“Sólo en nuestra soledad somos nuestra verdad”.
(Ortega y Gasset, El hombre y la gente)
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abajo del refugio Knorrhütte, 1 de julio de 2018
Coburger
Hütte - Knorrhütte
En
general no suelo saber en qué día de la semana vivo, pero hoy a poco de ponerme
a caminar ya sabía que era domingo. Esta inflacción súbita de gente en el
refugio y sus alrededores lo decían: ¡es domingo! De todas formas se trata de
una zona especialmente bella. Estas montañas son espléndidas y se prestan a
excursiones para todos lo gustos. Tan pronto te cruzas con jóvenes cargados de
cuerdas y material de escalada como gente mayor que aspira a llegar a algún
refugio donde comer para volver aquella misma tarde al valle.
Uno
piensa en abstracto en los Alpes y es difícil salir de las vistas tópicas que
todos conocemos. El pasado año recuerdo que desde un collado cercano a los tres
mil metros en Suiza descubrí un mundo tan increíble de glaciares y montañas inesperadas
que tuve la sensación de que los Alpes eran infinitos e inabarcables. Hoy tenía
una sensación parecida ante este espléndido panorama de montañas que se iban
abriendo delante de mí según avanzaba la jornada. Frente a las alturas de mi
vivac anterior era como estar en ese otro desierto rocoso de Picos de Europa.
Luego el camino trajo otros mundos de profundidades y lagos, estos humanizados
y accesibles al turismo corriente, y más tarde, después de ascender otra vez a
los dos mil metros, se abría de nuevo esa magnífica desolación de los terrenos
kársticos, paisaje austero, desgarrador, solitario como “para hacerse de oro
los cuerpos, para hacerse de oro las almas”. Si en este mundo no supiéramos que
existen refugios y el alivio de una cerveza sería como atravesar ese desierto
que cruza Lawrence de Arabia en la película de días atrás, desierto sin agua,
sin vegetación, sólo la esperanza de que el mapa no se equivoque y que ese
punto que indica un refugio, un oasis en este desierto de piedra, realmente sea
verdad que existe.
Llegué,
después de atravesar todo este mundo donde a veces la verticalidad había que
superarla con ayuda de cables de acero, al refugio Knorrhütte. Tiene algo de
mágico esto de llegar a un oasis, descargar tu impedimenta y que de inmediato
venga un hombre a preguntarte qué quieres beber. A beer, of course. Hasta el siguiente refugio tenía algo más de dos
horas. Como eran más de las tres y media cuando me puse en camino era claro que
pararía en el primer lugar que encontrara para mi tienda. Trescientos metros de
desnivel más abajo estaba esperándome el pradito.
El
sonido de los bastones de los últimos caminantes se alejan despacio poco a poco
perdidos en las pedreras de este desierto blanco. Les veo subir lentamente por
la pendiente angosta que lleva al refugio. Todos con los que me he cruzado
parecían llevar en la cara una dura jornada. Un hallo gutural casi inaudible
salía de sus gargantas. Descender por un itinerario tan duro al principio de la
tarde cuando todo el mundo lleva ya en su cuerpo muchas horas de marcha te
permite observar el gran esfuerzo que se acumula moviéndose por estas montañas.
