El vagabundo se hace okupa



  
Passo Gallina, 21 de julio de 2018

Alta Vía Dolomitas 1: Turismo en Cortina d'Ampezo


El agua resbalaba por el dosel de la primera capa de la tienda y se deslizaba hasta quedar estancada en el suelo bajo el colchón de aire. Al final un problema menor incluso, por el hecho de que al colchón le había dado por desinflarse. La verdad es que me había desentendido durante toda la noche de lo que pudiera pasar mientras yo y mi cuerpo estuviéramos calientes dentro del saco de dormir. Amaneció, pero seguía lloviendo. No había prisa, el vagabundo se encontraba tan a gusto en su posición fetal que hubiera sido necesario un terremoto para sacarle de su bienestar. Otra cosa sería después, cuando hubiera que levantarse definitivamente y hacer balance de la inundación. Así que a dormir se ha dicho, algo que le venía de perlas a mi cuerpo que ayer anduvo todo el día aquejado de un cansancio excesivo. Casi me contrarió en una de las veces que me desperté, encontrarme con que el tac tac de la lluvia no sonaba en el doble techo de la tienda.

Mi desayuno consistió en dar cuenta de las pocas sobras que había en la bolsa de plástico roja, un poco de jamón y un trozo de strudel. Mientras desayunaba pensé en cuál sería el próximo paso a dar. A la cabeza de las prioridades estaba el colchón. Si entraba agua en la tienda algo podía esquivarla, pero encontrar mis costillas o mi espalda o el resto del equipo directamente con el agua eso no podía imaginármelo. Y el colchón no tenía remedio. Ergo, necesitaba un colchón. Después pensé en la posibilidad de comprar otra tienda, pero ¿dónde, cuándo? Mientras recogía mis cosas y sobre todo mientra enrollaba la tienda me convencí de que no podía seguir en esas condiciones, vaya usted a saber lo que tardaría en encontrar una tienda de deportes, ¿una semana, diez días? Cuando tuve todo recogido eché mano al teléfono y busqué la posibilidad de que me llevara un autobús a Cortina d’Ampezo. Autobús, habíalo. En media hora pasaba uno por el Passo Gallina donde había comido el día anterior. Media hora después estaba bajando a Cortina en el autobús. Perfecto. Un día de turismo no le vendría mal a mi cuerpo. Cambios de ritmos. Perfecto para un día de lluvia.


En Cortina diluviaba moderadamente. Lo primero que me encontré en el primer negocio que visité fue una tienda ligera que me podría haber servido, pero no estaba tan dispuesto a deshacerme de la que tenía. Me conformé con comprar un spray impermeabilizante, porque ¿y si me compro otra tienda, tiro la que tengo (330 €) y después…? al fin pudo el dicho de más vale malo conocido que bueno por conocer. Encontré un colchón que no me gustaba, otro de tantos a los que le salen pequeños poros que terminan con tus huesos en el suelo, pero no había otra cosa en las dos tiendas que visité.

Seguía lloviendo. Mientras comía sopesé la posibilidad de un autobús que me llevara a alguna otra parte por aquello de que no me gusta volver atrás en ninguna ruta, pero terminé convenciéndome de que al menos junto al collado Gallina tenía un lugar discreto donde volver a poner mi tienda si es que entonces no llovía a cántaros. Y si era así, pues ya veríamos…

El ya veríamos se convertiría un rato después en una sorpresa inesperada. Llovía, como no podía ser menos, mientras el autobús arremetía las cuestas del Passo Falzarego. Un parada antes del Passo Gallina le indiqué al conductor que me bajaba. Había visto el día anterior algo que podía ser un bar o algo así y pensé esperar allí a ver si escampaba; incluso a lo mejor me podían vender un litro de leche. Cuando paró el bus no me entretuve en ponerme la capa de agua, salí pitando antes de quedar empapado. Llegué y resultó ser un restaurante o bar pero de los tiempos de María Castaña; aparecía cerrado y en mal estado. Había un chamizo a un costado y allí me refugié. Era un lavadero o algo así; un fuerte chorro de agua caía sobre una pila de piedra. Salí a explorar una casa de madera que había al lado que por efecto de la gravedad amenazaba caerse al suelo. Podría ser un lugar para dormir, con dos o tres puertas que había por allí podría hacerme fácilmente una cama. El vagabundo conserva buenos recuerdos de casas abandonadas en el monte en las que arrimando unos tablones aquí, una puerta allí pudo hacerse un confortable entorno para la tarde noche mientras la lluvia caía irredenta y tropical fuera. Y entonces el vagabundo recuerda precisamente una novela que escribió hace años y que narra las tribulaciones de un caminante enamorado que recorre el Pirineo de este a oeste intentando olvidar los males del corazón en largas y agotadoras marchas sin conseguirlo en absoluto porque cada vez que tiene cobertura se vuelve a pelear con su amada que a la vez, desesperada, quiere y no quiere con todas las fuerzas de su alma volver a encontrarse con su amado al que promete que le alcanzará a la altura de la Pica d’Estat para continuar la travesía del Pirineo juntos. Bueno, pues precisamente esa novela, que lleva el título de Vivir en los bosques, comienza y termina en un chamizo en el que después de haberse preparado una cama sobre unos tablones para aislarse del agua del suelo, mi alter ego, yo mismo enamorado hasta la desesperación, se sienta a la puerta del cobertizo a ver la lluvia pertinaz que caía sobre el hayedo. Ganas me dan de poner un fragmento; tanto me gusta. El fragmento es un poco largo, pero reproduce fielmente esas circunstancias en que al vagabundo, las lluvias, las tormentas y los hayedos se han encontrado alumbrando en el caminante un especial estado de gracia que sólo la montaña y la naturaleza pueden proporcionar. Así comenzaba mi relato:

