El peso de la soledad



  
Entre Croce d'Aune y el refugio Dal Piaz, 25 de julio de 2018 

Alta Vía Dolomitas 2: Parque Nacional de Belluno.


Debería preguntarme si no será la escritura una manera de amortiguar el peso de la soledad. Un pensamiento que me surge tras una larga tarde de lectura junto a la tienda, que tuve que poner precipitadamente mientras ascendía hacia el refugio Dal Piaz porque empezó a llover sin que durara después más allá de cinco minutos. Eran las tres y media, así que ya no me moví. Me acomodé con la espalda recostada en el tronco de un árbol y pasé tres, cuatro horas leyendo  Matar un ruiseñor, de Harper Lee. Después de este tiempo, mientras desplazaba mi alfombrilla solar de un lado a otro porque en la espesura del bosque sólo había pequeñas manchas de sol, me pareció que estaba bajo cierto síndrome de abstinencia; abstinencia de escritura, esa actividad que me acompaña cada tarde durante un par de horas y que parece tener a estas alturas un cierto cariz de adicción y que, como todo hábito, a la hora acostumbrada me estaba pidiendo ponerme con ella.


Así, cuando dejé a un lado la lectura de la novela, la sensación de soledad era más fuerte que de costumbre. Si estás ocupado en una actividad, caminar, leer, escribir, comer o dándole vueltas a algún asunto apenas eres consciente de esa prolongada soledad, pero paras y, como me sucede esta tarde, que quise resistir la tarea autoimpuesta de dejar por escrito alguna idea o un relato de la jornada, lo que resultó de ello fue una autoconciencia más agudizada de mi aislamiento. No sería correcto en realidad hablar del peso de la soledad, porque de hecho no es algo que tenga que sobrellevar, sino de que ella adquiera una mayor presencia como sujeto activo al no haber otros elementos que me distraigan de la misma.

Esta tarde me había dicho: no tengo batería, he pasado parte del día en cambiar de macizo para llegarme al Parque Nacional de Belluno,  así que nada que reseñar hoy. Pero… me resulta forzado dejar de acudir a este diario que es como un amigo con el que satisfacer tu necesidad de comunicación.


Más que los acontecimientos del día, tres autobuses para llegar a Croce d’Aune y el largo espectáculo, al norte, del farallón ininterrumpido de nuevas montañas siempre retadoras y arrogantemente erguidas frente al llano bellunés, lo que hoy me entretenía durante el viaje eran algunas ideas que desarrollaba en Homo Deus Harari, que últimamente hablaba sobre las ideas básicas del humanismo nacido a partir de los tiempos de Rousseau. Según el humanismo, los humanos deben extraer de sus experiencias internas no solo el sentido de su propia vida, sino también el sentido del universo entero. Rousseau sostenía que cuando buscaba las normas de la conducta en la vida, las encontró «en lo más recóndito de mi corazón, delineadas por la naturaleza en caracteres que nada puede borrar. Solo he de consultarme a mí mismo en relación con lo que quiero hacer; lo que siento que es bueno, es bueno, lo que siento que es malo, es malo». Pasaron ya los tiempos en que Dios, los popes o el propio Estado o la presión social eran, o son en tantas circunstancias, los que determinaban nuestra conducta, nuestra moral. Y sin embargo, aunque Dios dejó de existir ya desde los tiempos de Nietzsche todavía hay mucha gente que, sea porque les conviene o porque están en el limbo, piensa que es Dios, como en la Edad Media, el que determina lo que podemos o no podemos hacer.

La pantalla del teléfono cada vez me deja los ojos más jodidos. Hoy ni siquiera podré continuar con la película que comencé ayer y que abandoné a los quince minutos por la misma razón. 











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