Camino de Levante. Etapa
Gotarrendura – Arévalo.
En la larga noche que es este
caminar en la oscuridad mis pensamientos van de un lado para otro de las cosas
de la vida. Pienso en esas tantas vidas que no fueron comodidad sino una
continua lucha, una contemplación del mundo y de la existencia en la que era
necesario estar fuerte y tomar decisiones a vuelta de cada curva del camino
porque en lugar de permanecer cómodamente arrellanado en un sofá alguien había
decidido otra cosa, por ejemplo, alcanzar el Polo Sur. Sí, es Scott a quien
tengo en mente y a esa carta que escribiera a su mujer cuando el termómetro
marcaba setenta grados bajo cero y era seguro que iba a morir de inanición y
frío. Y, quizás ese número mágico, me llevaba a recordar aquel libro que tengo
pendiente de Simone Moro, titulado Siberia
71 grados bajo cero. Eran imágenes un poco exageradas, pero la cosa servía
a ese imperativo que frecuentemente me persigue de creer que hacer de la vida
un continuo esfuerzo físico y mental puede asegurar al individuo unas altas
cuotas de satisfacción. Por cierto que me llama la atención que Javier Sádaba,
que se pasea tan prolijamente, en el libro que leo actualmente, sobre los
aspectos que aseguran una buena calidad de vida, no mencione hasta ahora eso que
yo creo que es consustancial con una filosofía que quiera hacer del individuo
un ser satisfecho de sí mismo, es decir ese continuamente estar en la brecha
quitándose el adormilamiento del cuerpo en actividades que requieren un
esfuerzo continuado fuera de lo común, por demás con frecuencia en actividades
en el manto de la Naturaleza, de manera que lo que no te llega por vía del
esfuerzo terminas recibiéndolo de esa dadivosa naturaleza que tanto conforta el
alma.
Eran fructíferas, sí, estas dos
breves horas de caminar en la oscuridad que preceden al alba, instantes en que
la frescura de los pensamientos se dan la mano con las sensaciones que vienen
de un entorno tan especial, hoy oscuridad total sin estrellas ni luces de
pueblos cercanos que matizaran el aislamiento del caminante. La muy leve forma
del sendero delante de los pies que en algún momento me obligaban a encender la linterna para no darme de narices en el suelo. Y después, tras ese breve
instante de claridad, la vuelta a la nada, la vuelta a la sucesión de los
pensamientos que me ponían en comunión con un estilo de vida que bien quisiera
conservar hasta el final de mis días.
Y, cosa curiosa, en este ámbito de
pensamientos en que me recreaba apareció repentinamente el recuerdo de Luís Bárcenas,
el mangante del PP, del que nos contara, días atrás en Toledo, David de Esteban,
que en su juventud había abierto una vía de notable dificultad en algunas
paredes del circo de Cinco Lagunas de Gredos. Un contraste que se me antojaba
tan paradójico como para no darlo por cierto teniendo en cuenta lo creído que
estoy de que los valores que inocula la montaña en la temprana edad de nuestras
escaladas enseñan tanto sobre la vida, sobre los valores esenciales de ésta,
que se me hace imposible que alguien que la practicó y se sometió a los
peligros de la escalada pueda caer en la vulgaridad moral en que cayó este
individuo.
Me decía ayer mi amiga y peregrina
norteamericana Frenk, que con sus casi ochenta años había descubierto que
caminar era el estado en que más relajada y feliz se sentía. Tenía una buena
relación con su marido, que se había quedado en su casa de California, pero
ella necesitaba de la soledad de los caminos para sentirse bien, era el quinto
Camino que hacía, todos en los últimos años. Y yo, ahora, escribiendo esto,
recordaba la sensación de agotamiento que reflejaba su rostro ayer tarde cuando
llegó al albergue, y no me quedaba más remedio que rematar con esta imagen lo
que decía más arriba. Y en lugar de exclamar aquello de eppur la tierra si muove, de Galileo, decir… y sin embargo es
necesario seguir esos caminos que pueden llevar al agotamiento.
En un momento de la lectura de
Sádaba escucho esto: “Como dice el poeta, el amor es una flor que vive junto al abismo”. Y paro la lectura del libro y me quedo pensando y, si hubiera estado
junto al mar, me habría tumbado junto a las olas a paladear esta sentencia
revestida de verso, en todo lo que tiene de verdad y mentira, porque verdad y
mentira conviven en esta imagen tan sugestiva.
El ayuntamiento de Arévalo es otra
cosa. Allí se ha entrado en la vorágine corriente de ese mundo que estamos
diseñando donde la impersonalidad y la indiferencia hacen su agosto
convirtiendo las relaciones personales en perezosa burocracia. Primero una
llamada a la policía local que es contestada diciendo que espere media hora en
el ayuntamiento, sin que está gente aparezca en una hora, una funcionaria a la
que intento preguntar y me contesta con el exabrupto de que está cerrado. Para
dentro de sí se dice no es mi incumbencia; sí, ese personaje de El Principito que, ensimismado en sus
números y en sus asuntos, no sabe para que está en la vida obsesionado por una
tarea en definitiva inútil. Total, que me canso de esperar y me voy a buscar un
restaurante. Claro es que a estas alturas no me voy a enfadar por esta clase de
nimiedades que se desprenden de un absurdo modo de vida que nadie quiere
remediar. Al carajo el albergue–deportivo de Arévalo. El olor de la abstrusa
burocracia me espanta y, de la misma manera que estoy encantado con el
recibimiento y la humanidad que se me deparó ayer en el ayuntamiento de
Gotarrendura en la persona de Lorena, huyo como de la peste de este otro mundo
de burócratas para el que las personas, como en el cuento de Saint Exupery, son
un mero accidente en su vida laboral.
Como en un restaurante de pedigree
ubicado en una especie de cueva cubierta su bóveda de ladrillos al modo de la
arquitectura mozárabe, un ambiente acogedor que invita a conversar, y entonces,
echo de menos a Paco y a Victoria con los que tan agradable fue conversar dos
días atrás frente a las murallas de Ávila. Total, que se me quitaron las ganas
de volver a llamar a la policía local para dormir en un polideportivo y busqué
un hotel próximo en el que pasar el resto del día. Después me acordé de Frenk,
la peregrina estadounidense, y casi amiga ya, a la que dejé dormida en el
albergue pero que, dado que yo me había demorado un buen rato en un bar de
Tiñosillo a terminar la crónica del diario anterior, acabó por alcanzarme. Me
gustó volverme a encontrar con ella en el bar junto a la gran estufa que
presidía el lugar. Ahora me preguntaba cómo se las apañaría con su pobre
español con estos perezosos burócratas de Arévalo.
Escena típica de nuestros días. La mama carga con las abultadas cartera mientras los niños juegan. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario