La España cainita



“Detrás de la cruz está el diablo”. (Cervantes. El Quijote)

 San Vicente del Palacio, 4 de abril de 2019

Camino de Levante. Etapa Arévalo-San Esteban del Palacio.


Arévalo duerme el sueño de los justos cuando atravieso sus calles para alcanzar el puente sobre el río Arevalillo, que un poco más arriba se unirá al Adaja, a los pies del castillo. Pero hoy, que me levanté más tarde debido a la peli de turno, Surcos, era su título, un film imprescindible después de leer La España vacía, de Sergio del Molino, la luz se echa al mundo antes de lo acostumbrado y, cuando me vuelvo para contemplar la ciudad al otro lado del río, ya las siluetas del castillo y alguna iglesia lucen contra la luz del amanecer.


Andando la hora no tardaré en encontrarme con lo que será el principal motivo de mi post de hoy. En el fuste de una farola del alumbrado público alguien había pegado el retrato de un genocida sobre una bandera de España. Sobre ello, en letra de imprenta, habían escrito: “El Valle no se toca”.


Y el caminante que lee esto continúa su sendero circunspecto pensando en qué les habrán dado de mamar a esta nueva generación de añorantes, que hasta con el cuerpo del asesino convertido en harina, desean perpetuar la memoria cainita, esa España que alimentó interesadamente desde siempre la peor bazofia de la Iglesia Católica. La Iglesia que bendice los cañones de los nazis, la Iglesia de los oropeles, los mármoles, las lujosísimas estancias del Vaticano, se replica en España y sirve al dictador de báculo en que apoyar su ideología y el exterminio de toda oposición. Lo decía esta mañana un personaje de El Quijote: “Detrás de la cruz está el diablo” (paradoja donde las haya, amigo Sancho). Y así, la España residual, que anidaba como las víboras en  los sillares de la estructura del Estado atenta a sus intereses económicos y a servir desde el papanatismo de los meapilas a la causa de los poderes dominantes desde siempre, resucita voxiferando desde las cavernas y nos pide algo así como la resurrección de Lázaro para el Dictador.

En las cercanías de Palacios de Goda recupero viejos olores de un lejano viaje a pie por tierras de Somiedo, un día de otoño que amanecí en una pequeña tienda de campaña bajo Peña Ubiña en las cercanías de San Emiliano. No sé por qué, pero todo lo que sucedió aquella mañana quedó grabado en mi recuerdo como cosa de una infancia feliz, el humo del carbón de alguna cocina, que allí llamaban la económica, el olor de la bosta que ocupaba, mezclada con el barro, las rodadas de los carros y las huellas de las vacas en el paisaje entero de la calle. Le comentaba el otro día a Paco de mi poca capacidad para retener los distintos olores de los vinos, capacidad sin embargo que sí desarrollé para memorizar olores de la infancia o mi tránsito por algunos específicos paisajes en que me sorprendió el perfume de un limonar cercano, un campo de tomillo o romero o ya más lejano, por ejemplo, un olor que me salió al paso paseando por el zoco de Fez, en Marruecos, que era el de la pelliza de cuero de mi abuelo embebida del humo de tabaco de su pipa que colgaba de sus labios a todas horas y que ahora surgía mezclado con el humo del tabaco de un narguile.

Mi abuelo Arsenio con su inseparable pipa

Por entonces me entretenía dibujando, era un jovencito sin prisas que allá donde un olor llamaba mi atención, un paisaje me gustaba especialmente o una cháchara con algún vecino se cruzaba en mi camino, me detenía y exprimía el instante hasta consumir todo su jugo. En las calles de San Emiliano me entretuve un buen rato dibujando una balconada sobre la cual se erguía la vistosa cumbre de Peña Ubiña. Victoria me va a hacer el favor de hacer una copia de ese dibujo que después terminaría en casa al final del viaje.

Un viejo dibujo mío de las calles de San Emiliano. Al fondo Peña Ubiña

Es el día más frío desde que comencé a caminar a la orilla del Mediterráneo, algún grado bajo cero que el sol de la mañana no logra mover apenas. Camino toda la mañana con pluma y guantes. Temprano me he detenido a fotografiar un pinar que vestía el ámbar cálido del amanecer, después surgió el campo llano y el tapiz de la mies verde todavía a ras de suelo, el amarillo de la colza, aquí raquíticas y faltas de agua, la ceniza de algunos campos recién arados. El campo está clamando al cielo por largos días de lluvia que le devuelvan el esplendor que suele vestir en los principios de primavera. Todavía recuerdo mi paso por caminos del norte en esta época, esos lujuriosos campos donde las amapolas engalanadas como chicas de buen ver asomaban sobre los crecidos trigales y cebadas alegrando la vista al peregrino.


