El tiempo de los sueños




San Bartolomé de Pinares, 31 de marzo de 2019

Camino de Levante. Etapa Cebreros – San Bartolomé de Pinares.


Me enfrento a la nada del folio en blanco con la voluntad de algún día poder volver a recorrer mis pasos y, acaso, en tales circunstancias revivir de nuevo lo ya vivido, hoy el cuerpo extremamente cansado. Vana cosa, por cierto, visto lo deprisa que pasa el tiempo y lo tan poco que me va quedando; mas así se va tantas veces en la vida obrando como si el tiempo fuera infinito cuando tan limitada y parca es su duración de hecho.

Juzgué que debía volver a dormir lo suficiente y recuperarme y me desperté con el sol ya bañando las jambas de la ventana de mi habitación. Sonó el despertador, lo apagué sin abrir lo ojos y así continúe por un rato recogiendo de aquí y allá de mi cuerpo sensaciones, esta mañana de mucho cansancio, como si dándole tiempo al cuerpo a expresarse, cosa que corrientemente no sucede, éste empezara a darse cuenta de que después de lo cientos de kilómetros a que le he sometido desde Valencia bien tuviera derecho a quejarse un tantico. Esos diez minutos que demoré dentro del saco terminaron por mosquearme porque conociéndome bien sabía que aquello, si no le ponía coto, podría demorarse hasta el mediodía y aún hasta la hora de la comida si mientras tanto encontraba en mis habituales ensoñaciones motivo de fuerza mayor para refocilarme dentro del saco de dormir las horas que fueran menester y dar satisfacción a lo que a mi ánimo viniere, cosa ésta no difícil dado el calorcito que se respiraba dentro del saco. Sí, tuve que armarme de valor, saltar de la cama y despabilarme al ritmo de una cumbia de Los Wawanco; El baile del Sucu Sucu invitaba a bailar y no parar hasta el día siguiente. Empezaba así a notar que los engranajes de mi cuerpo comenzaban a lubricarse. Unos estiramientos, uff, hicieron tremolar mi ánimo, agitaron los ligamentos y al final calentaron mis músculos lo suficiente para meter mi cuerpo y su equivocada disposición de esta mañana bajo el chorro de agua fría de la ducha, después de lo cual ya todo fue coser y cantar. Unos minutos todavía en cueros de ese ejercicio de equilibrio que aprendí en la peli Roma, y ya podía salir a comerme el mundo tras el desayuno.

Y como se ve, lo que era la nada del folio en blanco, eso que otros como David de Esteban llenan con el arte de sus acuarelas toledanas, yo lo voy llenando hoy con las naderías de aquestas mis palabras que, Dios, pluguiérame tener siempre a la mano para servirme de alivio –escribir para no volverse loco, diría Bataille– cuando no de justa reflexión y entretenimiento.


España, que hasta ahora aparecía país llano desde tantas leguas atrás, propiamente desde la misma orilla del mar, de repente se empinaba, y justo es que lo que corrientemente es llano y parezca como dormido se empine de tanto en tanto, a fin de servir a la naturaleza que gusta de la diversidad y de los requiebros, vistiendo el paisaje de montañas y valles que, aunque aquí parecen domesticadas lomas, el peregrino sabe que un poco más allá, hacia occidente, la sierra se hace brava hasta el punto de encerrar entre sus murallas el esplendor del galayar más notorio de la región o los circos pétreos y salvajes que rodean la Laguna Grande y aquella otra de Cinco Lagunas. Que Camilo José Cela, ese novelista, grande en dos o tres de sus libros, pero que buscando ser tratado como si de Dios Padre se tratara, cayó en lo zafio y banal hasta el ridículo, engrosara con su viaje entre Bohoyos y Candeleda, en su Judíos, árabes y cristianos, los cuentos de la región, se agradece porque nuestras montañas, siendo tan bellas, poetas y escritores les han faltado que las glosasen lo suficiente.

Confieso que esto de írseme la tarde pergeñando una palabra tras otra, mientras al otro lado de las ventanas del albergue el celaje sobre los granitos y las peladas lomas, no invita a otra cosa que a la contemplación o a entonar endechas de otro tiempo.


Hoy el Camino de Santiago de Levante no era el acostumbrado camino de los llanos, un buen pedazo de desnivel que superar mientras allá al fondo la iglesia y el pueblo de Cebreros se hacían pequeños hasta desaparecer tras los pinos. Trochas entre las breñas; de nuevo el silencio de los senderos, un pequeño despiste que me obliga a bajar monte a través hasta retomar el camino correcto, el paisaje austero más arriba hasta el puerto de Arrebatacapas donde las viejas crónicas sobre la conquista sarracena cuentan que el año 93 de Hégida y 712 de la era cristiana, las huestes de Tarik, que habían tomado Toledo, salieron hacia el Norte en persecución de los nobles godos.

Desde allí, sin moros en la costa que estorbaran, me fue dado enfrascarme en la lectura de Javier Sádaba que, metido de lleno en ires y venires que según un servidor no servían en casi nada al título que encabezaba el libro, es decir, La vida buena, que aquello más bien parecía un largo circunloquio que acaso ayudaba poco o nada a descubrir qué fuera eso de la vida buena, terminó por decidirme a cerrar el libro para remitirme a la aventura de don Quijote con los leones y a la que siguió aquella su expedición espeleológica a la cueva de Montesinos. Don Quijote, que se había quedado dormido en su interior por espacio de media hora, había tenido tan grandes sucesos dentro de la cueva, obviamente sucesos debidos a su calenturienta imaginación, que no bastaron tres días para meter en ellos todo lo que en media hora hubo soñado, cosa muy verosímil y de las cuales acaecen con frecuencia dado que el tiempo de los sueños y el de la vigilia se miden con relojes tan disímiles. A Julio Cortázar le sirvió el tránsito entre una estación y otra del metro para que el protagonista de su historia, dedicada a la memoria de Charlie Parker, viviera la largura de un mes. Mayor es todavía el tiempo que vive un condenado a muerte, relato de la Antología del cuento norteamericano, en que en el mismo momento de morir revive una historia de años hasta el mismo instante en que descubre con pavor que su cuerpo está a punto de sumergirse en la nada a que le va a entregar un pelotón de fusilamiento. Las dilatadas vivencias de don Quijote en la Cueva de Montesinos no debería llamarnos a la hilaridad de quien oye a un loco porque ni son locos todos que sueñan ni cuerdos los que creen estar a salvo de la locura.


En fin, que los últimos kilómetros, con eso de encontrar un desacostumbrado desnivel en el camino, se me hicieron largos pese al buen verbo del amigo Sancho que con tanta frecuencia más parece un sabio Epicuro que ese rústico que de palabra nos sirve Cervantes. En San Bartolomé de Pinares tuve que ir a buscar a la alcaldesa María Jesús a su casa para obtener la llave del albergue. Nadie respondió al timbre pero una vecina se cuidó de llamarla por teléfono. En seguida subió por la cuesta de la calle una mujer menuda y morena que se dirigió a mí con la campechana hospitalidad que nace de aquellos que Ursú Uzalá llamara buena gente.

En el pueblo, que a primera vista aparecía como si sus habitantes se hubieran esfumado, en seguida surgió gente amable que me ayudó a dar acomodo a mis necesidades. Los dueños de la fonda se encargaron de la comida, abundante y sabrosa, y me prepararon un táper con una cena apetitosa. La tarde en el albergue es un espacio de sosiego y descanso en el que el caminante se siente como en su casa.










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