Escalona, 29 de marzo de 2019
Camino de Levante. Etapa Torrijos
– Escalona.
Volver a dormir bajo las
estrellas siempre tiene un algo de extraordinaria novedad. Había escogido para
mi vivac el hueco que dejaban en su interior un grupo de cuatro olivos,
arrimados unos a otros en un alarde de sociabilidad que no contaba para el
resto, todos ellos en perfecta y disciplinada formación. Por entre las
ramas de los olivos, se dejaba ver, más sartén que otra cosa, el carro de la Osa
Mayor. Cuando estuve instalado en el saco de dormir, pensé que no sería mala idea
ver en qué paraba La aventura, de
Michelangelo Antonioni. Así que con el teléfono sobre mis rodillas y el lienzo
del firmamento a su alrededor me introduje en el mundo de, al decir de Román
Gubern, este refinado y sutil director que, a través en sus penetrantes
análisis psicológicos nos enseña a contemplar con ojos nuevos el comportamiento
de los seres humanos y que causan un impacto enorme a partir, precisamente, de La aventura. El escenario, tras una
corta presentación, que sirve a Antonioni para este trabajo de análisis, es una
pequeña isla donde dos parejas y la amiga de una de las mujeres quedan
retenidas después de la misteriosa desaparición de una de ellas.
La prodigiosa cantidad de
recovecos que encierran las relaciones entre un hombre y una mujer se ve
diseccionada en la película de Antonioni con una veracidad y una atención a los
ínfimos detalles que, siendo su cine tan diferente al de
Bergman me recuerda sin embargo algunas de sus películas en ese nudo de
complejidades que es, por ejemplo, Secretos
de un matrimonio. Me emocionan las secuencias, geniales en su interpretación
y dirección, cuando Mónica Vitti, en el papel de Claudia, da al fin rienda
suelta a sus sentimientos, a ese enamoramiento que se quería confesar no tener,
y que resulta de una alegría y un felicidad desbordante y que la música borda
hasta convertir estas secuencias en una pequeña obra de arte.
La noche de cine bajo las
estrellas terminó con el gesto de ternura que la mano de ella desliza sobre los
cabellos de él sumido entonces en la desesperación y el arrepentimiento. A mí
vivac le faltaban los habituales grillos de los veranos. El ruido lejano de la
autovía no iba a estorbar mi sueño. A veces, el happy end de una película, en este caso cómodamente instalado en mi
saco de dormir bajo las estrellas, ayuda a conciliar el sueño con la sensación
de que al fin es posible vivir en un espacio lejano a la inquietud. Todo está
en orden, buenas noches, parece decir, relajado, mi cuerpo.
A la mañana, en seguida con el
castillo de Maqueda recostado contra la suave pendiente de un terreno que
empieza a elevarse hacia la sierra de Gredos, los campos se visten de vistosas
cebadas que contrastan con aquellas raquíticas que había visto en La Mancha. El
camino endereza claro y luminoso entre estos tapices verdes y brillantes que
hablan de un país diferente que pronto, en las cercanías de Escalona, previo el
paso sobre el río Albergue, empezará a elevarse lentamente hacia los pinares de
la sierra.
Estaba entretenido en mis cosas
sentado sobre la cama del albergue de Escalona, un anexo del colegio público,
cuando alguien golpeó la puerta. Era Víctor, un peregrino de Vigo, que ha hecho
en un día los casi sesenta kilómetros que separan Escalona de Toledo. Me
admiran estas máquinas de andar. Viene tan lanzado que en quince minutos ya
estoy al tanto de su media docena de Caminos de Santiago que ha hecho
contados con pelos y señales. No logro comprender a estas máquinas de caminar.
Hace un mes y medio me tropecé con un belga cuya media diaria estaba cercana a
los cincuenta kilómetros, un hombre nervioso, que caminaba con un carrito tras
de sí sujeto con un arnés a su cintura y que parecía estar corriendo un
maratón. Resistió mi paso diez minutos mientras me daba cuenta de los mundos
que había recorrido, muchos, y, cuando terminó su relación, se disculpó y echo
a correr cuesta abajo. La tarde estaba cayendo rápidamente y a él le quedaban
todavía quince kilómetros para llegar a no sé qué pueblo. Le vi alejarse con la
sensación de quien se ha tropezado con un alienígena, alguien que con los males
de la velocidad de nuestra época hace de su camino una carrera contra reloj.
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