Camino de Santiago de Levante. Etapa
San Esteban de Palacios – Navas del Rey.
Pardiez, que cansado estoy hasta
el fondo de mis huesos. Pudiera ser que este tinto que se sirve en las posadas
próximas a Toro, espeso pero que entra en el cuerpo asaz bien, tuviera parte en
ello, porque echéme la siesta algo aturdido y ahora no tengo fuerzas para
levantarme, que me pesa el cuerpo como si estuviera hecho de fanegas y fanegas
de senderos infinitos, estando en condiciones no más que de seguir durmiendo
hasta el final de los tiempos. Mas ¡ea!, despierta, le digo a mi cuerpo que
como ceporro abotargado parece haber perdido la inteligencia y el control de
sí. Despierta, y a ver de qué coño hablas esta tarde, que ya te vi yo tomar un
par de notas esta madrugada…
Ufff…me duele hasta el alma.
Veamos por donde comenzó la historia de este día, que tras la siesta parece más
largo que un día sin pan, que si hiciera caso a don Quijote con aquello de come
poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina
del estómago, acaso mejor me fuere; sí, que comenzó con música de Puerto Rico
con aquello de:
Y qué, y qué, azuquita pa el café,
que inspirado el Creador
cuando hizo a la mujer,
que a mí no me importa cuál
siempre que sea una mujer.
Y qué, y qué, azuquita pa el café…
Y ya tan pronto pensé que las
feministas se equivocan con eso de hacer la guerra a los piropos, que lo digo
recordando el salero de mi abuelo que desde el otro lado de su puesto de pipas
era por entonces el más querido de las jovencitas que por la calle pasaban o
venían a comprarle un cigarrillo, que a mí eso de que a las mujeres no les gusten los piropos me parece que es dicho con la boca pequeña, al menos en los
tiempos de mi infancia en que oír un piropo y ver estirarse a una moza de gozo
era como contemplar el nacimiento de una flor en el erial de lo cotidiano, más
si la moza correspondía con el regalo de una sonrisa. Que de puro formalistas y
serios vamos a convertir la vida en la oficina de un notario es algo más que
probado. Un servidor jamás se hubiera atrevido a decir un piropo, que la
timidez en mi caso me habría encarnado hasta las orejas, lo que no quita que
envidiara el salero que tenía alguno de mis tíos y vecinos para ejercer con
gracia y respeto tal menester, que
parecía fuera don de varón que, contemplando la belleza de una mujer,
deja salir de su pecho, cual gorgorito de tenorio, el trino de su admiración.
Que escrito está en la verdadera historia de don Quijote que las gracias y los
donaires no asientan sobre espíritus torpes, y a quien Dios se la dé San Pedro
se la bendiga y que mejor no menear el arroz aunque se pegue.
Yo no entiendo de estas cosas,
pero dejando a un lado las groserías y la mala educación, que es cosa que como
las malas hierbas conviene arrancar del huerto y, con más razón de los hábitos
sociales, a mí es cosa que me admiró y que en las calles de La Habana, cuando
yo lo viera, dibujara en mis labios una sonrisa de asentimiento.
Estaba con esto de los piropos cuando me acordé de una
famosa fotografía (An american girl in
Italy) de los años cincuenta que la
avisada fotógrafa Ruth Orkin urdió en un reportaje para ilustrar la
dificultades que tenían las mujeres para viajar solas en aquella época. Urdir
porque Orkin hizo pasear a su amiga por paisajes urbanos diferentes hasta
conseguir esa pequeña obra de arte de más abajo. Un aspecto del piropo que la
fotógrafa logró destacar y que habla de una forma de ser, o mejor que formaba,
la de los italianos en este caso, que a mí, que viví en Italia algún tiempo, me
gustaba y me divertía. Probablemente esta girl americana, que por otra parte no
hacía otra cosa que actuar de incógnito para la fotógrafa, no pensaría lo
mismo. Un asunto abierto como se ve. Mis diferencias con lo que sé de numerosas feministas son muchas pero en este asunto me siguen gustando los aires de las
calles de La Habana. Aunque estas estampas hayan desaparecido tiempo ha tanto
de Italia como del resto de Europa el sabor que dejan es el de una beneplácita
sonrisa mal que les pese a algunas feministas, respeto y sentido del humor por
medio.
En fin, que por otra parte la
lectura de los capítulos en que al fin Sancho es gobernador de la ínsula
Barataria siguieron adelante después del amanecer, que fue turbio y lleno de
presagios de lluvia. Esos y otros sucesos que acaecieron a su señor don Quijote
en el castillo del conde me acompañaron hasta Medina del Campo y mucho más
allá. Cruzando un pinar de orondos pinos, gordos como cerdos cebados para la
próxima matanza, empezó a llover y hube de ponerme toda mi indumentaria de
agua. Hacía frío y el viento vapuleaba mi rostro, pero no fue tanto que
abandonara los engaños y bromas que entre la condesa y el conde urdían tanto a
don Quijote como a Sancho dando regocijo así a su ocio. En Ávila cargué con El libro de la vida, de Teresa de Jesús
y antes Meditaciones del Quijote, de
Ortega y Gasset, con el ánimo de que mis lecturas estuvieran en conexión con
los paisajes que atravieso y leo, pero visto está que, en teniendo el día
veinticuatro horas, la cosa no me da para más, que anoche mismo empecé a ver Blow up, de Antonioni y no pude llegar
ni a la mitad porque me caía de sueño. Sí, voy a tener que dejar algunas de mis
lecturas, como tantas cosas, para otra reencarnación.
Y que en esto de terminar de
caminar, hoy los treinta kilómetros, de comer, sestear y después escribir un
buen rato y tomar un té con galletas de chocolate y más tarde hacer algún tipo
de ejercicio y no hacer nada y terminar cenando y viendo una peli consista una
de las gracias de esta vida de vagabundo, dice mucho de lo conveniente que
tiene que seguir siendo caminar todos los senderos que a uno se le pongan por
delante. Montañas que me dais la vida, titulé
un libro anterior mío; igualmente podría decir caminos que me dais la vida,
libros que me la enriquecéis, noches de andar que me la adornáis, emociones que
me acompañáis, sensaciones y fatigas que me visitáis.
Nota: antes de subir esto a mi
blog quiero dejar aquí unas líneas de agradecimiento a la persona que
confeccionó esa nota. Lo siguiente:
Esto me encontré clavado en el
tronco de un árbol. Gracias les sean dadas a don Angel Arias Sánchez,
septuagenario encomiable, que como aquel anciano que quería quitar con pico y
pala una montaña que estorbaba la llegada del sol a su pueblo, merece todo
nuestro agradecimiento por esta lección de civismo y buena voluntad.
La flecha amarilla señala la dirección de Santiago de Compostela ;-) |
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