Las hayas chorreaban aguas milenarias, lo habían estado haciendo durante cientos de años. Esos dos días y medio, esa noche, eran sólo una parte ínfima de aquella secuencia de nieblas y lluvias. Repicaba el agua sobre el tejado de pizarra con la misma aburrida reiteración con que las olas besan las arenas de la playa desde el principio de los siglos. Gruesos goterones atravesaban los numerosos huecos que el tiempo había ido abriendo obstinadamente entre las losetas de pizarra dejándose caer sobre los charcos del suelo de tierra con la monotonía exasperante de un grifo mal cerrado que alejara el sueño de un cuerpo cansado. Fuera, las hayas lloraban repletas de niebla y pena. Llegaba la voz anónima de un arroyo que corría entre la espesa hojarasca como un tímido que atravesara la vida de puntillas para no hacer ruido a su alrededor, un ruido amortiguado de tripas corriendo valle abajo con el corazón lleno de pena.
Los muros de piedras, apuntalados con gruesos travesaños de madera, combaban hacia el interior amenazando con devolver a la tierra de donde se habían alzado, quizás un siglo atrás, rocas, madera y pizarra. Apenas se sostenían en pie, pensó, mirando aquella ruina, cuando se asomó por la puerta en medio del aguacero. Con un poco de suerte no revienta estando yo dentro, calculó. Junto a la entrada, el suelo estaba seco, un único metro y medio. En el exterior había una gran puerta de madera apoyada sobre el muro. La arrastró hasta el interior de la casa y la colocó sobre el suelo. Después, algunos sillares desprendidos sirvieron para calzarla y obtener la sensación de cómodo hábitat protegido de la lluvia. Se cambió de ropa y la puso a secar en unos clavos sobre las traviesas que hacían de contrafuerte. Recostado sobre la jamba de la entrada fue masticando unas almendras mientras miraba la lluvia cayendo como una cortina de agua entre los robustos troncos de las hayas. ¿Cuántos días llevaba ya caminando? Lo había olvidado, en bosques como aquél, el país encantado de las hadas, era inútil tratar de llevar las cuentas al tiempo, éste se negaba a dejarse engañar por la rutina del paso de las horas. Quizás fueran dos o tres semanas, era lo mismo.
Algunas mañanas, del cielo brotaba el sol y la luz, y el calor inundaba las montañas y los neveros; otras se llenaba de relámpagos y truenos y el agua apagaba los colores hasta hacer del día la noche mientras en la escueta tienda de campaña, arrasada por el diluvio, el caminante hacía cuentas del día y de la salvaje belleza que lo visitaba en ese instante. A veces surgía una exclamación contenida de sus labios que expresaba el placer ilimitado de estar vivo: ¡Dios!, decía, mientras se desplomaba el cielo sobre su tienda. ¡Dios! exclamaba cuando restallaba la tormenta encima mismo de su insignificancia…


Cuántas veces me habré preguntado desde que empecé a salir a la montaña por el porqué de tantas fatigas y penalidades. Quizás los párrafos anteriores respondan a ese porqué. La plenitud que uno se encuentra a veces en su entorno es tan grande, tan gratificante, que no me extraña que mi subconsciente me empuje una y otra vez, una y otra vez, a volver, a tener a la montaña como fuente de las experiencias más significativas de la vida.

Estaba en el chamizo que había descubierto y que me había llevado a otros chamizos y a otras intensas lluvias. Esta tarde, con la lluvia que no paraba, pensé que era una buena solución para pasar la noche, así que me dirigí al lavadero a por mi macuto. A ello iba cuando observé que la casa bar o lo que fuera en su tiempo, tenía dos ventanas abiertas. Date, me dije. Me asomé dentro; lo típico, el suelo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo. Los dueños no se habían molestado en absoluto en proteger de la intemperie el edificio. Cogí el macuto, salté dentro. Había algunos enseres, sartenes, un frigorífico, sillas, pero todo descabalado, dejado allí a su suerte. En el segundo piso había varias habitaciones, en una de ella dos camas y en la otra una pila de colchones que daban señales de ser usados de tanto en tanto.


El vagabundo iba a convertirse en okupa al menos por una noche. Ahora, con la tienda y algunas cosas más puestas a secar en los restos de una lámpara de brazos de techo y en un secadero plegable, miro por la ventana llover. Las cumbres del Pomagagnon y la Tofana aparecen medianamente cubiertas por las nubes y los abetos son los primos hermanos de aquellos hayedos del Pirineo que me acogieron dos décadas atrás y me motivaron para escribir una novela. 











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