Laugavegur
trail, Islandia: Landmannalaugar – Cercanías del lago Álftavatn.
Lo
de hoy era uno de esos paisajes y situaciones a los que no llegaba a hacerme
una idea. Había visto, imagino que como todo el mundo, imágenes de Islandia,
los glaciares, la fumarolas, una tierra inhóspita de los páramos volcánicos,
quizás me imaginaba Timanfaya, Taburiente o los alrededores del Teide que ya
recorrí caminando en alguna ocasión, poco más. Recuerdo que cuando viajamos al
desierto tenía una sensación parecida. No servía haber visto Lawrence de Arabia
o leído libros de viajes que transcurrían por desiertos pedregosos o doradas y
armoniosas dunas. Era imaginarse más que nada como sería la vida cotidiana de
un largo verano en un medio tan inhóspito, en aquella ocasión nuestros hijos
mellizos tenían un año y Guille iba camino de los tres; era imposible, por
ejemplo, imaginarse un sol redondo y enorme cayendo como una bola de fuego allá
a lo lejos entre las dunas, si soportaríamos bien el calor o no, si las dunas
barrerían la carretera, si sería posible después de viajar medio día jugar con
los niños, leer, disfrutar de largas horas de ocio. Una familia con tres
criajos pequeños que gustaba viajar necesitaba tomarse el viaje con calma y dedicar
largas horas al ocio y la contemplación. Mi afición de aquellos
tiempos a la fotografía había sido uno de los alicientes para emprender el viaje. Bueno, pues
resultó, el desierto fue un descubrimiento en muchos aspectos, y el estético
fue uno de los mejores. Descubrir los colores, las texturas, las armonías que
nacen de la simple arena y cómo éstas cambiaban a lo largo del día; vivir el
infinito silencio bajo el infinito firmamento cuajado de estrellas sin luz
alguna que amortiguara su brillo; disfrutar de la suavidad del atardecer
después de un caluroso día; cosas así que no estaban en los libros ni podíamos
experimentar con las películas fueron las que hicieron de aquel largo viaje una
de esas vivencias que uno recuerda toda la vida.
Hoy
resultó algo parecido, quitando, claro está, que uno está muy viajado y las
cosas ya no le sorprenden con la frescura de los primeros viajes. Primero fue
ayer, dando un paseo junto al mar, la agradable sensación de haber saltado en
cuatro horas a un agradable invierno, frío, pero grato, donde los recuerdos me
llevaban a otro invierno improvisado en Tierra del Fuego y la Patagonia de hace
un par de décadas. Hay sensaciones a las que les basta un vientecillo o un
repentino frío en las mejillas para salir de lo profundo y proporcionarnos un
súbito placer. El fresco repentino era también el fresco de algunas mañanas
del mes de julio en las calles al norte de Johannesburgo, o el de un paseo por
la calle Recoletos de Madrid.
En
estas primeras impresiones en la isla voy a tener que meter también las de la
noche pasada. De hecho los sueños sufren del contagio de lo que a uno le pasa
por la cabeza y así con tanto darle a lo libros de montaña y a lo que sucede
por las alturas, está noche apareció por mis sueños un ángel precisamente de
las alturas, su nombre, Catherine Destivelle. Esta vez no andaba por los Devils
Tower de Utha como en mi último post, en esta ocasión Catherine había
terminado su último largo en alguna pared bajo la cual corría un río caudaloso
entre un frondoso bosque y parsimoniosamente recogía la cuerda mientras un par
de pezones bailaban felices como unas castañuelas bajo un liviano suéter que no
parecía albergar en su interior ningún tipo de sujetador. No sé si llegué a
despertarme ni sé lo que pasó después, pero en todo caso el agraciado
desasosiego a que suelen dar lugar esta clase de sueños me consuela. Recuerdo precisamente esto a raíz de que el
pasado mes de junio y julio, mientras pateaba los valles y las montañas de los
Alpes llegó un momento en que me mosqueé porque después de dos o tres semanas
ni siquiera una tarde noche o una noche madrugada se me llegó a aparecer
ninguna virgen ni tuve sueño erótico que viniera a paliar mis días de ayuno y
soledad, cosa grave en mi situación porque si además de hacerte mayor, cumplir
un pegote de años, empezar a sufrir dolencias y padecer de vértigo cuando un
sendero se asoma a los abismos, además, digo, se te acaban las apariciones
feminiles que tanto ayudan a dar color a los días, pues apaga y vámonos. No se
piense que uno por gustar de la soledad pueda llegar a estar tan en las nubes como
para no apreciar de tanto en tanto alguna que otra aparición.