A una hora de San Esteban, todavía indeciso de si caminaré hasta Medina del Campo hoy, una docena de kilómetros aún, hago una parada a tomar algo y, cuando voy a levantar el campo un rato después, veo aproximarse la figura de mi amiga norteamericana que camina con brío. En seguida saco la cámara para fotografiar su llegada. Ríe. Al fondo queda la iglesia de la localidad de Ataquines. No quedaría muy allá la foto, pero vale. Hoy Frenk me parece diez años más joven que días atrás cuando me la encontré exhausta a la puerta del albergue de Gotarrendura. Mientras nos comemos unas mandarinas a la vera del camino le pregunto por esta su vocación de peregrina. Y me dice que nada tiene que ver con la religión, que la cosa sucedió en un viaje que hizo con su marido por el norte de España. Andaban una tarde paseando por las afueras de un pueblo de León y en un cambio de rasante vio repentinamente la silueta de unos peregrinos que se recortaba contra el sol del crepúsculo. Me cuenta que eso fue determinante. Nunca había oído hablar del Camino de Santiago, pero en aquellos días la oficina de turismo le proporcionó suficiente información como para que el siguiente año la primavera le pillara en Saint Jean Pierre de Port cargada con un macuto y la concha a sus espaldas dispuesta a recorrer a pie sola los 940 kilómetros que separan aquella población francesa de la plaza del Obradoiro. A Frenk se le ponen los ojos como platos recreando las largas jornadas por los cuatro Caminos que ha hecho.


Las siete de la tarde: hora de hacer mis ejercicios de mantenimiento. Veremos si después termino o no con estas líneas. Así que, extiendo en el suelo mi esterilla, abro la app correspondiente y… a sudar se ha dicho.

El albergue, situado en un complejo multiuso que incluye un polideportivo. Estoy en un pueblo de ciento sesenta habitantes… (no sé si habrá en él una sola persona que haga deporte, algo que me he encontrado varias veces en pueblos pequeños). Al fin decidí quedarme en (paréntesis, huele a chamusquina. Soy terco como una mula. En la habitación hay dos viejos calentadores eléctricos, donde es claro que no debe ponerse a secar ropa, pero lo consideré y como había notado cierto tufillo me fui a lavar las mallas y los calzoncillos prometiéndome mirar cada minuto para que no ocurriera ningún desastre, pero como ya se sabe, que lo decía Stefan Zweig en un librito sobre Nietzsche y Holderlin, que el que está creando algo está fuera de sí y por tanto no es consciente de lo que pasa a su alrededor, pues tuvo que ser mi olfato el que detectara casi la necesidad de llamar a los bomberos. ¡Mis calzoncillos estaban ardiendo! Pies para que os quiero, que diría mi antigua novia, la de los caballos. Apaga las llamas, abre las ventanas. Uffff, pobre Matías, el alguacil, que tan amablemente me ha tratado, si se entera. Los calzoncillos a la basura, pero como no puedo cargar con las mallas empapadas, que están en otro radiador menos salvaje, ahora he puesto en marcha el temporalizador del teléfono que me dice cada dos minutos que vaya a ver como andan mis mallas); al fin decidí quedarme en San Vicente del Palacio, decía más arriba. Me dieron el teléfono de Miguel, el alcalde, que estaba arando alguna tierra y no podía atenderme, pero éste logró localizar al alguacil y después de comer me vino a buscar en su coche para llevarme al albergue. No, ya digo, que si fuera mi gusto no volvía a parar en un pueblo grande. En lugares como estos eres una persona, un peregrino, en lugares grandes puede darse que, cuando tratas de usar un albergue, seas un estorbo para el burócrata de turno.














2 comentarios:

Anónimo dijo...

Seguro que tu abuelo era una bellísima persona, así que corrige el nombre venenoso que que le has otorgado y ponle el verdadero = Don Arsenio

Alberto de la Madrid dijo...

:-( Menos más que me avisaste del gazapo. Gracias. Pobre abuelo ...