El oro y el barro de la existencia




  
“Si quieres embriaguez, ¡acepta también la resaca! Si quieres sol y bellas fantasías, ¡acepta también la suciedad y el hastío! Todo está dentro de ti, el oro y el barro. (Hermann Hesse, El caminante) 


Schwaz, 6 de julio de 2018

Binsalm – Lamsenjochhütte - Schwaz


En el salón del refugio arde el fuego de la chimenea. Son muy acogedores estos establecimientos de montaña que se esfuerzan por conservar en sus materiales y elementos arquitectónicos un sabor de época. Junto al fuego oigo discutir a mi ánimo que mantiene una enfrentada conversación con mi cuerpo a propósito de qué hacer esta mañana de lluvia. Ánimo dice que, pese a la lluvia, prefiere recoger y ponerse en marcha, está en buena disposición y tira de mi cuerpo para convencerle. El hecho es que la cercanía del calor de la chimenea lo ha sumido en la indolencia. Yo espero pacientemente a  ver en qué termina la cosa. Quinientos o seiscientos metros de subida y un descenso de mil trescientos todo ello bajo la lluvia… pienso dudoso para mis adentros… Es el caso que mi cuerpo ha desayunado como un pachá y al final se deja convencer. Así que empacamos y a meterse bajo la lluvia se ha dicho.

Fuera todo chorrea agua por los cuatro costados, el bosque, las laderas, el cielo. La niebla oculta entre sus brazos las cumbres. Al cabo de un rato el interior de la capa es un cocedero. Debería parar y quitarme algo de ropa, pero estoy perezoso. En el primer collado me encuentro con dos hombres que trabajan en el refugio. Están arreglando una valla. Charlamos un poco, nos deseamos un buen día. Al otro lado se hunde un profundo valle inaccesible desde aquí. El camino sigue las curvas de nivel hasta el siguiente paso donde aparece fantasmal el refugio Lamsenjochhütte. Estoy fresco, he desayunado bien y no necesito de ningún refrigerio, así que enfilo el camino valle abajo, inicio un largo descenso desde los 2000 metros hasta los 500.


La lluvia es pertinaz e incansable. Bajo entre la niebla ajeno a todo lo que pueda rodearme. A un centenar de metros se circunscribe el paisaje a mi alrededor. Prados al principio, después un apretado bosque de abetos, más abajo las robustas hayas, algún raquítico abedul. Sólo alivia el aburrimiento que empieza a embargarme el recuerdo fugaz de una mirada de mujer con la que me crucé días atrás. Fue en una revuelta del sendero, de repente nos encontramos uno frente al otro y ella, que en un principio había eludido mi mirada, posó un instante sus ojos sobre los míos mientras de sus labios salía el consabido morgen acompañado con el inicio de una leve sonrisa. Tras ello desapareció sin más a mis espaldas. No podría precisar bien su rostro, pero de repente me sentí profundamente enamorado. Quizás fuera morena o tenía la nariz pequeña y respingona. Sólo se me quedó la profundidad de la mirada de sus ojos oscuros y el rictus de sus labios cuando había sonreído. Ahora guardo su imprecisa imagen como un tesoro que estoy seguro de que me va a acompañar durante muchos días. Los comportamientos de los enamorados son siempre tan curiosos e inconcebibles que igual puede suceder que conserve esa mirada en mi retina durante años. No será la primera vez que me enamore perdidamente de algún ángel con el que me he cruzado y que mi timidez siempre deseosa de mujer guardó y guardará en un altarcito interior como se conserva el mejor de nuestros anhelos. Mujeres anónimas con las que me cruzo y que me acompañan en los sueños y en la vigilia sin que ellas pudieran imaginar nunca el rastro que su presencia dejan en el ánimo del vagabundo. Tal vez un día todos estos enamoramientos formarán parte de mi alma, y sus imágenes estarán en mi interior, por lo que ya no tendré necesidad de un encuentro y sólo tendré que alimentar mi anhelo con el perfume de una sonrisa, una mirada apenas esbozada.


De hecho según ha ido transcurriendo la mañana, y pese a esos aires de enamorado que aventaba más arriba, siempre la lluvia encima, me ha sobrevenido un cansancio que se daba la mano con un hastío que ha ido creciendo y creciendo mientras perdía altura camino del valle. Precisamente también Hermann Hesse, en el que me había refugiado hacia la mitad del descenso, también estaba bajo de ánimo. Esto escribí hacia el final del libro mientras grandes árboles aparecían entre la niebla mostrando una honda y desvaída belleza sobre el fondo de la nada: “Si quieres embriaguez, ¡acepta también la resaca! Si quieres sol y bellas fantasías, ¡acepta también la suciedad y el hastío! Todo está dentro de ti, el oro y el barro”. Cuando llegué al valle, intentaba convencerme de ello, aceptarlo, mientras daba cuenta de mi comida en un centro comercial de Schwaz. Estaba aburrido, cansado. No sé, quizás sea tanta lluvia la que deja a estas horas mi ánimo bajo mínimos.


Mientras comía había localizado una pensión en mi camino para el caso de que siguiera lloviendo. Y siguió lloviendo y, cuando llegué a la pensión aquello apareció abandonado. A lo lejos sonaba el timbre que yo sucesivamente había accionado. No hubo respuesta. Resignado seguí mi camino ladera arriba con la esperanza de encontrar un cobijo. No muy lejos descubrí un caminillo que se adentraba en una repentina apretada vegetación. Mi intuición había dado con el lugar adecuado. Esta vez no tenía más remedio que probar a instalar la tienda bajo la lluvia.


Son apenas las seis de la tarde pero la luz que llega a mi tienda es la que precede a la noche. En compensación los pájaros cantan animosos y ajenos a la lluvia. Me refugio en un oscuro y pequeño bosquecillo en las laderas de la ciudad de Schwaz, es un lugar discreto. Sólo cabe esperar que mañana deje de llover un poco para esos mil ochocientos metros que me esperan de subida.












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