendelhaus, 4 de julio de 2018 

Gasse – Schamitz - Cercanías de Karviendelhaus


Se podría pensar que en una confortable cama de metro y medio se duerme mejor que en mi estrecho colchón de aire de poco más de medio metro de ancho. Pues no, pasé calor, me desperté muchas veces y de hecho echaba de menos mi tienda. Salí a la calle sin desayunar, no tenía apetito. Estaba cubierto pero de momento no amenazaba lluvia. En dos horas y media estaba en Schamitz.


El largo valle que sube desde Schamitz a Karviendelhaus me va a dar hoy para empezar y terminar una obra de Patrick Süskind titulada Sobre el amor y la muerte. Hace no mucho terminé otro libro titulado de manera parecida, de Shopenhauer, aquel se titulaba El amor, las mujeres y la muerte. Acaso sean estos temas una obsesión por mi parte; es posible. En Süskind vuelvo a encontrarme con Diotima y Sócrates, a los que paseé por mis crónicas el pasado invierno cuando atravesaba Guadarrama proveniente de Santiago de Compostela. Pero no sólo a ellos, por sus páginas pasan todos los grandes enamorados de la historia de la literatura, Orfeo y Eurídice, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Ana Karenina, Wherter, entre otros. De los tres grupos de enamorados que el autor encuentra sólo parece interesarle el más pasional, aquel que en su desenlace lleva a los protagonistas a la muerte. Morir de amor no parece que sea algo extraño al sentir popular, que acepta esta posibilidad como bastante plausible, lo que indica el reconocimiento o la aceptación de hasta dónde puede llevar esa locura que aqueja a una parte considerable de la humanidad en algún momento de su vida.

Para el autor, de entre todos los enamorados en la literatura, el que más merece su atención es Orfeo, que al contrario de los otros enamorados clásicos que optan por la muerte cuando ven frustrado el encuentro con la amada, no acepta la muerte y en su lugar va al Reino de los Muertos para exigir el regreso a la vida de su amada muerta. Süskind lo describe como “el padre primigenio de la canción lírica, el arte de las palabras y los sonidos; su canto era hermoso más allá de toda ponderación, porque encantaba y calmaba no sólo a las personas sino también a los animales”. El sentido del humor de Süskind en el desarrollo de un tema de tan aparente seriedad es de agradecer. Cuando se refiere a los momentos previos a la muerte de Isolda, una partitura que se ha hecho inmortal, Süskind escribe:  “Entonces fija con creciente entusiasmo los ojos en el cadáver de Tristán y ofrece el orgasmo más largo de la historia de la Música (unos siete minutos y medio), antes de caer muerta a su vez en brazos de Tristán”. No se me hubiera ocurrido nunca definir ese conocido fragmento de la opera de Wagner como orgasmo musical, pero una vez leída esta reflexión, se me aparece como sumamente real y acertada la consideración. Quizás nunca en la historia del arte se ha podido dar una conjunción más perfecta y plena de Eros y Tánatos.


Según subo por el sendero que me lleva valle arriba voy memorizando los posibles sitios que me podrían servir en el caso de que la tormenta al fin descargue. A mi espalda se están formando gruesos nubarrones que poco a poco han ido cubriendo las cumbres. El valle,  hasta ahora ascendente pero suave, presenta prados dispersos a ambos lados del camino. Me quedan dos horas hasta el siguiente refugio y ahora de repente el sendero coge más inclinación y se aleja de los prados. Me vuelvo a ver el aspecto del cielo. Gruesas nubes de un gris humo oscuro bajan ahora de las cumbres hasta ocupar la parte baja del valle. Comida no tengo mucha; me paro indeciso, acaso me dé tiempo a llegar al refugio, me digo, y justo en ese momento en el cielo se produce el retumbar de un trueno que explota grave en la caja de resonancia del valle. De inmediato salgo corriendo hacia abajo, el tiempo apremia.

Los truenos recorren el valle como una gran cremallera que estuviera rasgando el cielo de una parte a otra. En apenas unos minutos estoy en los prados que había atravesado poco antes. No tengo tiempo de buscar un sitio, me vale lo primero que encuentro. Si me libro va a ser de milagro. Excitado, saco la bolsa del la tienda precipitadamente, las varillas, las piquetas… el tirante de la varilla del techo no entra. Vuelve a sonar aparatosa sobre mí la descarga de otro trueno. Engancho de mala manera el doble techo y cuando todavía me falta por poner las dos piquetas laterales empieza a diluviar. Meter el macuto bajo la parte externa del doble techo, recoger un par de cosas que quedaron fuera y colocar las dos últimas piquetas. Llueve muy fuerte cuando ya por fin logro protegerme yo mismo bajo el doble techo. Pocos minutos después todo está colocado en la tienda. Ahora tengo que comprobar que no haya ninguna vía de agua… que la hay, aunque muy pequeña. El viento y el agua agitan la tienda con fuerza. De la parte que sopla el viento algún pequeño reguero de agua baja por la capa interior de la tienda, no mucho. Quizás tenga la culpa de esto la precipitación con que la he montado. Después de media hora la lluvia cae ya con sosiego y un rato después sale el sol.


Admirado estoy de mi capacidad de convicción en un idioma en el que tanto me atasco. Estaba escribiendo esta crónica cuando oí en la cercana pista parar un coche. Me lo imaginé, mi tienda instalada en mitad del prado debería llamar inmediatamente la atención a cualquier responsable de este entorno, un parque natural. Tendría que recoger la tienda y marcharme. Recurrí a las razones obvias, la tormenta y la lluvia. El guarda me escuchaba con atención y me daba sus razones. En cierto momento noté que aflojaba. Esto no es camping, es protegerse de los elementos. Alguien que pasa tres meses caminando por los Alpes necesita también un poco de comprensión por parte de las autoridades. Bajó los ojos un segundo y cuando los levantó ya supe que podría quedarme hasta por la mañana. El que fuera a piñón fijo con la conminación de que abandonara inmediatamente el sitio y que pudiera llegar a convencerle después de un cuarto de hora de conversación me dejó un buen gusto de boca. Tras el inesperado buen desenlace del encuentro con el guarda del parque la tarde se convierte en un agradable retozar al sol. En el cielo no ha quedado ni una nube. 















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