Castronuño, 6 de abril de 2019
Camino de Santiago de Levante.
Etapa Navas del Rey – Castronuño.
“Apenas la blanca aurora había
dado lugar a que el luciente Febo con el ardor de sus calientes rayos las
líquidas perlas de sus cabellos de oro enjugase”, cuando don Quijote, tal el
caminante pero con cielo nublado, sacudiendo la pereza de sus miembros, se puso
en pie, dio cuenta del desayuno que le tuviera preparada la ventera doña
Covadonga y salióse de inmediato de la venta enderezando su rocín hacia las afueras
del pueblo donde la última farola de la comunidad dejaba tras el fulgor de sus
rayos una espesa oscuridad que no fuera posible atravesar sin la concurrencia
de una linterna. No demoró la aurora de rosados dedos en vestir la espesa
oscuridad de la noche con las pinceladas de un turbio amanecer que, amenazando
lluvia, no se atrevería en definitiva a insinuarse sobre los campos entre Navas
del Rey y Castronuño más que en una muy ligera llovizna que ni siquiera hizo
necesario el uso de la capa de agua. El lector atento entenderá que mientras el
caminante se halle en el empeño de leer las aventuras del muy valeroso don
Quijote va a ser difícil que la prosa de aquel no se contagie con más o menos
recato de aquella otra del autor de Lepanto.
No parece que el cansancio sea un
sujeto coherente, porque aunque no haya dormido lo suficiente pareciera que
esta mañana estreno mis piernas que, ligeras como las de Aquiles, se mueven en
la oscuridad del sendero con la insospechada desenvoltura en que lo hicieren el
primer día de mi aventura andariega. Y no sólo eso, que también se sentía mi
ánimo, entre las medias luces del amanecer, de parecida manera, que incluso
hubo un momento en que un hilo de delgada felicidad vino a visitarme en este
escenario cargado de nubes, una línea clara los cultivos en el horizonte, la
silueta de algunos almendros susurrando canciones, los espectros a los que la
noche iba dando corporeidad silbando en mis ojos con las gracias de sus
sugerencias.
Leía por el camino a Javier Sádaba
pero no terminaba de entender que el buen hacer de este filósofo no se
extendiera a asuntos fundamentales relacionados con eso que él llama la buena
vida. Y es que rondaban por mi cabeza algunas ideas que otro filósofo, este
francés, Edgar Morin, desarrollara de la mano de Hegel en un libro titulado El hombre y la muerte, vieja lectura que
apenas recuerdo pero que me dejó una impronta lo suficientemente sugestiva como
para que me viniera alguna de sus ideas a las mientes en medio de un viento
huracanado y helado que recorre estas tierras cercanas al machadiano río Duero
que allá por Soria describe su curva de ballesta y aquí endereza mansamente
hacia tierras unamonianas. En fin, tuve que pedir ayuda a mi chica, la
hortelana, para que hurgara en mis libros y me mandara algunos subrayados que
lejanamente recordara.
La idea central que rondaba mi
cabeza venía sintetizada por aquella afirmación de Séneca de “vivir es luchar”
o “vivir es militar” que, llevada a efecto en la vida cotidiana implicaría un
modo de vivir que, hasta lo que llevo leído del libro de Sádaba, casi en los
últimos capítulos, está ausente. Esa fuerza de la voluntad que echa por los
aires la pereza, que se enfrenta al frío y a las dificultades, al cansancio, se
me antoja un elemento tan esencial en esa buena vida que, paréceme, amigo
Sancho, que sin ello fuera imposible una vida de calidad; que luchar, aunque
contra molinos de viento fuere, sin parar mientes en esa tan buscada seguridad,
ese pervertido dios de la “previsora” sociedad de nuestros días, no hay quien
pueda bañarse en las procelosas aguas :) de
una tan esperada felicidad.
Y no sólo eso, que proveniente el
peregrino del mundo de la escalada, allá por su juventud, afinaría más,
sabiendo todo lo que le han reportado los peligros de la escalada, recogiendo
alguna de esas ideas de Morin y Hegel de que hablaba más arriba. Esto, por
ejemplo: “En cierto modo, sin riesgo de muerte la conciencia individual no
puede adquirir el temple que le es propio, es decir, afirmarse. Puede decirse
que, dado los peligros de muerte que implica toda vida que merece ser vivida,
aquel que trate de evitar al máximo el riesgo de muerte para conservarse vivo
el mayor tiempo posible, no conocerá nunca la vida; el miedo o la mediocridad
impiden vivir”. Y más: “Vivir es asumir el riesgo a morir”. Y en palabras de
Hegel: “Basta sólo el riesgo para realizar al ser humano… El ser que ha
arriesgado su vida y escapa a la muerte, puede vivir humanamente. Experimentando
el riesgo de muerte la humanidad se experimenta y se prueba probándose su
libertad”. Y basta, que esto es un humilde diario de los caminos, no más.
El día está frío y ventoso pero
bello a rabiar. El amarillo brillante de la colza, las manchas de luz que
atraviesan las nubes pintando el campo de claridad dando escorzo al lienzo de
la mañana, el tapiz terroso de las tierras labrantías, don Antonio, sí, el
venturoso color ceniciento de las nubes. Dios, qué bello es este mundo.
En Castronuño me atiende Isabel
tan amablemente y servicial que me siento como don Quijote recién llegado a la
fonda – castillo en que fuera armado caballero:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban de él;
princesas, del su rocino.
El vino de Toro, espeso y oloroso
—ah, qué diría nuestro sumiller de Hoyos del Espino— sigue mandando en la zona,
hoy despachado con un cocido en toda regla que recuerda, junto a la sopa, lo
mejor de nuestra cocina madrileña. Una pena que el Quijote, que tanto se me
pega estos días en la escritura, no sea prolijo en las viandas que le salen al
paso camino de Barcelona, que pareciera que Sancho y su amo fueran de paladar
rústico acostumbrados a las intemperancias que el desfacer entuertos les trae,
austera vida para la que no necesitan de la concurrencia de un gourmet.
Desde que he entrado en tierras de
Zamora el tintorro del lugar me pierde; que después de comer desvarío y
duramente acierto a encontrar el camino del albergue :). El tocinito estrujado entre dos trozos de pan, como
acostumbraba hacer mi padre, el choricito, la vértebra con sus rincones llenos
de sabrosa carne, las costillas, en fin los redondos y lustrosos garbanzos…
¡Qué rico!
Acomodándome pues, y tras la comida,
no como Sancho en los troncos de los árboles, pero sí como él, dejándome entrar
de rondón por las puertas del sueño, termina por despertarme alguien que abre
la puerta del albergue. Ahí está, sí, mi amiga Fran que no Frenk como la nombré
días atrás, entrañable y como si nos conociéramos de toda la vida. Hoy
tendríamos animada conversación para media tarde. Fran de vez en cuando corrige
ahora mi inglés; se ha convertido en mi profesora y amiga. Una pena porque mi
caminata está a punto de terminar. Le digo en broma que si hubiéramos comenzado
el caminos juntos lo mismo mi inglés habría salido del atasco en que está y se
hubiera hecho más fluido. Me encanta esta mujer, que por demás es madre de ocho
hijos, el Señor nos coja confesaos; su sencillez, su
fuerza, las elegantes maneras de su habla.
Recorrido del Camino de Santiago de Levante |
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