El hilo de una emoción




Canals, 13 de marzo de 2019

Camino de Santiago de Levante. Etapa Algemesí - Canals

Apenas dejo Játiva atrás empiezo a notar un delgado hilo de emoción por dentro. No ha sucedido nada en especial, los cantos habituales de los pájaros en las cercanías del alba, la noche, el silencio, todo eso que envuelve la hora mágica que precede al nacimiento de un nuevo día, y sin embargo ahí está esa penetrante sensación que llamamos emoción subiéndome efervescente por dentro mientras camino por una senda vecinal que corre oscura entre los naranjos mientras por oriente una delgada línea de luz empieza a pintarse sobre el cielo. Cuando le pregunto a mi memoria por los primeros rastros que estas cosas fueron dejando en ella, ella me trae la imagen de un niño de siete u ocho años arrodillado frente a un altar lateral de la iglesia de los salesianos de Estrecho. Una criatura de siete u ocho años arrodillada y con los ojos húmedos, que le pedía a la Virgen en la soledad del templo la gracia de conservar la pureza cuando todavía no sabía bien en qué pudiera consistir aquello. Con el tiempo desapareció el mecanismo que provocaba aquella clase de emociones, pero quedó, sin embargo, la sensación de recogimiento, el fervor, el amor que parecía subir desde su interior hacia aquella virgen de escayola tocada con una corona que sostenía en sus brazos un niño Jesús con cara de lelo. Y como consecuencia de aquellos ratos de oración la emoción que aquellas circunstancias provocaban en mí. Hoy, caminando entre este bosquecillo de naranjos, contemplo la huella de aquella primera emoción con una especial ternura que los años no han sido capaces de borrar. Recorrer el rastro de donde han brotado desde la infancia los instantes de mayor emoción es reencontrarse con uno mismo en lo más genuino que somos. El tipo de emoción que vivimos nos dice casi todo de cómo y por donde respira nuestra alma.


El perfil oscuro de la cabezota plumada de algunas palmeras sale de la noche sobre el fondo de fuego del amanecer que empieza a adueñarse de la tierra. El tráfico, a esta hora denso, de los que acuden al trabajo, desluce la extraordinaria belleza de la mañana. A mi izquierda atravieso un edificio que exhibe un cartel en letras monumentales: “Hotel de mascotas” y me imagino a perros y mininos durmiendo en camas con sábanas de lino y camareras llevándoles el desayuno a la cama.


Fuera de la hora del alba el paisaje apenas viste, envuelto en el todo momento de edificios que atienden a la economía de la región. Así que, recogidos en el cestillo de mimbre de mi cámara los colores del amanecer, sólo le queda a ésta recrearse en el desmedido trabajo que las neuronas hacen en el organismo de algunos vecinos de por aquí. Juzgue el lector el tenor del ambiente a través de los grafittis de más abajo que fui recogiendo en los muros de Alzira y Carcaixent. Allí, desde el consabido “Viva España”  a “Separatistas terroristas” pasando por desear la muerte a los de la CUP, se cuece de todo. Eso en Alzira; en Carcaixent los mensajes son más íntimos: “Eres la miel de la vida”, asegura un enamorado desde lo alto de una valla de bloques de hormigón. “Te quiero, preciosa”, le titila el corazón a un enamorado más, “te amo, Kary”. Y otro al lado, poseído por el espíritu de un pirómano, escribe: “La única solución=Destrucción”. Hay también alguno que recurre a las metáforas y escribe en lugares diferentes un imperativo: ¡Dúchate!, evidentemente dirigido a alguien cuya alma necesita un buen lavado.


Finalmente después del mediodía el camino empieza a deambular por un paisaje agrícola que se hace amable mientras se acerca a Xátiva emplazada tras un alto cerro y rodeada al sur por unos atractivos picachos. En Xátiva el albergue municipal no está disponible, lo que me obligará después de comer a caminar siete kilómetros extras.

Llegué a Canals con apenas ganas de darme una ducha y tumbarme con un té a mano a pasar la tarde. Cuarenta kilómetros son demasiados kilómetros para un servidor. Dediqué la última parte del día al cine. Tenía pendiente la continuación de Los 400 golpes, de Truffaut, que había comenzado el día anterior.  






















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