El mochuelo-peregrino se busca un olivo para pasar la noche


  
Un olivo a dos leguas de Torrijos, 28 de marzo de 2019

Camino de Levante. Etapa Toledo – Torrijos.


Pasear por la noche de la mano de Esteban de Resino, que nos hizo a Victoria y mí de amable guía de su querido Toledo, fue un placer que el peregrino no tiene palabras suficientes con que agradecer. Era la segunda invitación de David. La primera fue para hacer una ascensión en Galayos, cosa que no pudo cumplirse, por más que me hubiera gustado, porque mi cuerpo no está ya para esos trotes. Yo tampoco soy viejo, como dice Carlos Soria, sólo sucede que tengo muchos años y por mucho que uno quiera, el tiempo, los años que uno tiene, vamos, no perdonan y si no es una condropatía es otra cosa. Además, no sé yo cómo me iba a ir a mí con eso del vértigo. En fin, David, gracias por una y otra invitación. La de los Galayos la guardo para mi próxima reencarnación, de la misma manera que guardo también el deseo de emular a Julio Villar en una solitaria circunnavegación como la suya. Ah, una de esas reencarnaciones daría yo por cumplir semejante aventura.

A la mañana siguiente estábamos en la catedral. La siempre incoherencia de la Iglesia Católica, envuelta en toda época en los oropeles de la mundaneidad, es un leitmotiv que siempre me persigue cuando visito una catedral. Molestan estas cosas a mi admiración por los maestros de la arquitectura, la escultura o la pintura que trabajaron en la construcción de estos grandes cruceros, en los vitrales, en los grandes frescos, en la gracia de los arbotantes o el atrevimiento de sus torres. La Iglesia Católica, hija bastarda y esperpéntica del mensaje evangélico, es una de las contradicciones más flagrantes que la cultura ha producido. La rapiña con la que vemos cómo en nuestros días se apodera de edificios seculares, la Mezquita de Córdoba es sólo un ejemplo, no es más que la expresión de lo que ya fraguaran desde los primeros siglos los primeros papas y que quedó santificado por la construcción de El Vaticano u obras mundanas como la excelsa tumba, eso sí, bellamente hermosa, de Julio II. El culto al becerro de oro de la Iglesia Católica, hoy convertida en una entidad financiera de primer orden, hace muchos siglos que hubiera necesitado del látigo que Jesús utilizó contra lo mercaderes del templo. Me abochorna ver ese mamotreto de oro donde se guarda la custodia. En mi visita a la catedral los ojos se me van a lo alto del crucero y a las nervaduras que nacen de las columnas y se pierden en los altos del ábside; el lejano recuerdo de una novela de Golding, La torre, donde se relatan los esfuerzos y largos trabajos de una de estas catedrales o las escenas de Andrei Rubliov, la película de Tarkovsky, dan vida de nuevo a estas nobles y muertas piedras que hoy sirven a multitud de turistas para justificar un largo viaje a los orígenes de este mundo toledano donde la historia hizo que se acumulara la expresión de culturas tan sofisticadas y ricas. Imagino también a Pasolini, en El Decamerón, convertido en maestro pintor de frescos, un fogoso pintor que, a la llamada del céfiro de la inspiración, emula fielmente lo que pudo ser la fuerza creativa de algún maestro de entonces.


Al Greco es difícil verle en la frescura de quien descubre en el estiramiento del rostro, los miembros o las manos, con sus ojos extraviados y sus mantos de colores y sus pliegues tan propios del pintor, una pintura que te transporte al mundo de las emociones. De parecida manera que Las cuatro estaciones de Vivaldi han sufrido el desgaste del abuso de su reiteración haciéndonos inmunes a la belleza de su música, algo así me sucede con el Greco. Pero me sucede sobre todo porque la multitud de turistas hace imposible ese mínimo recogimiento que necesito para observar El expolio o un lienzo lateral que llama mi atención.


Me detengo frente a un cuadro en que un fraile, con una delicadeza en sus manos propias del mundo femenino, sostiene en ellas el escueto hueso de la cabeza de un muerto. Parece mirarlo con la deferencia con la que se miraría al padre fallecido. Otro fraile, en hinojos, eleva una plegaria a la muerte. La muerte, omnipresente espectro de la esperanza cristiana se cierne con el amago del Infierno sobre los creyentes. Si el budismo pretende alcanzar la iluminación suprimiendo el deseo, estos frailes van más lejos fustigando su cuerpo y su vida en pos de una quimera que un grupo de lunáticos inventó para añadir a la vida más penalidades que las que ésta por sí misma trae. Religión necrófaga al punto de quemar vivos a todos aquellos cuerdos que encontraban a su paso. Y sin embargo ¡qué sugestiva y delicada la imagen de este monje de abultados párpados, y barba a lo Felipe II, cuyo humilde porte rinde incluso las fortalezas de este ateo amante de la pintura!

Un poco más allá, presidiendo la sala, que de algún modo pretende imitar la grandiosidad de la Capilla Sixtina, la panoplia de los retratos que rodean a Jesús es un rico muestrario de tipos enfrascados en sus propios intereses y que curiosamente no parecen tenerle en cuenta en absoluto, preocupado uno, a la derecha y con la vista de en lo alto, seguramente en la aparición de alguna guapa virgencita con cuerpo de ánfora; otro, a la diestra de Jesús contándole alguna historia al loco de la izquierda. En fin, personajes para incentivar la imaginación de alguien que quiera escribir un cuento sobre todos ellos. En un cursillo sobre escritura hubiera sido buena idea someter estas figuras al ejercicio de imaginación de los futuros escritores.


Ante la pasada de kilómetros que tengo por delante, me echo al camino mucho antes del alba. Me cuesta algo más de una hora encontrarme con el campo. Paso junto a un edificio en cuya fachada leo “Excelentísimo Ayuntamiento de Toledo”. No deja de ser chusco eso de que todos los ayuntamientos de este país sean excelentísimos por más que de hecho puedan ser una patata frita. Eso y todos los excelentísimos del país, sean pobres diablos, ladrones o gente sin ninguna excelencia. En fin.


La mañana fue transcurriendo delicadamente, sin sobresaltos y de la mano de Sergio del Molino y del propio Cervantes, mientras un paisaje ondulante de campos de colza o cebadas o vides pasaba a mí lado. Cuando entro en Torrijos, vuelvo a llamar a la policía local, con la que ya había contactado la tarde anterior para confirmar la disponibilidad del albergue. Sí, que vaya a recoger la llave a su oficina junto al ayuntamiento. Llego allá, entro, que espere, llaman a un teléfono y de ese teléfono sale una voz que dice que el albergue no está disponible hasta el lunes, que lo ocupan los feriantes de un mercado. ¿Qué hago? ¿Pongo cara de tonto?


Mi albergue para esta noche

Salgo al sol de la plaza del ayuntamiento y consulto en Booking. Aquí los hoteles se han subido a la parra. Tras una corta reflexión decido dormir esta noche en el mejor albergue del mundo, ese que tiende sus brazos al ilimitado campo de nuestra España. Algún olivo encontraré que me haga compañía esta noche. Sólo siento que la luna esté casi desaparecida en su decreciente despedida. A dos o tres leguas de Torrijos encuentro un olivar muy chulo en que pasar la noche. 












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