“Todo me es completamente igual, a excepción de
una sola insignificancia: Que en mí sienta palpitar la vida, ya sea en la
lengua o en las plantas de los pies, ya sea en el bienestar o en el tormento”.
(Hermann Hesse, El caminante)
Bajo
la cumbre del Gratzenkopf, 7 de julio de 2018
Schwaz
– Pirchneraste – Gratzenkopf
Sonó
el despertador después de las seis y media pero era inútil, continuaba
lloviendo. Ni yo mismo sé como logré ayer tarde colocar la tienda en este
accidentado sendero lleno de grandes piedras, ramas y hojarasca. El colchón,
esta vez uno de los clásicos pero muy ligero, parece permitirte dormir en
cualquier parte. Voy a tener que dedicar tiempo a practicar para poner la
tienda en un tiempo récord intentando a la vez que la parte interna no se moje.
Ayer lo probé en medio de la lluvia pero tardé mucho. Tampoco era una lluvia
muy aparatosa.
El
mal tiempo y la angostura del espacio no impidió que dedicara el final de la
tarde al cine. El pequeño espacio de mi tienda se convierte a esta hora en un
reducto casi mágico en el momento que aparece el rugido del león de la Metro Goldwyn Mayer. De repente los montes, el bosque, la lluvia o los arroyos
desaparecen y en su lugar doy un salto a una lejana parte del mundo, Estados
Unidos, años cincuenta, quizás. Un cadillac descapotable es conducido por Paul
Newman mientras en el asiento de atrás una mujer trasiega alcohol, una botella
tras otra, a su cuerpo. Se trata de Dulce
Pájaro de Juventud, de Richard Brooks. Es admirable como frente a una buena
película de época desaparecen los caminos, la lluvia y todo cuanto te ha
excitado durante el día. La capacidad del cine para robarte los recuerdos y las
impresiones recientes me asombra. El amor en el estado más primitivo y puro
manifestándose en medio de la fealdad falsa y malévola del poder con una
actuación genial del prototipo del político
ambicioso (Boss Finley en el papel de alcalde) que no duda en sacrificar
a su hija y usar a toda la familia en pos de ese poder que lo arrastra hasta la
demencia; en otra línea argumental la pasión de la fama, el miedo a la
decrepitud y a no ser más objeto de veneración del público. Un conjunto de
asuntos magistralmente trabados y desarrollados por la mano de Tennessee
Williams, que invitan a reflexionar sobre algunos aspectos de la estupidez
humana y sobre la cla que aplaude de continuo esta estupidez. Un círculo
vicioso que encierra entre sus férreas manos comportamientos sociales de los
cuales sólo se libra, aunque no sin algún destrozo en el rostro, el de Paul Newman,
la pureza de un amor, que pese a todo pervive en medio de un absurdo mundo de
deseos disparatados.
Pasadas
las nueve de la mañana el agua dejó de golpear sobre el techo de mi tienda. Era
hora de recoger. El sol salió de entre las nubes al poco rato de comenzar a
caminar. Largas hilachas de nubes cruzaban las laderas al otro lado del valle.
Saqué mi ropa mojada y la colgué de mi macuto; también colgué de él mi
alfombrilla solar, aunque no sirvió de mucho porque minutos después el sol
desapareció definitivamente. Mi descubrimiento decisivo para luchar contra
las ampollas hace que tenga estos días una tendedero amplio sobre mi macuto
cada vez que no llueve. Mis pies, en el momento en que les hago caminar mojados
no tardan en amagar con ampollas, así que la solución ha pasado por llevar
encima siete u ocho pares de calcetines de repuesto. En el momento en que noto
cierta sospechosa sensación en ellos me paro y me pongo unos secos aunque esté
caminando bajo la lluvia. Es la única manera de conservar sanos mis pies. En
este tiempo de lluvia he añadido también a mi equipaje un rollo de papel
higiénico que hace lo que puede durante la noche con mis botas.
Pensaba
desayunar en Pirchneraste, un lugar en medio del monte en que mi mapa mostraba
un cuchillo y un tenedor, pero me puse a caminar tan tarde que el desayuno se
transformó en comida. Estaba todo cerrado, después de de insistir me
respondieron los ladridos de un perro. Una señora mayor me abrió y me miró por
un momento como a un extraterrestre cuando comprobó que el vagabundo no hablaba
alemán. De todos modos la idea de comer se expresa mímicamente igual en todo el
mundo. A los diez minutos estaba reconfortando a mi estómago con una cerveza y
una gulagsoup que por aquí es plato que no falta y que cocinan muy bien. No sé
qué autor latinoamericano relataba un viaje por Alemania con otros colegas, creo
que Julio Cortázar, todos ayunos de alemán, que se pasaron el viaje comiendo
truchas, que era la única palabra que identificaban en los sofisticados menús
alemanes, palabra que habían rescatado, como buenos aficionados a la
música, del Quintero de las Truchas, de
Schubert. Si Schubert, Beethoven, Wagner o cualquier otro músico alemán
hubieran bautizado a sus obras musicales con Asado de pollo en sol menor, Estofado de ternera para clarinete y
orquesta o Cuarteto de Paella a la
berlinesa, con toda seguridad Cortázar y sus amigos habrían comido mucho
mejor en aquel viaje a la tierra mozartiana.
Al
final esos desmesurados mil ochocientos metros de desnivel de hoy, adobados con
la cerveza, la gulagsoup, el capuchino y un buen pedazo de pastel de la tierra,
se van a quedar en algo no tan alto. Ya se sabe que todo es relativo y que en
las cosas del monte el cómo te funcione el cuerpo depende del humor que tengas,
mucho mejor que el de ayer el de esta mañana, de los sueños que hayas tenido
por la noche, de los amores que hayas visitado por la mañana mientras esperabas
que dejará de llover, en fin, y creo que es lo principal, de lo bien que
realmente te encuentres contigo mismo. Y como hoy me encuentro bien y
descansado después de más de diez horas de sueño, todo esto es coser y cantar.
Así que al final, tras la comida, el tiempo viene y me sonríe y después de
mil doscientos metros de subida me regala un colladito discreto, acogedor,
protegido del viento, un pequeño trozo de hierba para montar la tienda en donde
al fin puedo poner a secar todas mis cosas. La hora mágica de las cuatro de la
tarde se cumple hoy entre arándanos y rododendros. Me parece pronto, una
jornada un poco corta, pero está claro que mis enanitos andan por ahí tirando
de las riendas y mostrándome el prado, las flores, la bondad del sol, la bruma
allá lejos donde otras montañas asoman el cogote entre la calina de la tarde.
Perfecto, de acuerdo, les digo. Y acto seguido despliego mi tienda y la pongo a
secar, esparzo mis siete pares de calcetines sobre los arándanos, el equipo de
lluvia, las plantillas, las botas. Ahora son las cinco y media de la tarde y,
como una ama de casa que ha dejando todo en orden, me
dispongo a emprender el gran cometido de no hacer nada. Después tendré un rato
para la novela de Toni Morrison y más tarde, cuando atardezca y la no luz sea
propicia, viajaré a la
Inglaterra de los tiempos de la Restauración y el
reinado de Carlos II de la mano de Otto Preminger, con Ambiciosa.
Últimos libros publicados
No hay comentarios:
Publicar un comentario