Tuve
que hacer un paréntesis porque estaba encerrado en la tienda con estas notas y
de repente ésta se iluminó con una luz muy especial. El crepúsculo estaba en
pleno apogeo. Hacía frío pero vencí la pereza y salí. Hoy, como tantas veces,
mi tienda ha encontrado un lugar privilegiado sobre la mórbida lava, un balcón
frente al que se extienden las montañas que rodean el lago Alftavatn y a la
izquierda de las cuales asoman los hielos de un enorme glaciar, el Myrdalsjökull
que cubre al volcán Katla.
Cuando
salí del hostel lloviznaba ligeramente. El minibús, un trasto 4x4 que parecía
un tanque preparado para atravesar cualquier río o cuesta que se pusiera por
delante, llegó puntualmente. Ya en las dos primeras horas fui tomando contacto
con este nuevo paisaje; pequeñas cortinas de humo empezaron a surgir a los
lados de la carretera. Un paisaje verdoso de pequeñas plantas que poblaban los
campos de lava apareció enseguida cuando nos internamos en la carretera
secundaria que nos llevaba a Landmannalaugar. Al poco rato desapareció el
asfalto, continuamos por una estrecha pista y poco a poco la paleta
de colores empezó a enriquecerse de una manera proverbial. Hablaba más
arriba del desierto y de sus posibilidades fotográficas, aquí sucedía lo mismo.
La gama de colores de Los girasoles de
Van Gogh se extendía a ambos lados de la pista como un regalo para los ojos.
El tanque se metió de cabeza en dos ríos, y cruzó como un pachá sin arrugarse
la línea de los pantalones por otros dos.
En
realidad el recorrido de hoy era materia para la paleta cálida de un pintor, un
plácido caminar que mis ojos disfrutaban con parecido gusto al que me producen
los cuadros de los pintores que más aprecio. Las montañas romas, pero cuyos
colores, café con leche, tabaco, una extensa gama de sienas, armonizaban entre
sí como si previamente a su composición hubieran hecho un cursillo en armonía para quedar bonitas y presentables como una moza que espera alguna de las
primeras visitas de su novio. Aquí y allá, en los lugares más húmedos, una
mancha de verde brillante e intenso corría en la hondonada poniendo su bella
nota discrepante en el conjunto de los ocres.
El
tiempo se puso frío enseguida. Las fumarolas por todos los lados y el olor a
azufre que corría por las laderas eran una nota exótica más. Al principio
había gente en el camino, los que llegan en 4x4 y se dan una vuelta, mucha
gente de Barcelona que habían llegado todos juntos en el avión de la tarde
anterior, pero después de una hora de camino el sendero quedó deliciosamente
solitario. Sólo una pareja que me adelantó y un pequeño grupo con el que me
crucé encontré en todo el recorrido. En el primer refugio, el
Hrafntinnusker, me hice un par de sopas de fideos chinos y continué el camino.
Me tuve que poner el pluma y los guantes. Dos horas más tardes, cuando la
senda se asomó a un extenso valle frente a los glaciares y al lago de
Álftavatn, encontré el lugar idóneo para mi tienda. En previsión de que los
vientos fueran excesivos, algo corriente en la zona, en esta ocasión opté por
traerme una tienda algo más pesada y baja, mi antigua compañera del pasado año
en mi recorrido alpino. Entre que la tienda es mucho más amplia y que he
decidido traerme un hornillo parece que hubiera subido de la categoría de
vagabundo a la de pequeño burgués de las alturas.
Y
termino, porque las manos se me están quedando tiesas. Hace frío, sí, en
este país. Me parece que me va a tocar dormir vestido.
Por
cierto, el que quiera disfrutar de las fotos, que las hay muy buenas en esta
ocasión, que se busque un medio para apreciarlas. Hoy me acordé de los amigos
Antonio Creus y Fernando Ruiz, del Navi. Habrían disfrutado en un escenario como
éste hecho a la medida de los fotógrafos amantes del monte y sus afines.
2 comentarios:
Me he puesto al día de tus andanzas entre nieve, ceniza, montañas, rios.....y fresco. Besos y feliz soledad, caminante.
Un besazo, Ana.
Publicar un comentario