Felicidad




Cebreros, 30 de marzo de 2019

Camino de Levante. Etapa Escalona – Cebreros.


A las cinco de la mañana me da tanto apuro la posibilidad de despertar a Víctor, el peregrino maratoniano, que ando como un fantasma por la habitación. Ni siquiera me atrevo a poner la maquinilla de afeitar en marcha. Así que desayuno sigilosamente y salgo del albergue como quien camina como Jesús por encima de las aguas del lago Tiberiades.

Al salir del pueblo la aguas del río Alberche, riachuelo más que río en realidad, sonaban cavernosas entre la frondosa vegetación bajo el puente. El Alberche, el gran río de mi infancia, mi Mississippi, que lo fuera tanto para el Hunkleberry Finn y Tom Sawyer a los que Mark Twain da vida alrededor de sus aguas, y que a mi me dio una de las infancias más felices que pueda concebirse, era en la hora previa al alba un oscuro y sucio riachuelo indigno de ninguna aventura de niñez. Si uno pudiera recuperar la infancia, sea por vía de la física cuántica, sea por algún encantamiento de los que frecuentemente acaecen a Don Quijote y su escudero, hubiera sido posible encontrar río arriba seis décadas atrás un grupo de tiendas de campaña de factura casera en donde una docena de familias pasaba el verano al modo de tramperos o cazadores apostados a la orilla del río, una colonia de madrileños sin posibles para ir a la montaña o a la playa y que hacían de los bosques y del mismo río el perfecto hábitat en que nosotros, los niños, forjaríamos nuestro devoto amor por los bosques, los ríos, la aventura o las estrellas que cubrían cada noche nuestro campamento. Hoy recuerdo aquel río con la contenida emoción de quien sabe lo mucho que el caminante debe a aquellas estancias veraniegas junto a la corriente del río, entonces ancho y profundo cuando el embalse cercano daba suelta al agua, o más domesticado y humano cuando la central eléctrica dejaba correr mansa y pacífica el agua frente a nuestras tiendas de campaña.


El sol levanta entre las encinas sin muchos preámbulos, el camino corre por lo alto de una colina, me quito el pluma y los guantes y, mientras lo hago caigo en que no tengo lectura para esta primera hora después de que ayer terminara con el libro de Sergio del Molino. Indago, y entre varias posibilidades elijo un libro del filósofo vasco Javier Sádaba titulado La vida buena. El libro me huele a autoayuda, que no es lo que busco, sólo una sospecha, aunque tratándose de Javier Sádaba no creo… en fin que aún siendo, como cita el autor, para Goethe, la felicidad cosa de plebeyos, algo que me extraña si recordamos al pensador septuagenario alemán locamente enamorado, y por tanto feliz en grado sumo, como atestiguan aquellos versos que escribió más tarde con el título de La elegía de Marienbad; que aún siendo así, probé a ver si después de un par de horas de lectura se adecuaba a mis expectativas.

La felicidad es un tema espinoso con muchos hilos a considerar pero no estando yo dispuesto, mientras amanecía y se atemperaba el ambiente a tal, me dio por recurrir a lo inmediato y ello era (escribía Montaigne que debía de andar con cuarenta ojos con sus ensayos porque tan pronto leía algún libro ajeno enseguida se le colaba en su escritura los modos y maneras de aquel libro, resultando que, dejando de ser él quien escribía, la pluma se le iba con el estilo y la sintaxis de dicho autor, cosa que, me temo, sucede a un servidor bajo la influencia de la lectura cervantina. Y a mí, que se me da un ardite que se me pegue o no, que lo que un servidor pretende es sólo divertirse un poco, haya o no incisos que desquicien a algún atrevido lector que por aquí caiga, no me queda otra que dar salida a lo que me llega al caletre sea propio o ajeno); me dio por acudir a lo inmediato, decía, y ello era la felicidad de Claudia de la Película de Antonioni, esa pequeña joya que interpretaba Mónica Vitti anoche en La aventura, cuando al fin puede celebrar la fiesta del amor. Ese gozo, ese desbordamiento que la ve cantar y saltar frente a las cámaras como si hubiera alcanzado la felicidad total. Y junto a ella aparecía también aquel repentino gozo en un hotel de un famoso y maduro estudioso de Balzac, cuando una azafata que conoció accidentalmente en el avión y con quien se vuelve a reencontrar en el ascensor de un hotel, accede a tomarse con él unas copas. Las secuencias pertenecen a la película La piel suave, de Truffaut. Y como voy camino de Ávila ahí está también la felicidad de esa otra mujer Teresa de Jesús levitando en el gozo por el encuentro con su Amado, y muriendo porque no moría.

Desentrañar qué sea la felicidad no parece, pese a ese título del libro de Sádaba, un asunto pertinente, e incluso puede que sea banal el intentarlo, dado que la felicidad, como sucede en el cuento de G. H. Wells, La puerta en el muro, no es algo que se encuentre buscándolo. Se encuentra lo que no se busca, se dice allí. Le sucede a Claudia, le sucede al profesor estudioso de Balzac y otro tanto descubrimos en Teresa de Jesús.

Obviamente no se trata de la tonta felicidad de la que hablo, esa que se consigue con onzas de oro, llenando el carrito de la compra o adquiriendo esto o lo otro. Y que se nos dé un higo, como diría Sancho, con estas cosas tampoco añade nada a esclarecer eso que llamamos felicidad. Avistaba la Villa de Almorox cuando Sádaba comenzó a dar cuenta de las conexiones del cristianismo y el budismo con el asunto de la felicidad. El ruido de la carretera hacia imposible la lectura.


Ahora sí que había cambiado del todo el paisaje, los romeros, los brezos, las aulagas, los cantuesos y los pinares, amén de alguna primeriza amapola, empezaron ya a adueñarse del ambiente. El sendero culebreó durante tres o cuatro horas por pinares y lomas mostrando a la izquierda la peña de Cenicientos para después descender decididamente a San Martín de Valdeiglesias, donde un par de amigos, Antonio y Esperanza, me esperaban para comer juntos. Confieso que esto de encontrar en mi camino amigos o familia con los que tomarme una cerveza y charlar un rato es una de las cosas más agradables que saborear pueda el caminante.


Paso las últimas horas de la tarde al sol en el Albergue La Pizarrita, de Cebreros. He fraccionado una larguísima etapa hasta Ávila. A fe mía que no le estaban viniendo bien a este peregrino tantas jornadas hinchadas de excesivas leguas y que, pensando que habrá de superar el desnivel que media entre Castilla la Mancha y la meseta que le llevará hasta Zamora, así lo decidió. Es curioso que hubiera que esperar a que viniera Humboldt a España para descubrir la gran diferencia de desnivel entre la meseta y el llano que sigue al sur de Gredos. Así las cosas, vengan tras las largas jornadas otras dos más cortas en que refocilar el cuerpo el cansado peregrino, al que en Ávila esperan nuevos amigos con quien celebrar los ritos de la amistad que, no teniendo de aquí al lunes el caminante vino que beber ni yantar otro que la rústica hogaza de los caminos, bien será que las murallas adentro de Ávila las trujere a fin de acompañar el encuentro; encuentro por demás al que no habrá de faltar, Dios mediante, la sin par Dulcinea de El Chorrillo, en otros fueros conocida como Penélope, o la Hortelana o incluso, en algunos pagos rurales, responda al apelativo de la Pichona.




  





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