Eppur la terra si muove



Arévalo, 3 de abril de 2019

Camino de Levante. Etapa Gotarrendura – Arévalo.


En la larga noche que es este caminar en la oscuridad mis pensamientos van de un lado para otro de las cosas de la vida. Pienso en esas tantas vidas que no fueron comodidad sino una continua lucha, una contemplación del mundo y de la existencia en la que era necesario estar fuerte y tomar decisiones a vuelta de cada curva del camino porque en lugar de permanecer cómodamente arrellanado en un sofá alguien había decidido otra cosa, por ejemplo, alcanzar el Polo Sur. Sí, es Scott a quien tengo en mente y a esa carta que escribiera a su mujer cuando el termómetro marcaba setenta grados bajo cero y era seguro que iba a morir de inanición y frío. Y, quizás ese número mágico, me llevaba a recordar aquel libro que tengo pendiente de Simone Moro, titulado Siberia 71 grados bajo cero. Eran imágenes un poco exageradas, pero la cosa servía a ese imperativo que frecuentemente me persigue de creer que hacer de la vida un continuo esfuerzo físico y mental puede asegurar al individuo unas altas cuotas de satisfacción. Por cierto que me llama la atención que Javier Sádaba, que se pasea tan prolijamente, en el libro que leo actualmente, sobre los aspectos que aseguran una buena calidad de vida, no mencione hasta ahora eso que yo creo que es consustancial con una filosofía que quiera hacer del individuo un ser satisfecho de sí mismo, es decir ese continuamente estar en la brecha quitándose el adormilamiento del cuerpo en actividades que requieren un esfuerzo continuado fuera de lo común, por demás con frecuencia en actividades en el manto de la Naturaleza, de manera que lo que no te llega por vía del esfuerzo terminas recibiéndolo de esa dadivosa naturaleza que tanto conforta el alma.



Eran fructíferas, sí, estas dos breves horas de caminar en la oscuridad que preceden al alba, instantes en que la frescura de los pensamientos se dan la mano con las sensaciones que vienen de un entorno tan especial, hoy oscuridad total sin estrellas ni luces de pueblos cercanos que matizaran el aislamiento del caminante. La muy leve forma del sendero delante de los pies que en algún momento me obligaban a encender la linterna para no darme de narices en el suelo. Y después, tras ese breve instante de claridad, la vuelta a la nada, la vuelta a la sucesión de los pensamientos que me ponían en comunión con un estilo de vida que bien quisiera conservar hasta el final de mis días.

Y, cosa curiosa, en este ámbito de pensamientos en que me recreaba apareció repentinamente el recuerdo de Luís Bárcenas, el mangante del PP, del que nos contara, días atrás en Toledo, David de Esteban, que en su juventud había abierto una vía de notable dificultad en algunas paredes del circo de Cinco Lagunas de Gredos. Un contraste que se me antojaba tan paradójico como para no darlo por cierto teniendo en cuenta lo creído que estoy de que los valores que inocula la montaña en la temprana edad de nuestras escaladas enseñan tanto sobre la vida, sobre los valores esenciales de ésta, que se me hace imposible que alguien que la practicó y se sometió a los peligros de la escalada pueda caer en la vulgaridad moral en que cayó este individuo.



Me decía ayer mi amiga y peregrina norteamericana Frenk, que con sus casi ochenta años había descubierto que caminar era el estado en que más relajada y feliz se sentía. Tenía una buena relación con su marido, que se había quedado en su casa de California, pero ella necesitaba de la soledad de los caminos para sentirse bien, era el quinto Camino que hacía, todos en los últimos años. Y yo, ahora, escribiendo esto, recordaba la sensación de agotamiento que reflejaba su rostro ayer tarde cuando llegó al albergue, y no me quedaba más remedio que rematar con esta imagen lo que decía más arriba. Y en lugar de exclamar aquello de eppur la tierra si muove, de Galileo, decir… y sin embargo es necesario seguir esos caminos que pueden llevar al agotamiento.

Y todo esto mientras la débil lechada del amanecer iba desvelándose en la oscuridad de la noche.



En un momento de la lectura de Sádaba escucho esto: “Como dice el poeta, el amor es una flor que vive junto al abismo”. Y paro la lectura del libro y me quedo pensando y, si hubiera estado junto al mar, me habría tumbado junto a las olas a paladear esta sentencia revestida de verso, en todo lo que tiene de verdad y mentira, porque verdad y mentira conviven en esta imagen tan sugestiva.


El ayuntamiento de Arévalo es otra cosa. Allí se ha entrado en la vorágine corriente de ese mundo que estamos diseñando donde la impersonalidad y la indiferencia hacen su agosto convirtiendo las relaciones personales en perezosa burocracia. Primero una llamada a la policía local que es contestada diciendo que espere media hora en el ayuntamiento, sin que está gente aparezca en una hora, una funcionaria a la que intento preguntar y me contesta con el exabrupto de que está cerrado. Para dentro de sí se dice no es mi incumbencia; sí, ese personaje de El Principito que, ensimismado en sus números y en sus asuntos, no sabe para que está en la vida obsesionado por una tarea en definitiva inútil. Total, que me canso de esperar y me voy a buscar un restaurante. Claro es que a estas alturas no me voy a enfadar por esta clase de nimiedades que se desprenden de un absurdo modo de vida que nadie quiere remediar. Al carajo el albergue–deportivo de Arévalo. El olor de la abstrusa burocracia me espanta y, de la misma manera que estoy encantado con el recibimiento y la humanidad que se me deparó ayer en el ayuntamiento de Gotarrendura en la persona de Lorena, huyo como de la peste de este otro mundo de burócratas para el que las personas, como en el cuento de Saint Exupery, son un mero accidente en su vida laboral.

Como en un restaurante de pedigree ubicado en una especie de cueva cubierta su bóveda de ladrillos al modo de la arquitectura mozárabe, un ambiente acogedor que invita a conversar, y entonces, echo de menos a Paco y a Victoria con los que tan agradable fue conversar dos días atrás frente a las murallas de Ávila. Total, que se me quitaron las ganas de volver a llamar a la policía local para dormir en un polideportivo y busqué un hotel próximo en el que pasar el resto del día. Después me acordé de Frenk, la peregrina estadounidense, y casi amiga ya, a la que dejé dormida en el albergue pero que, dado que yo me había demorado un buen rato en un bar de Tiñosillo a terminar la crónica del diario anterior, acabó por alcanzarme. Me gustó volverme a encontrar con ella en el bar junto a la gran estufa que presidía el lugar. Ahora me preguntaba cómo se las apañaría con su pobre español con estos perezosos burócratas de Arévalo. 



Escena típica de nuestros días. La mama carga con las abultadas cartera mientras los niños juegan.














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