“Detrás de la cruz está el diablo”. (Cervantes. El Quijote)
Camino de Levante. Etapa
Arévalo-San Esteban del Palacio.
Arévalo duerme el sueño de los
justos cuando atravieso sus calles para alcanzar el puente sobre el río
Arevalillo, que un poco más arriba se unirá al Adaja, a los pies del castillo.
Pero hoy, que me levanté más tarde debido a la peli de turno, Surcos, era su título, un film
imprescindible después de leer La España
vacía, de Sergio del Molino, la luz se echa al mundo antes de lo
acostumbrado y, cuando me vuelvo para contemplar la ciudad al otro lado del
río, ya las siluetas del castillo y alguna iglesia lucen contra la luz del
amanecer.
Andando la hora no tardaré en
encontrarme con lo que será el principal motivo de mi post de hoy. En el fuste
de una farola del alumbrado público alguien había pegado el retrato de un
genocida sobre una bandera de España. Sobre ello, en letra de imprenta, habían
escrito: “El Valle no se toca”.
Y el caminante que lee esto
continúa su sendero circunspecto pensando en qué les habrán dado de mamar a
esta nueva generación de añorantes, que hasta con el cuerpo del asesino
convertido en harina, desean perpetuar la memoria cainita, esa España que
alimentó interesadamente desde siempre la peor bazofia de la Iglesia Católica.
La Iglesia que bendice los cañones de los nazis, la Iglesia de los oropeles, los
mármoles, las lujosísimas estancias del Vaticano, se replica en España y sirve
al dictador de báculo en que apoyar su ideología y el exterminio de toda
oposición. Lo decía esta mañana un personaje de El Quijote: “Detrás de la cruz está el diablo” (paradoja donde las
haya, amigo Sancho). Y así, la España residual, que anidaba como las víboras
en los sillares de la estructura del
Estado atenta a sus intereses económicos y a servir desde el papanatismo de los
meapilas a la causa de los poderes dominantes desde siempre, resucita
voxiferando desde las cavernas y nos pide algo así como la resurrección de
Lázaro para el Dictador.
En las cercanías de Palacios de
Goda recupero viejos olores de un lejano viaje a pie por tierras de Somiedo, un
día de otoño que amanecí en una pequeña tienda de campaña bajo Peña Ubiña en
las cercanías de San Emiliano. No sé por qué, pero todo lo que sucedió aquella
mañana quedó grabado en mi recuerdo como cosa de una infancia feliz, el humo
del carbón de alguna cocina, que allí llamaban la económica, el olor de la
bosta que ocupaba, mezclada con el barro, las rodadas de los carros y las
huellas de las vacas en el paisaje entero de la calle. Le comentaba el otro día
a Paco de mi poca capacidad para retener los distintos olores de los vinos,
capacidad sin embargo que sí desarrollé para memorizar olores de la infancia o
mi tránsito por algunos específicos paisajes en que me sorprendió el perfume de
un limonar cercano, un campo de tomillo o romero o ya más lejano, por ejemplo,
un olor que me salió al paso paseando por el zoco de Fez, en Marruecos, que era
el de la pelliza de cuero de mi abuelo embebida del humo de tabaco de su pipa
que colgaba de sus labios a todas horas y que ahora surgía mezclado con el humo
del tabaco de un narguile.
Mi abuelo Arsenio con su inseparable pipa |
Por entonces me entretenía dibujando, era un
jovencito sin prisas que allá donde un olor llamaba mi atención, un paisaje me
gustaba especialmente o una cháchara con algún vecino se cruzaba en mi camino,
me detenía y exprimía el instante hasta consumir todo su jugo. En las calles de
San Emiliano me entretuve un buen rato dibujando una balconada sobre la cual se
erguía la vistosa cumbre de Peña Ubiña. Victoria me va a hacer el favor de hacer
una copia de ese dibujo que después terminaría en casa al final del viaje.
Un viejo dibujo mío de las calles de San Emiliano. Al fondo Peña Ubiña |
Es el día más frío desde que
comencé a caminar a la orilla del Mediterráneo, algún grado bajo cero que el
sol de la mañana no logra mover apenas. Camino toda la mañana con pluma y
guantes. Temprano me he detenido a fotografiar un pinar que vestía el ámbar
cálido del amanecer, después surgió el campo llano y el tapiz de la mies verde
todavía a ras de suelo, el amarillo de la colza, aquí raquíticas y faltas de
agua, la ceniza de algunos campos recién arados. El campo está clamando al
cielo por largos días de lluvia que le devuelvan el esplendor que suele vestir
en los principios de primavera. Todavía recuerdo mi paso por caminos del norte
en esta época, esos lujuriosos campos donde las amapolas engalanadas como chicas
de buen ver asomaban sobre los crecidos trigales y cebadas alegrando la vista
al peregrino.
A una hora de San Esteban, todavía
indeciso de si caminaré hasta Medina del Campo hoy, una docena de kilómetros
aún, hago una parada a tomar algo y, cuando voy a levantar el campo un rato
después, veo aproximarse la figura de mi amiga norteamericana que camina con
brío. En seguida saco la cámara para fotografiar su llegada. Ríe. Al fondo
queda la iglesia de la localidad de Ataquines. No quedaría muy allá la foto,
pero vale. Hoy Frenk me parece diez años más joven que días atrás cuando me la
encontré exhausta a la puerta del albergue de Gotarrendura. Mientras nos
comemos unas mandarinas a la vera del camino le pregunto por esta su vocación
de peregrina. Y me dice que nada tiene que ver con la religión, que la cosa
sucedió en un viaje que hizo con su marido por el norte de España. Andaban una
tarde paseando por las afueras de un pueblo de León y en un cambio de rasante
vio repentinamente la silueta de unos peregrinos que se recortaba contra el sol
del crepúsculo. Me cuenta que eso fue determinante. Nunca había oído hablar del
Camino de Santiago, pero en aquellos días la oficina de turismo le proporcionó suficiente información como para que el siguiente año la primavera le pillara
en Saint Jean Pierre de Port cargada con un macuto y la concha a sus espaldas
dispuesta a recorrer a pie sola los 940 kilómetros que
separan aquella población francesa de la plaza del Obradoiro. A Frenk se le ponen
los ojos como platos recreando las largas jornadas por los cuatro Caminos que
ha hecho.
Las siete de la tarde: hora de
hacer mis ejercicios de mantenimiento. Veremos si después termino o no con
estas líneas. Así que, extiendo en el suelo mi esterilla, abro la app
correspondiente y… a sudar se ha dicho.
El albergue, situado en un
complejo multiuso que incluye un polideportivo. Estoy en un pueblo de ciento
sesenta habitantes… (no sé si habrá en él una sola persona que haga deporte,
algo que me he encontrado varias veces en pueblos pequeños). Al fin decidí
quedarme en (paréntesis, huele a chamusquina. Soy terco como una mula. En la
habitación hay dos viejos calentadores eléctricos, donde es claro que no debe
ponerse a secar ropa, pero lo consideré y como había notado cierto tufillo me
fui a lavar las mallas y los calzoncillos prometiéndome mirar cada minuto para
que no ocurriera ningún desastre, pero como ya se sabe, que lo decía Stefan
Zweig en un librito sobre Nietzsche y Holderlin, que el que está creando algo
está fuera de sí y por tanto no es consciente de lo que pasa a su alrededor,
pues tuvo que ser mi olfato el que detectara casi la necesidad de llamar a los
bomberos. ¡Mis calzoncillos estaban ardiendo! Pies para que os quiero, que
diría mi antigua novia, la de los caballos. Apaga las llamas, abre las
ventanas. Uffff, pobre Matías, el alguacil, que tan amablemente me ha tratado,
si se entera. Los calzoncillos a la basura, pero como no puedo cargar con las
mallas empapadas, que están en otro radiador menos salvaje, ahora he puesto en
marcha el temporalizador del teléfono que me dice cada dos minutos que vaya a
ver como andan mis mallas); al fin decidí quedarme en San Vicente del Palacio,
decía más arriba. Me dieron el teléfono de Miguel, el alcalde, que estaba
arando alguna tierra y no podía atenderme, pero éste
logró localizar al alguacil y después de comer me vino a buscar en su coche
para llevarme al albergue. No, ya digo, que si fuera mi gusto no volvía a parar
en un pueblo grande. En lugares como estos eres una persona, un peregrino, en
lugares grandes puede darse que, cuando tratas de usar un albergue, seas un
estorbo para el burócrata de turno.
2 comentarios:
Seguro que tu abuelo era una bellísima persona, así que corrige el nombre venenoso que que le has otorgado y ponle el verdadero = Don Arsenio
:-( Menos más que me avisaste del gazapo. Gracias. Pobre abuelo ...
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