Nos pasamos la vida especulando por el porqué de todos estos esfuerzos pero al
final siempre resulta eso, especulaciones. Si hoy hubiera parado a gente
distinta con la que me he cruzado y les hubiera preguntado por la razón de
tanto esfuerzo cuando bien podían haber pasado la mañana sentados en la terraza
de un bar tomando una espumosa cerveza, es muy probable que las respuestas no
hubieran sido muy satisfactorias. Pausa. Y me vuelvo y un trozo de Picos de
Europa se yergue ahora frente a la mí, reluciente, hermoso, una enorme torre de
roca erguida y majestuosa frente al valle en donde he encontrado un metro
cuadrado de hierba para mi tienda. Han pasado, sí, los últimos caminantes y
ahora todo este universo de piedra desnuda es el patio de mi casa, la corrala
en donde los vecinos asomados a la balaustrada me miran como extraño en el
lugar. Los vecinos: los rojos rododendros con sus flores en forma de delicada
trompetilla, los pedruscos color ceniza clara, los pinos enanos de color verde
oscuro, los retazos de hierba entre las rocas, todas esas flores cuyo nombre mi
memoria ha ido dejando en la cuneta de los años y que reconozcom pero que ya no
sé nombrar. En mi memoria se desvanecen tantas cosas, tantos nombres que me es
obligado mirar al mundo que me rodea como si éste estuviera escenificando
delante de mí una única representación. Mi estar, mi caminar, es cada vez más
un puro presente. Ayer apenas existe ya en mi memoria, de lo que sucedió hace
apenas una semana solo restan pequeños destellos, breves anécdotas que
difícilmente sabría localizar en un mapa. Y pienso en este magnífico escenario
que me va a acoger esta noche y sé que a duras penas podré retener alguno de
sus detalles si no fuera porque lo fotografié más de una vez. Aunque sé que con
el tiempo ni siquiera volveré a interesarme por estas fotografías. Siempre fui
muy meticuloso con mi colección de imágenes, hacer una severa selección,
nombrarla, colocarlas en álbumes, subirlas a Google para poder disponer de
ellas en cualquier momento… Ahora también eso se ha acabado. Siento en la piel
que me queda poco tiempo y no dispongo del sosiego para estas cosas. La vida
sólo se puede emplear en una cosa a la vez y las prioridades van dejando a un
lado asuntos que no pertenecen a un presente más absorbente. Fin de la pausa.
Si
les hubiera preguntado, decía, imagino que las respuestas habrían sido del tipo
de porque me gusta, porque los senderos están ahí para caminarlos. Ahora un
sarrio me observa quieto a un centenar de metros. También éste parece decir:
¿Qué coño hará este tío aquí? Por cierto, que llevo ya dos semanas caminando y
todavía las señoras del monte, las marmotas, no han dado señales de vida. Las
echo de menos. En compensación este paraíso está lleno de chovas piquigualdas
que vuelan en grandes bandadas entre la niebla o que en las barandas de madera
del refugio esperan la dádiva de algo de comer. En resumidas, que hacemos lo
que hacemos pero no tenemos ni idea de por qué lo hacemos. Será que la cabra
tira al monte y los genes mandan. En cualquier caso lo relevante es que vas
caminando y te cruzas con una señora mayor que suda tinta, al rato es una
pareja joven que bufa con la subida, o un par de niños que juegan a ver quién
llega antes al siguiente collado.
¿Será,
contra lo que nos creemos, que el esfuerzo nutre nuestras fibras más íntimas de
la especie? (Ya está éste con la especie a cuestas, dirá alguno). Pues sí, ¿qué
pasa?, que contra el criterio general el esfuerzo en definitiva sea, pese a que
la pereza, como decía Celine, sea más fuerte que la vida; que el esfuerzo sea
la madre nutricia que alimenta lo mejor que tenemos los habitantes de este
planeta, esfuerzo físico, esfuerzo mental, nos pone en el
camino de una verdad que aparece cada vez más indiscutible. Ayer Ortega y
Gasset auguraba un retroceso del homo
sapiens hacia las ramas de los árboles de donde provenimos, si lo que
esperamos es disfrutar de la inteligencia y las habilidades como quien hereda
un chalet en la sierra. No está nada mal para una tranquila caminata por la
montaña descubrir que aquí la gente lo que hace es nutrirse no sólo del aire no
contaminado y de la belleza de las montañas y los bosques, sino que también se
nutre de los efectos saludables del esfuerzo.
Así
que fin de jornada desde este espléndido balcón alpino. Tras una mañana de
domingo concurrida la montaña ha vuelto a su soledad. Su soledad y la mía se
complementan. “Sólo en nuestra soledad somos nuestra verdad”.
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