Gotarrendura, un admirable ejemplo de nuestra España Vacía.


El caminante vuelve a la escuela


Tiñosillo, 3 de abril de 2019

Camino de Levante. Etapa Avila-Gotarrendura


Admirable Gotarrendura, localidad de ciento sesenta habitantes donde la buena voluntad de sus administradores ha creado un oasis de cultura, de iniciativas loables y de buen hacer que si así fuera en la España Vacía que nos rodea sería vivir en el mejor de los mundos. Se lo decía a Lorena, la persona del ayuntamiento que me sirvió de cicerone y de hospitalera en este páramo abulense donde los pueblos, todos muy aislados unos de otros, no tienen más de doscientos habitantes cada uno. Entro en el ayuntamiento y ya en una pequeña salita me sorprende la frescura de tres cuadros que representan algunos sencillos rincones del pueblo. Le pregunto a Lorena por el origen del curioso nombre del pueblo al que no acierto a aproximar una etimología. Lo relaciona, igual que uno cercano, con un  origen vasco. Nos acercamos al albergue y en seguida me llama la atención este admirable rincón que han preparado para los peregrinos, una construcción sólida al uso de la zona donde no falta absolutamente nada, incluido una lavadora y una secadora, un pequeño patio con un dispositivo para las bicicletas, una talla de Teresa de Ávila… Hablamos durante un largo rato y tras dar cuenta de las muchas iniciativas que jalonan el calendario a lo largo del año, concursos, excursiones, actividades culturales… le comento que qué alivio saber que entre tanto loco todavía hay gente cuerda y con iniciativa que sabe y tiene voluntad para hacer creativa la vida social de un pueblo. Basta pisar las calles de Gotarrendura para saber que aquí hay y ha habido gente competente y comprometida que piensa realmente en lo mucho que se puede hacer en esa España Vacía que describía para mí días atrás el libro de Sergio del Molino.


Me habían avisado que en Gotarrendura no había tienda ni restaurante, que tendría que llevar desde Ávila lo que necesitase, pero ah, suerte, el viernes anterior habían inaugurado un bar que iba a resultar uno de esos lugares donde la hospitalidad y las ganas de atender al peregrino son regla. Una familia de rumanos afincados en España hace década y media estaban probando suerte ofreciendo con largura en este minipueblo lo que las ciudades ofrecen raramente y a regañadientes.

Después fue encontrarme con Frenk, así sonaba su nombre, una peregrina norteamericana solitaria que debía de andar por los ochenta años. No, no hubo manera de que soltara prenda pese que le preguntara la edad con bastante interés comentándole la admiración que me producía la gente mayor con la que me cruzaba en los Alpes o los Caminos de Santiago. Una mujer pequeña y muy delgada que al principio se manifestaba distante pero que una vez pudimos entrar en conversación se convirtió en una buena contertulia. Estaba rota, eran las cuatro de la tarde y no comió ni deshizo el macuto; tal como estaba se metió en la cama, se cubrió con dos mantas y no respiró en las dos horas siguientes. Cuando despertó le pregunté si estaba interesada en la pintura, yo iba a visitar un pequeño museo etnográfico que había levantado el pintor López Berrón en la placita junto al ayuntamiento. Me dijo que no, pero cuando yo estaba terminando mi visita allí apareció ella, menuda y con los ojos de plato contemplando pinturas y enseres que el pintor coleccionista había reunido en una casa típica de la zona. Es muy tarde y me es imposible dar cuenta del puñado de maravillas de este pueblo que además se disputa el lugar de nacimiento de Teresa de Jesús, enclave donde vivió su familia y donde todavía existe un palomar propiedad de la misma.

Patio del albergue

A las seis de la mañana Victoria y yo nos despedimos en la puerta del hotel, ella camino de casa, yo hacia el Norte, a buscar la conjunción del camino de Levante con la Ruta de la Lana en Zamora. Después de Ávila, dejadas atrás las quebradas que separan Castilla la Mancha de Castilla León, el paisaje vuelve a adoptar parecidas características a las de los llanos manchegos, bien que estemos a una mayor altitud y en consecuencia por la mañana el frío sea algo mayor. De nuevo la oscuridad, ésta más intensa y cerrada desde que cambió la hora. En el momento de mi acostumbrada parada, el sendero discurre por un paisaje ameno de pequeños bosquecillos de encinas. He dormido poco y mal y cuando me tumbo para dar descanso a mi dolor de espalda me quedo inmediatamente dormido. Me despierta la lluvia cayéndome sobre la cara. Es una lluvia fina que casi resulta una caricia en este invierno seco que, si la lluvia no lo remedia, va a traernos una deslucida y mustia primavera. Me cobijo bajo una encina próxima y trato de sobreponerme al sueño y a este repentino cansancio que se me ha venido encima. Un plátano, unos pocos frutos secos y alguna barrita me ponen de nuevo en condiciones de continuar.


Estos grandes manchones de tierra que se abren a mi alrededor como un gran tapiz de verdes brillantes y amarillos de campos en barbecho me obligan a parar de vez en cuando para fotografiar lo que bien podría ser un esquemático cuadro abstracto.

La televisión estúpida y dirigida a un público que se recrea en el morbo o en asuntos privados de la gente, parece monopolizar la pantalla cada vez que me siento en un bar a tomar un piscolabis.  Madre que encierra a sus hijos porque el padre es un diablo… eso es lo que acapara la televisión de la 1 durante la media hora que llevo en el bar. Las narices de la cámara se meten por los rincones de la vivienda, se detienen sobre un buzón, una puerta, alguien que pasa. A continuación un grupo de “expertos” discuten en un entorno formal que igual habría servido para reunir a los principales presidentes de gobierno del mundo. Dios, en qué mundo vivo.

A un par de kilómetros de Gotarrendura llamo al ayuntamiento y una atenta voz de mujer me responde que allí me espera para proporcionarme las llaves del albergue.






Las imágenes siguientes pertenecen al museo López Berrón. Los cuadros son obra del mismo


Plaza de Gotarrendura












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